Crónica de una visita a la desahuciada iglesia El Carmen



Abandonada a su propia suerte


Si se concretara alguna vez la idea de crear una diócesis para La Libertad, su catedral sería la iglesia El Carmen de Santa Tecla. Hasta el 13 de enero de 2001 estaba claro. Pero lo ocurrido aquel día lo cambió todo. Hoy, más de siete años después, el centenario templo sigue malherido, con sus puertas cerradas y sin visos de que esto cambie, al menos a mejor.

Por Roberto Valencia.



Él cree que poco se puede hacer ya. Han pasado más de siete años desde el terremoto de 2001 y el templo está igual. Igual de mal. Grietas, muebles apilados, láminas, maleza, soledad, decadencia. Por todo eso pidió como favor una copia de las fotografías que ilustran este reportaje. Es posible, dijo, que sean de las últimas que se hagan: “Las queremos por si se cae, para tener un recuerdo“. Aunque dolido por tratarse de una parte de su vida, él cree que ya poco se puede hacer para evitarlo.

Es la iglesia El Carmen, la de las dos torres que apuntan hacia el cielo, la que se ganó el honor de ser uno de los emblemas de Santa Tecla. En 2010 se cumplirán —se cumplirían— 100 años desde que se terminó su portada, en madera y de estilo neogótica, la que durante décadas ha convertido este edificio en el referente católico de la joven ciudad. Un siglo de primeras comuniones, de funerales, de coros, de bautizos y de bodas. Todo se detuvo aquel 13 de enero.

Hoy, el templo está como está, y después de haber escuchado a los voceros de las instituciones que más tienen que decir sobre su futuro —Iglesia católica y Consejo Nacional para la Cultura y el arte (CONCULTURA)—, la metáfora que mejor se ajusta a la situación de El Carmen es pensar en ella como en uno de esos reos estadounidenses condenados a muerte, esos que esperan vestidos de naranja el día de su ejecución.

Quien pidió las fotografías como un recuerdo es Andrés Salvador Carranza Oña. Para sus feligreses y conocidos es simplemente el padre Chambita. Desde hace 17 años él es el párroco, pero está ligado a ella desde mucho tiempo antes. Nacido en Burgos —provincia española famosa por su imponente catedral gótica—, llegó a El Salvador en 1956. Él es parte de ese grupo de jesuitas sin los que resulta difícil explicar la historia reciente del país. Le gusta hablar, escarbar en sus recuerdos y llamar “mi hermano“ a sus interlocutores. Es alto, delgado y, a pesar de su espesa barba vencida por las canas, aparenta menos de los 71 años que tiene.



Él fue el guía para el recorrido, para mostrar cómo está el templo siete años después de que se estremeció.

Incluso antes de entrar, El Carmen llama la atención. Sus torres pueden verse de varias cuadras a la redonda. La dirección es avenida Manuel Gallardo y 1.ª calle poniente, arteria que la alcaldía rebautizó como la calle Padres Jesuitas. En salvadoreño, es la que está dos cuadras al norte del parque Daniel Hernández, frente a la parada de bus del Banco Agrícola.

Desde esa parada, a través de una puerta gris, se ve casi toda la fachada. La madera luce vieja y arrugada, como un papel que se ha secado después de estar mojado. Se echa en falta la imagen de la virgen, que la bajaron tras el terremoto. Ahora está junto al hangar anexo, donde el padre Chambita y otros jesuitas celebran misa todos y cada uno de los días de la semana. Salvo esa puerta gris, toda la verja que rodea lo que podría considerarse el atrio está cubierta con oxidadas láminas de zinc, como si se quisiera ocultar la decadencia. Al otro lado, hay helechos queriéndose adueñar de las agrietadas paredes exteriores, hay troncos, hojas y ramas secas esparcidas por el suelo, y hay un par de matas de guineo que uno no sabe bien qué hacen ahí.

Las láminas de zinc están rematadas con alambre de espino o alambre razor. Pero no sirvió de mucho. Desde hace poco más de un año el templo cuenta con alarma. La instalaron después de que unos ladrones se llevaron un buen número de bancas, la Carmela y poco faltó para que también desapareciera la Chaleca. Ellas son dos de las tres campanas que estaban en las torres.



