Crónica de un viaje a la Isla del Coco, en Costa Rica


Por Roberto Valencia


La isla es tan pequeña que cabe en una billetera. Es chiquita, y la empequeñece aún más su destierro en el más inmenso de los mares, el océano Pacífico. Una aguja de tierra en un pajar de agua. Está lejísimos de todo. No tiene hoteles ni carreteras ni buses ni estadios de fútbol ni puerto ni cementerio. No tiene casi nada. Lo único que sobra es vida. Y esa es su grandeza, aunque no se pueda apreciar en un billete.
Desde 1997, y por decisión del Banco Central, los costarricenses ven el dibujo de una pequeña isla grabado en sus billetes de 2,000 colones. Aparece en el anverso, junto a la cara de un investigador llamado Clodomiro Picado Twight. En el reverso, nadan en el vacío un delfín y un tiburón que, por tener la cabeza como un martillo, lo llaman tiburón martillo. Son dos de los habitantes de un lugar donde el hombre no ha sabido asentarse en cinco siglos. Quizá a su aislamiento deba su grandeza.
La isla cumple buena parte de las características que se suponen a una isla desierta. Hay cocos y cocoteros, cangrejos, sol, pájaros, revoloteos y hasta parches turquesa en el mar que la acorrala. Lo que estropea la estampa es que allí donde el estereotipo pide playa, lo que se ve son acantilados; allí donde pide arena fina y blanca, lo que se ven son paredes rocosas y verticales.
Es la Isla del Coco, una isla natural, casi cruda.