Una vez dentro de El Carmen, el panorama cambia. El padre Chambita lleva un casco plástico gris que de poco le serviría si el edificio se viene abajo, como teme, y narra con pasión cómo fue el día del terremoto. Por la pared que desapareció casi por completo, la oriental, salieron unos estudiantes que estaban de visita en el templo. El gigantesco hueco de 12 metros de longitud sigue ahí, cubierto por una endeble estructura de láminas. Se colocó en 2001, y nadie ha hecho nada más desde entonces. Sin ellas, se verían las matas de guineo de fuera.

No están las alineadas bancas, y la nave parece por ello más larga y más desnuda. Se mire donde se mire, no hay más de tres metros de pared sin grietas o sin agujeros en toda la mitad inferior. La situación cambia en la mitad superior, la sostenida por las columnas, que no ha perdido su encanto. Si se mira a algunas partes del suelo, uno se encuentra con las evidencias de que algún animal ha estado arriba. Si se mira hacia arriba, se ven palomas de Castilla revoloteando. Ni el alambre de púas ni la alarma han frenado a estos animales, los que más ganaron con el tácito abandono de una iglesia que era la candidata número uno para convertirse en la catedral de Santa Tecla.

En toda la estructura hay luz natural más que suficiente, y tiene mobiliario eclesiástico de madera amontando en la parte delantera. La sensación ahí dentro es también de decadencia, pero es distinta a la que se tiene fuera. La nave y sus 32 columnas mantienen intacto su poder de seducción, ese que durante más de nueve décadas estuvo al alcance de cualquier feligrés o visitante. Ahora está bajo llave.




El recorrido termina en las entrañas del templo, que El Carmen las tiene en sus dos emblemáticas torres. Son, escribieron los entendidos, las que menos sufrieron aquel 13 de enero. Son de madera, y no de adobe o mampostería, como los muros colapsados. Pero que no les afectara tanto el terremoto no significa que gocen de buena salud. Un siglo es mucho tiempo para la madera.

Para subir, la entrada está en una puerta casi oculta y situada en la parte inferior de la torre derecha. Dentro, hay distintos bloques de escaleras y hay oscuridad. Sobra la oscuridad. Algunos peldaños se mueven, la madera está agujereada y cruje. Todo eso, unido al hecho de ser un edificio cerrado por peligro de colapso, hace que la incertidumbre sea difícil de vencer. Hay tramos, los más altos, en los que la oscuridad hace a uno ir a tientas. Y ni el sonido de las palomas ni su olor contribuyen a la tranquilidad.

Antes de llegar al primer nivel, si es que se puede llamar así, el padre Chambita explica la primera sorpresa: “La fachada que hoy vemos es una fachada añadida. La fachada principal es un triple arco, porque El Carmen iba a ser al principio mucho más baja, neocolonial, y la que se ve es la añadida“. En las entrañas se ve con claridad lo que quiere explicar: un muro macizo y oculto tras la estructura de madera.

El segundo nivel es el tejado de la nave, con láminas de zinc blancas marcadas por el óxido. Es el lugar donde estaban las campanas y la imagen de El Carmen. Desde ahí arriba, se ve el pecado que se cometió al construir las residenciales que trepan las cordillera del Bálsamo; se ve la renovada iglesia de la Inmaculada Concepción; se ve el bullicioso mercado; se ve el volcán de San Salvador; se ven decenas de tejados donde hay más láminas que tejas. En definitiva, se ve Santa Tecla, la ciudad creada vía decreto.

Aún se puede subir más, hasta las estilizadas cúpulas de las torres. Hay más escaleras, pero ya no merece la pena. Lo que se intuye arriba, entre la oscuridad, es solo una maraña de vigas y tablas.

Ahí termina el recorrido, y empiezan las preguntas. ¿Se puede salvar El Carmen? ¿Por qué no se ha hecho nada en siete años? ¿Y si ocurriera otro terremoto mañana? En función de a quién se le pregunte se obtienen respuestas distintas, contrapuestas.

Hay un chiste por ahí que dice que cuando en El Vaticano se va la luz, el dominico se sienta a reflexionar sobre la luz y las tinieblas, el franciscano se arrodilla y saluda a la hermana oscuridad, y el jesuita sale y arregla los fusibles.
En 2001, la Compañía de Jesús, que administra El Carmen desde 1914, no se quedó de brazos cruzados. Allí han rezado, cantado y orado Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino, Segundo Montes, Nacho Martín Baró, Chema Tojeira… También Jon Cortina. Ingeniero además de sacerdote, fue quien encabezó el equipo que evaluó los daños. “Después de haber estudiado la estructura, me vino el padre Jon, una persona que era todo corazón, y con unos lagrimones en su cara me dijo: ‘Chamba, el templo no se puede salvar’”, recuerda el párroco. Las conclusiones de este estudio fueron concluyentes: demoler la estructura existente, y recuperar los materiales decorativos para una nueva edificación. Entre lo salvable estaban la fachada y sus torres.

En CONCULTURA no dan credibilidad a este estudio. Héctor Sermeño, director nacional de Patrimonio Cultural, dice tener otros tres que aseguran que, si se interviene, no habría que demoler nada. Cita como argumento lo ocurrido en 1986 con la basílica del Sagrado Corazón de San Salvador, la situada en la calle Arce. Muy parecida a El Carmen en cuanto a estilo y materiales, se dañó aquel fatídico 10 de octubre, se intervino, y hoy está más parada que nunca.

Las acusaciones entre una y otra parte van más allá, bastante más allá. El padre Chambita afirma que un dinero que hizo llegar para El Carmen a través de CONCULTURA la estadounidense Fundación Getty se estaba consumiendo más en gastos de administración que en las necesarias obras. Sermeño, por su parte, no se queda atrás. Cuando se le preguntó por la pared que no existe, esta fue su respuesta: “Puede que la estén botando de noche. Piedra por piedra, y adobe por adobe. ¿Quién me asegura a mí que no han permitido el ingreso para hacerlo?“ Con esa insinuación, está acusando a los jesuitas de destruir el templo, su templo.

Así están las cosas entre los actores llamados a ayudar a El Carmen.

Por un lado, la comunidad jesuita, que es la usufructuaria de un templo que pertenece al arzobispado de San Salvador, dice no poder asumir los costos ni siquiera de lo que el estudio de Jon Cortina concluyó. Con cifras preliminares de 2001, era alrededor de $1 millón lo que había que invertir para demoler lo inservible, conservar lo conservable y levantar un edificio nuevo. “Antes del terremoto, el sueño era que terminara convirtiéndose en la catedral de Santa Tecla, pero hoy no merece la pena hacer un gasto de millones en invertir en una cosa que no va a poder ser iglesia“, se sincera el padre Chambita.

El Gobierno, a través de CONCULTURA, dice estar interesadísimo en su conservación, pero ese interés no se traduce en dólares. El artículo 32 de la Ley Especial de Protección de Patrimonio Cultural permite expropiar un bien “cuando el propietario o tenedor no cumpla con las medidas de conservación“ o “cuando haya sido declarado monumento nacional“, petición que en siete años no ha llegado a la Asamblea. “Los propietarios siguen sin presentarnos alternativa de reconstrucción“, responde Sermeño al sugerirle la pasividad de la institución que representa.

En lo que ambos están de acuerdo es en que para cualquier cosa que se quiera hacer por El Carmen habría que realizar más estudios, actualizar las cifras e invertir una desconocida pero elevada suma de dinero que ni la Compañía de Jesús ni CONCULTURA están, hoy por hoy, dispuestos a poner sobre la mesa. Se perdieron ya siete años, y este es un país en el que cualquier día puede temblar. Por eso la metáfora sobre el reo vestido de naranja esperando el día de su ejecución.

El padre Chambita, 17 años de párroco y 51 desde que se instaló por primera vez en la residencia anexa a El Carmen, cree que poco se puede hacer ya, y no lo intenta ocultar.
—A usted ¿que le gustaría que hubiera aquí dentro de 50 años?
—Pues... un buen centro cultural, abierto a la religión y a los religiosos, algo así como una extensión de la UCA.