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Una definición enciclopédica diría lo que sigue: la Isla del Coco es un territorio insular que pertenece a Costa Rica desde 1869. Los colonizadores españoles la descubrieron en la primera mitad del siglo XVI, aunque hay divergencias sobre el año exacto. Lo seguro es que para 1542 apareció por primera vez en un mapa francés, bautizada ya como Ysle de Coques. Su nombre lo debe, según cronistas de la época, a la obviedad: abundaban los cocos y los cocoteros, mucho más que en la actualidad, que no es poco.
Los tres siglos entre su descubrimiento y la izada de la bandera costarricense son décadas en las que se convierte en un estratégico punto de abastecimiento para piratas primero, para balleneros después y, más después, para buscadores de los tesoros quizá escondidos por los piratas.
Cocos suena en El Salvador, suena a terremoto. Es la placa que se introduce debajo de la del Caribe, y genera sismos. La placa debe su nombre a la isla minúscula.
Su superficie es de apenas 24 kilómetros cuadrados, un tercio de la extensión del lago de Ilopango, y tiene forma rectangular. De largo, lo máximo que llega a medir son 7.6 kilómetros y de ancho, 4.4 kilómetros.
Si hubiera que elegir un elemento que la singularice, ese sería la lluvia. Caen entre 5,000 y 7,000 milímetros de agua al año. Para hacerse una idea basta señalar que en El Salvador no hay sitio alguno en el que se registren más de 2,500 milímetros. Esa cantidad, que se distribuye durante los 12 meses, es la que provoca todo lo demás: lo verde, los ríos, las cataratas, la vida.
No se sabe con exactitud cuántas especies de plantas y animales hay. Lo que sí se sabe es que, entre las identificadas, hay un considerable porcentaje de endemismo, es decir, de especies que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.
Desde 1978 es Parque Nacional en Costa Rica, nombre que años después evolucionó a Área de Conservación Marina. En 1997, la UNESCO la declara Sitio Patrimonio de la Humanidad, y en 1998 le cae el reconocimiento de Área Ramsar. Este currículum le está sirviendo para ser seria aspirante a convertirse en una de las Siete Maravillas del Mundo Natural. La Isla del Coco se está codeando con referentes como el monte Everest o el río Amazonas, y es, del largo, la más fuerte representante centroamericana de la competencia. La excusa perfecta para ir a conocerla.
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El barco lleva 34 horas huyendo del continente. Zarpó hace 500 kilómetros, y desde que abandonó el muelle lo único que ha hecho es adentrarse en el océano. Poco antes de las 5 de la mañana, la travesía está a punto de finalizar. El sol no asoma todavía, lo hará en unos minutos, pero clarea lo suficiente. Se identifica a lo lejos el perfil de la isla. Tierra firme, al fin.
Se acerca un pájaro grande, marrón oscuro y de pecho blanco. Llegarán más, similares y diferentes. Algunos vuelan tan a ras que parece que la punta de sus alas golpeará la superficie del mar.
—¿Qué pájaro es?
—Sula leucogaster —responde Michel Montoya, consultor ambiental.
A Montoya le gusta llamar por su nombre científico a los animales. Si ha conseguido una cara de asombro, lo traduce: “Piquero pardo”. Calza cachucha, es bajito y tiene barba canosa a lo Sean Connery. Nació hace 68 años, y 25 los ha pasado de una u otra manera relacionados con la isla. En su currículum se amontonan una veintena de artículos con títulos como “Sobre la formación de una colonia de Sula dactylatra en la Isla del Coco”. Él es uno de los dos instructores contratados en calidad de experto por los organizadores del viaje que recién inicia.
Las aves son el verdadero comité de bienvenida, pero, cuando el barco entra en una bahía, una de nombre Wafer, también se acerca un poderoso motor fueraborda Honda. Dentro van un par de guardaparques del Ministerio de Medio Ambiente costarricense. Uno maneja, el otro se rasca el brazo derecho.
Para entonces, el sol ha salido, y buena parte del cielo está ya azul. Donde no hay azul, hay nubes. Blancas, menos blancas, grises y más grises. Debajo, la isla, una inmensa roca compacta y elevada, sin espacio para playas, y verde, insultantemente verde. El francés Jacques Cousteau (1910-1997), quizá el oceanógrafo más famoso de la historia, también llegó con su buque Calypso aquí. Él lo describió así: “Emerge como un verdadero paraíso en medio del océano... es la Isla del Coco la más bella del mundo de todas cuantas he visitado”.
Hoy es 28 de abril, aunque eso poco importará durante los próximos cuatro días.
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Los costarricenses tienen una expresión que los singulariza: Pura vida. Es algo así como el Chico cubano o el Che argentino. Los ticos la usan para saludarse, para agradecerse o como señal de aprobación. Es una especie de comodín, muy extendida, pero de la que casi nadie conoce su origen. Por lo visto, comenzó a usarse a mediados de los cincuenta, después del estreno de una película mexicana titulada de esa forma: ¡Pura vida! Tardó unos años en popularizarse, pero hoy la expresión incluso sirve para promocionar turísticamente el país.
La traducción no es fácil, pero la palabra “Vergón” es lo más parecido que hay en El Salvador a la Pura vida de Costa Rica. Hasta en detalles de este tipo pueden mirar por encima del hombro.
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Pasan unos pocos minutos de las 7 de la mañana del primer día en Isla del Coco. El barco, que hará también las veces de hotel, está fondeado ahora en la bahía Wafer. Desde aquí saldrán en unos minutos tres embarcaciones tipo zodiac para dar la vuelta a la isla. Incluidas las paradas constantes para escuchar las explicaciones de Montoya, circundarla tomará apenas tres horas y media. Es pequeña.
Parece una fortaleza. Desde la misma línea de la costa, se alzan grandes precipicios, con dos únicas excepciones, las bahías Wafer y Chatam, que tienen unos pocos metros de playa y se puede desembarcar. En el resto, los acantilados son rocosos, pero cubiertos de vegetación. Ni la verticalidad de las paredes impide que el verde oculte al gris.
Las zodiac avanzan alrededor en sentido contrario a las agujas del reloj, y una de las primeras paradas es frente a una catarata. De entre la espesa vegetación, surge un chorro que cae blanco y espumoso, y se estrella a pocos metros del mar. Dentro de eso que llaman paisaje, estas cascadas son lo más característico de la Isla del Coco, lo que más ha impresionado desde siempre a sus visitantes. Ya en el siglo XVI, recién descubierta, el español Gonzalo Fernández de Oviedo, uno de los primeros cronistas de América, lo plasmó así: “Tiene de circunferencia cuatro leguas, poco más o menos (...); descienden della muchos caños de agua muy altos, y encima es mucha parte della llano”.
El salto de esta que está enfrente mide unos 100 metros. La llaman cascada Gissler. A unos pocos metros está la punta Gissler y también hay una roca Gissler. Augusto Gissler fue un alemán a partir de 1891, y en nombre del Gobierno de Costa Rica, encabezó el único intento serio de colonización. Dicen que solo pretendía encontrar tesoros piratas escondidos, pero lo cierto es que logró juntar a un puñado de familias en la isla y él mismo residió y se empobreció aquí hasta 1906.
Avanzan las zodiac. Los pájaros se acercan a apenas dos metros, menos incluso. A los piqueros pardos de la llegada se suman otros parecidos, pero unos tienen las patas azuladas y otros la cara negra.
—Son Sula nebouxii y Sula dactylatra —dice Montoya— piquero patiazul y piquero enmascarado.
Se suceden una y otra y otra cascada. Y el verde. Y el cabo Lionel, la punta Turrialba, el cabo Dampier, la gigantesca cascada Yglesias, los cabos Descubierta y Atrevido, la roca Ulloa, bahía Chatam, el islote Manuelita y regreso a Wafer.
Tres horas y media de homogénea belleza que compensan la piel que ni el factor 50 pudo proteger.
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En cualquier referencia histórica a Isla del Coco, por muy superficial que sea, aparece relatos de piratas, de saqueos, de tesoros maravillosos, de grutas y de mapas.
Lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII la isla fue utilizada como base de abastecimiento y descanso por navíos dedicados a la piratería. Alguno que otro incluso la convirtió en su base de operaciones. De esta realidad a que se crearan mitos sobre fabulosos tesoros escondidos el paso era muy pequeño, y se dio. A partir de mediados del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, fue verdadera fiebre la que se desató. Se organizaron decenas las expediciones expresamente para la búsqueda de tesoros, un fenómeno sin precedentes en todo el planeta. Muchos aún creen que hay riquezas escondidas.
Hoy, la fiebre por los tesoros no es tanta, pero la isla alimenta otro tipo de mitos. Un ejemplo es la relación con Parque Jurásico, obra escrita por Michael Crichton y llevada al cine por Steven Spielberg. El ficticio parque de atracciones, donde viven los dinosaurios está en la ficticia Isla Nublar, situada en el libro a 120 millas al oeste de Costa Rica. La distancia es menos de la mitad, pero están muy extendidas las creencias de que Crichton pensaba en la Isla del Coco cuando concibió Isla Nublar, y de que Spielberg rodó la película en la Isla del Coco. Lo primero solo el escritor lo podría aclarar; lo segundo es falso.