Puede ver más fotografías de la iglesia pulsando aquí.
Este artículo se publicó en la edición del 2 de marzo de 2008 en Revista Dominical, de La Prensa Gráfica.

Crónica de un cangrejo en el Bajo Lempa.


Mucho que decir sobre los punches

Incluso en un país al que llaman Pulgarcito hay zonas, como el Bajo Lempa, que suenan lejanas para quien vive en la capital. Ahí se está cuajando un conflicto que tiene al punche como involuntario protagonista, una disputa que suena lejana, distante, pero que ilustra por qué el medio ambiente está como está. Mal.

Por Roberto Valencia

Hay conversaciones que duelen. Esta tuvo lugar el 13 de febrero, tras haber pasado el día escuchando quejas de los pescadores artesanales en la desembocadura del río Lempa, en confianza. Aquella es zona que depende en gran medida del punche, un cangrejo que supo hacer del manglar su hábitat y que hoy en día intenta sobrevivir a sus principales enemigos: el mapache y el ser humano. Hay poco que decir sobre a quién debería tenerle más miedo.

-El mapache —habla José Mario Martínez— es listo. Cuando el punche está en la trampa, le hace así con una manita, mete la otra, y ya, saca el punche.
-Solo le hace falta fabricar las trampas, ¿no?
-Solo fabricarlas, sí, pero son buenos los mapaches. Yo, cuando los hallo, los mato y me los como asados, o en sopa.
-Ah, pero se refiere a que son buenos de sabor.
-Sí, ahhh.
-Y, aparte del mapache, ¿qué hay por aquí? ¿Hay venados?
-No, se los acabaron. Mire, cuando se dieron los Acuerdos de Paz aquí había una especie de venados... y se los acabaron los grandes, porque a veces nos piden a los pobres que respetemos el ambiente y los grandes no respetan.
-¿A quién se refiere?
-A los grandes, a los cuelludos. Cuando acabó la guerra venían hasta siete y ocho tiradores en grandes carros...
-...a matar venados.
-Sí, a matarlos, y se llevaban cinco o seis. Este muchacho —y señala a un hombre cuarentón que rápido asiente con una sonrisa— tiene una foto en la que hay tres venados colgados de un solo. A nosotros nos daban 50 pesos por arriarlos hacia donde estaban ellos disparando. Nos daban los 50 colones, y nos dejaban el animal después de quitarle las piernas, los brazuelos y el lomo. Y así mataron todo ese animalero que había.
-Cuche de monte, ¿queda?
-Nada.
-Lo más grande que queda, ¿qué es?
-Solo el mapache… y el gato de monte.

José Mario tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 50 años, es un punchero de la comunidad La Chacastera, en Jiquilisco, y sus palabras, si bien se circunscriben a una zona concreta, ilustran por qué El Salvador está como está en términos medioambientales. Mal. Lo dice él y lo dice también la prestigiosa Universidad de Yale (Estados Unidos), que en enero hizo pública su actualización del llamado Índice de Desempeño Ambiental. De entre los 149 países evaluados en todo el mundo, en el apartado de Hábitat y Biodiversidad El Salvador tiene a 140 encima y solo 8 debajo.

El país —lo dice Yale— está mal, pero ni ese sombrío panorama impide que todavía haya algunos oasis de vida silvestre regados por el territorio. Una de esas excepciones es la ribera oriental de la desembocadura del río Lempa. Ahí es donde viven José Mario, un indeterminado número de mapaches y miles, decenas de miles, cientos de miles de punches.



En Perú lo llaman cangrejo del manglar; en Ecuador, cangrejo rojo; y en Centroamérica, punche. Su nombre científico es Ucides occidentalis. Se reconoce con facilidad. Sus patas y sus tenazas son moradas, y su caparazón, anaranjado, puede llegar a medir lo mismo que una tarjeta de crédito. Su vida está ligada al mangle, al fango, y quienes los han estudiado afirman que se alimenta de hojas, que tarda un mínimo de dos años en desarrollarse, y que una hembra pone no menos de 120,000 huevos cada año. De esa cifra, con suerte, apenas un puñado llegará a la adultez.
Así es, a grandes rasgos, la vida del punche.

“Si los de la isla Montecristo no se hubieran puesto a cuidar este cañón, no hubiera punches ahora, ni chimbolos hubiera”, exagera José Mario. Habla sobre El Izcanal, un canal de agua salobre que para los residentes en ese sector del Bajo Lempa se ha convertido estos días en motivo de preocupación, de tensiones, de conflicto.

La isla Montecristo que menciona, en realidad, no es una isla. Se puede salir caminando hasta San Juan del Gozo, algo que toma unas cuatro horas, y desde allí hay una calle sin asfaltar que permite alcanzar la carretera El Litoral. Sobre un mapa, la mal llamada isla pertenece a Jiquilisco, pero ellos miran más hacia San Vicente. El caserío La Pita, de Tecoluca, lo tienen a apenas 15 minutos en lancha si atraviesan el Lempa, y hasta allí llegan buses.

La comunidad Montecristo, sin embargo, sí es una comunidad, si como comunidad se entiende a un conjunto de personas que vive en un mismo lugar y bajo unas mismas normas. Son 37 familias, unas 120 personas. En su día se taló mucho, y hay espacio. Las casas están separadas unas de otras, y si hubiera que llamar plaza a algo, sería a la explanada situada frente al embarcadero principal.

En esa plaza, lo que se ve cuando uno desembarca son gallinas que pasean libremente, troncos apilados en el suelo, unos pocos árboles —vivos— que dan una agradecida sombra, casas de bloque y casas de madera, niños, mujeres, perros, hombres, redes para la pesca, hamacas, un pozo, una letrina pública, una vaca tan delgada que se le pueden contar las costillas y un suelo reseco y polvoso en el que se quedan marcadas las huellas de las patas de las gallinas.


Completan el cuadro la Tintorera I, la Sulmita II, las Conchas II y Brasil. Son lanchas, las que no habían salido a faenar. Casi todos se dedican a la pesca artesanal, pero en los espacios usurpados al manglar se cultiva maíz, pipián, ayote y hay una incipiente apuesta por el marañón.

En Montecristo, digan lo que digan las compañías telefónicas en sus campañas publicitarias, no hay señal de celular.

Reyes Cruz Parada también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 48 años, punchea aunque no depende de ello para subsistir, usa una cachucha que le cubren las canas y es la persona que la comunidad Montecristo designó para ser su representante. Preside la asociación de desarrollo comunal.

Da la impresión de ser una buena persona. En parte, porque admite errores propios, algo que no encaja muy bien en la forma de ser del salvadoreño promedio. Reyes no tiene reparo en reconocer que la comunidad que representa, la Montecristo, también se pasea en el medio ambiente: “A veces, nosotros mismos somos un poco farsantes, porque no somos todos 10, y es bueno reconocer los errores que estamos cometiendo para ir mejorando”.

Con idéntica claridad —“Aquí han venido a alborotar el panal”— señala al Gobierno, al Centro de Desarrollo de la Pesca y la Acuicultura (CENDEPESCA), como la entidad que causó la preocupación que se ha apoderado estos días de la ribera oriental de la desembocadura del Lempa.

El conflicto se puede resumir así. El ya mencionado cañón El Izcanal ha representado desde hace décadas el sustento para muchas familias del sector. De ahí se extraen punches, también bagre y chimbera y pargo y róbalo... La Montecristo está justo en la entrada a este paradisíaco canal de agua.

Hace casi un año, y por iniciativa propia, la comunidad decidió proteger El Izcanal. La idea la apoyan personas de otras comunidades de la zona, y en todos se percibe un sentimiento de pertenencia sobre el cañón. Ante la cada vez más mayor presencia de pescadores foráneos, aprobaron que vigilarían la entrada y, de buenas maneras, explicarían a quienes lleguen que no se puede extraer recursos. Dicho y hecho.