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Robert Chaverri es el segundo de los dos instructores contratados en calidad de experto por los organizadores. Tiene 61 años, es alto, claro de piel y de ojos y derrotado por las canas. Nació en Estados Unidos, de padre costarricense. Dice que eso le ha permitido tener una mentalidad diferente, más crítica.
—De la isla se pueden hablar muchas cosas, pero lo que me interesa contarles es lo que la hace peculiar.
En las charlas educativas que impartió, Chaverri dibujará un cuadro crítico y pesimista. Dirá que antes de la llegada de los españoles ya la han habían habitado indígenas, dirá que los pescadores costarricenses se acabaron toda la pesca de Centroamérica, dirá que son paja la mayoría de las historias de tesoros, dirá que a la humanidad solo le quedan 120 años de existencia, dirá que el aleteo sigue diezmando la población de tiburones, dirá que la ballena azul en la zona bajó de 50,000 ejemplares a unos 30 en la actualidad.
—¿Y usted votó por la Isla del Coco como maravilla natural?
—Sí —asiente y sonríe.
—¿Por qué, después de todo lo que ha dicho?
—Porque la isla es como la bolsa genética de todo lo que había.
Chaverri lleva una década buscando información sobre la Isla del Coco, y ahora pretende sacar provecho de tanto trabajo. El concurso de las siete maravillas naturales ha puesto la isla en la agenda, hay interés creciente en el país, y cree que es el momento oportuno para que salgan a la luz las cuatro versiones de un libro en las que recopila todo lo recabado.
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Segundo día en Isla del Coco. Diluvia. Empezó durante de madrugada, quién sabe a qué hora, y la claridad de la mañana confirma lo obvio: el cielo gris, triste, la cortina acuosa entre el barco y lo verde. Hoy estará lloviendo, más fuerte o más suave, hasta el atardecer. Esto se asemeja a un día de temporal en El Salvador, pero acá no es una situación excepcional. Acá puede caer así cualquier día del año. Solo así podrían sumar los 6,000 litros por metro cuadrado anuales.
A mediodía, las cascadas de la isla se han multiplicado en número y el volumen de agua que expulsan al Pacífico es también mayor. Ya no es clara y espumosa, ahora desciende enlodada. Los caños que salen disparados son color tierra, y pronto toda la bahía Wafer estará achocolatada.
A la mañana siguiente, el sol brillará, como si nada hubiese pasado. Y la bahía volverá a transparentarse, como si nada hubiese pasado.