Todo iba razonablemente bien hasta que CENDEPESCA llegó a “alborotar el panal”. Iba bien porque la medida parece haber beneficiado al ecosistema. Lo dicen los pescadores y lo dice también la Universidad de El Salvador. Un estudio del Instituto de Ciencias del Mar (ICMARES) avala la tesis de que El Izcanal generó más recursos que otros canales sin el acceso restringido. Los técnicos llegaron a esa conclusión después de pasarse buena parte de la segunda mitad el año pasado contando y midiendo punches y peces.

Pese al comprobado éxito de la medida, CENDEPESCA aprobó y publicó en el Diario Oficial a mediados de enero la resolución de la discordia. En ella, se decreta una veda total en el cañón desde el 1.º de enero hasta el 31 de marzo. Pero a partir de esa fecha, cualquier pescador que tenga su licencia vigente podrá llegar a El Izcanal y llevarse cuanto quiera si usa las redes apropiadas y respeta los tamaños. Pueden llegar de La Libertad, de Acajutla, de El Cuco y hasta de Meanguera del Golfo; sin embargo, a los que más temen en la Montecristo, por la cercanía y por su número, son a los de San Luis La Herradura, en La Paz.

Manuel Fermín Oliva Quezada también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Él es el director general de CENDEPESCA, y es la persona que estampó su firma en la polémica resolución. Sentado en su despacho, ubicado en Santa Tecla, defiende lo que firmó, alegando que es inconstitucional que un grupo de personas se apodere de un cañón, y escudándose en un recién elaborado plan de manejo de los recursos pesqueros en el sector Estero de Jaltepeque-Bajo Lempa.

Aunque Oliva intenta matizarlo, lo cierto es que la resolución tiene un tufo a querer castigar a quienes decidieron cuidar, y beneficiar a quienes sobreexplotaron los recursos que tenían más cerca. Y en todas las conversaciones aparece Jaltepeque, que en su mayor parte pertenece a San Luis La Herradura. Allí, por la pesca descontrolada, hay muchos puncheros y pocos punches; muchos pescadores y pocos pescados. Hasta Oliva está consciente de eso: “Las comunidades grandes, de San Luis La Herradura, de La Zorra (un cantón), si se vienen para El Izcanal, sí va a ser un problema”. Aun así, firmó la polémica resolución.

El Izcanal es un cañón de agua que supera los seis kilómetros de longitud. Arranca en el Lempa, hace un giro curioso alrededor de la Montecristo, y se introduce, paralelo a la costa, en el municipio de Jiquilisco. Salvo algunos claros abiertos para cultivos en la primera mitad, todo lo que se ve a un lado y a otro es mangle, el hábitat del punche. Sin manglar, no hay punche.

Surcar El Izcanal en lancha impresiona. Los últimos dos kilómetros, donde el cauce es más estrecho, son de una espesura tal que adentrarse da la sensación de que comienza a anochecer. El mangle es alto, de hasta 30 metros de altura, y pertenece, dicen quienes saben de esto, a la variedad mangle rojo espigado. Se asemeja a un árbol con dos ramajes: arriba, el tradicional, con sus hojitas; abajo, otro formado por las raíces.

Esa parte inferior, que es la que caracteriza visualmente al manglar, es como si un gigante hubiera arrancado los árboles corrientes de otra parte, les hubiera quitado sus hojas una a una, y los hubiera clavado boca abajo en El Izcanal, dejando la mitad de las peladas ramas fuera del fango.
Así es, a grandes rasgos, el lugar donde vive el punche.

Pablo Ramírez también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 56 años, vive en La Tirana y, aunque hay una veda de CENDEPESCA que lo impide, punchea. Lo lleva haciendo años. El 13 de febrero, a eso de las 4 de la tarde, salía del manglar embarrado, con su cachucha, descamisado, y con botas de hule. Junto a su perra Mika había llegado ahí remando en su humilde cayuco a las 7 de la mañana. En la retirada lo acompañaban dos costales llenos con seis docenas de punches. Con suerte, al día siguiente le pagarían unos $8.

Pablo salía sonriente. Conoce a Reyes, el presidente de la Montecristo. Hay camaradería. Los dos son oriundos. Creen que pueden punchear sin poner en peligro el recurso, que pueden ignorar la veda de CENDEPESCA. El temor es a los de fuera, a los que se acabaron el estero de Jaltepeque.

El oficio de punchero no está al alcance de cualquiera. Hay que despertarse antes de que salga el sol, adentrarse en un canal, caminar sobre las estrechas pero resistentes raíces del mangle, saber dónde dejar las trampas, y al final, si un mapache no se ha adelantado, exponerse a un doloroso pellizco al agarrar el punche y o al amarrarle las tenazas con tul o un material al que llaman penca de caulote. Esta es la manera fácil.

La sufrida es sin las trampas, como lo hace Pablo. El fango sobre el que se asientan las raíces del mangle es tan blando que con solo pararse uno se hunde hasta los tobillos. De ahí la importancia de saber caminar sobre las raíces. Cuando esto se domina, un punchero se enfrenta a cientos de agujeros en el lodo, y solo unos pocos tienen premio. Para acertar, hay que saber detectar finísimos aruñazos en la entrada. Con el tiempo, el punchero llega a conocer si es un ejemplar macho o hembra lo que hay en el fondo.

Y la expresión “en el fondo” es literal. Sacar el punche a mano desnuda requiere la mayoría de las veces meter el brazo entero en el fango, hasta el sobaco. La misma operación, y dando por sentado que se acierta en la elección del agujero, hay que repetirla unas 80 o 90 veces para que el día se pueda considerar productivo. Así es, a grandes rasgos, como se captura el punche.




Nathan Weller también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 28 años, estudia en el Monterey Institute de California, y es alto, seco y chele, chelísimo. No le hace falta decir que es estadounidense para que uno infiera que es estadounidense. Llegó en enero al país para trabajar como voluntario de la Asociación Mangle, una ONG local, y lleva varias semanas encuestando a puncheros para radiografiar esta forma de ganarse la vida.

Su trabajo ha permitido conocer que en más de la mitad de las 70 familias de la comunidad Las Mesitas, siempre en Jiquilisco, hay algún punchero. Y que cada uno, en promedio, saca de El Izcanal más de 400 punches semanales desde enero a junio. Y que durante esos meses no tienen otra fuente de ingreso. Por eso el temor a la resolución de CENDEPESCA, a la oleada de pescadores foráneos. “No se llevan 10 ó 20 docenas; son lanchadas”, ilustra la preocupación colectiva el veterano Atlixco Funes Serrano, de la Montecristo.

Carlos Giovanni Rivera también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Él es uno de los investigadores del ICMARES que estuvo contando punches. Las conclusiones sorprenden. Son cálculos preliminares, advierte, pero en la porción de 30 kilómetros cuadrados en torno a El Izcanal se estima que hay 550,000 docenas. En otras palabras, en un pedazo de tierra poco más grande que Soyapango viven más punches que salvadoreños en todo El Salvador.
Así son, a grandes rasgos, las estimaciones sobre cuánto punche queda en la zona.

Suena a abundancia, pero el propio Giovanni se encarga de contener la euforia. Si 120 puncheros extraen ocho docenas diarias en un año se habrán llevado 350,000 docenas. No hay que ser un experto matemático para suponer qué ocurriría se llegaran 200 puncheros al sector a partir del 1.º de abril. De ahí la preocupación.

Oliva, el de CENDEPESCA, cree que en la Montecristo se está sobreestimando el problema. Dice que a El Izcanal les esperan tiempos mejores por la veda —esa que no se está respetando—, por las disposiciones en cuanto a aperos de pesca que se permiten usar, y por haber decretado tamaños mínimos para poder sacar un punche o un pez.

Al preguntarle quién hará respetará todo eso, contesta que las comunidades, CENDEPESCA y la PNC. La respuesta está cargada de optimismo, pero amerita el calificativo de estúpida si se tiene en cuenta que los que en el discurso de Oliva deberían evitar que un punchero use más de 40 trampas —PNC, CENDEPESCA y comunidades— no han sabido poner freno a un fenómeno ilegal y estruendoso como es la pesca con explosivos.

José Mario, el que se come los mapaches asados o en sopa, lo ilustra así: “Es bombardeo lo que hay en la bahía de Jiquilisco”. Óscar Carranza, un biólogo que trabaja en la zona para la Asociación Mangle, es igual de explícito: “De la isla de Méndez hacia oriente (prácticamente toda la bahía), parece como que es feria, bomba tras bomba”. No está de más recordar que la onda expansiva que en el agua provoca el explosivo revienta a todo bicho viviente que esté cerca.

El Ministerio de Medio Ambiente es el tutor legal de las áreas naturales del país, pero su presencia en este sector es casi nula. Se limita a visitas esporádicas y a canalizar la ayuda de países cooperantes hacia algunos pequeños proyectos. Estados Unidos, a través del el Fondo de la Iniciativa para las Américas (FIAES) es uno de los países que invierten ahí. Ni el hecho de que la bahía de Jiquilisco sea área Ramsar y Reserva de la Biósfera parece haber cambiado mucho la falta de recursos. Basta señalar que este año el presupuesto que el Gobierno destinó al Ministerio de Medio Ambiente bajó un 20%.

Lo que sí apadrina esta cartera son estudios y más estudios. En abril de 2004, en el documento elaborado para pedir que la bahía de Jiquilisco fuera área Ramsar, esto es lo que se constató: “Existe un gravísimo problema de pesca con explosivos a lo largo de toda la bahía (se estima que hay alrededor de 150 personas desarrollando esta técnica de pesca ilegal); existen graves amenazas a la biodiversidad, producidas porque los barcos arrastreros que se dedican a la pesca industrial del camarón faenan muy cerca de la costa, afectando a las tortugas que se aproximan a anidar a la playa, quedando atrapadas en las redes de arrastre. La sobreexplotación tanto de los recursos pesqueros como de las poblaciones de casco de burro y punches es un hecho constatado en toda la bahía.”

Casi cuatro años después, ni el optimismo oficial que encarna Oliva puede afirmar que esas situaciones se han solucionado.

José Mario, Reyes Cruz Parada, Pablo Ramírez, Nathan Weller y Carlos Giovanni Rivera tienen mucho que decir sobre lo que ocurre con los punches de El Izcanal. Todos saben que, ni siquiera respetándose las disposiciones de CENDEPESCA, se evitaría que decreciera el número de ejemplares. Están las cuentas del estudio de ICMARES y están los antecedentes. Lo que auguran ya ocurrió años atrás con el cangrejo azul, que prácticamente ha desaparecido en el Bajo Lempa, y temen que se vaya a repetir con el punche.

CENDEPESCA, cuestionado sobre esta situación, dijo que lo que aprobaron no está escrito en piedra, que es posible que la resolución se revierta, y que El Izcanal no se abra el 1.º de abril para todo el que quiera llegar. Paradójicamente, esa posibilidad, que es lo que quisieran escuchar en la comunidad Montecristo, no dejaría de ser una nueva muestra de debilidad institucional y de falta de rigor en la toma de decisiones que incluso aparecen en el Diario Oficial.

Alfredo Guardado también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa, aunque él no lo sepa. Tiene 23 años y trabaja en el puesto de mariscos “Gaby”, en el mercadito de Ciudad Merliot, en Antiguo Cuscatlán. Vende la docena de punches a $6. Los tiene vivos, con las tenazas amarradas con tul, igual a como los sacan del manglar. A Pablo, el de La Tirana, le pagan $1.50 la docena si son grandes, y solo —solo— por su traslado a la capital se multiplica por cuatro —por cuatro— su precio. Si los vende cocinados, con salsa de aiguashte y tortillas, Alfredo pide $1.25 por cada punche, $15 la docena.

Por eso también, por ser el que menos gana en toda esta cadena, por no tener alternativas, Pablo tiene que ir cada día con su perra Mika al manglar, a embarrarse, y a sacar seis o siete docenas de punches. O todas las que pueda.

Publicado en la edición de 24 de febrero de 2008 en la revista Enfoques, de La Prensa Gráfica.

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