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El trabajo de guardaparque exige estar no menos de 30 días sin poder ver a la familia. Antes era peor. Raro era cuando alguno podía regresarse sin haber transcurrido dos meses.
—¿Cómo termina uno en un trabajo así?
—En el caso mío, fue algo que me llamaba la atención, y fui a solicitar trabajo y topé con la suerte de que estaban buscando gente para acá.
—¿Lo considera una suerte?
—Sí, porque a mí me gusta, aun cuando no deja de ser un inconveniente cuando hay familia e hijos de por medio. Pero una cosa compensa la otra, porque yo he podido traer a mis hijos a conocer esto.
Responde Walter Madrid. Aparenta más juventud, pero tiene 49 años, y 15 los ha pasado yendo y viniendo a la isla. Hoy lleva 24 días sin ver a sus hijos: Vladimir, Mahyrrand, y Wolfgang Kalef. Tiene el pelo largo y recogido con una goma, la barba arreglada y viste camisola sin mangas, pantalón corto, sandalias y un reloj plateado en su muñeca derecha. Está solo, la señal de televisión se perdió hace semanas, y parece agradecer las visitas. Lleva desde ayer en la Base Chatam.
Este nombre suena rimbombante, pero no es más que una amplia casa hecha de bloques y de madera y cubierta por un destartalado techo de láminas. Está junto a un mástil con la bandera de Costa Rica y un letrero de madera que da la bienvenida. Hay una hamaca de cuerdas negra recogida, dos bancas de madera y dos sillas plásticas, y a través de la ventana se ven un dispensador de agua, un botiquín y unos pocos libros. A un costado del edificio, está pintado el logo del Área de Conservación Marina Isla del Coco, en el que se destaca el tiburón martillo. Junto a Walter hay un gato dormido sobre una alfombra. Hay quien cree que los gatos deberían correr la misma suerte que los cerdos de la isla, pero de eso se hablará más luego.
Guardaparques hay otros 13, pero raro es que en la isla se queden más de ocho al mismo tiempo. Su principal labor es evitar que los pescadores faenen a menos de 12 millas, donde la pesca está estrictamente prohibida. A veces lo consiguen, a veces no. Dicen que el grupo se ampliará, pero Walter aún no se lo termina de creer.
—Pensamos que con el concurso de las maravillas habrá un boom y que va a traer más turistas, y yo no sé, la capacidad de carga de la isla...

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Costa Rica tiene fama, en todo el mundo, de ser uno de los países más respetuosos con su medio ambiente. Distintos y variados informes avalan esa fama. Lo verde es el gancho, además, por el que llegan buena parte de sus turistas. Por todo eso, sorprendió escuchar una y otra vez, durante siete días, conversaciones entre ticos hablando con dureza de su Gobierno, de la pasividad para solucionar temas urgentes de la agenda ambiental. Y sorprende más cuando uno viene desde El Salvador.
Ningún gobierno salvadoreño se ha atrevido a cerrar un hotel de una cadena internacional por no tratar sus aguas negras. Ningún gobierno costarricense ha otorgado permisos para construir una gigantesca planta que generará electricidad con la quema de carbón. En la carretera que desde San José baja hasta Puntarenas apenas se ve basura regada a ambos lados, los postes son de color poste, y los árboles son de color árbol. No son tricolores.

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Tercer día en Isla del Coco. Toca abrirla, conocerla por dentro. Ayer, día del diluvio, se hizo una caminata de 2.5 kilómetros entre las bahías Wafer y Chatam, pero hoy el objetivo es más ambicioso: trepar el cerro Yglesias, el punto más alto de la isla. El sendero arranca en Wafer, junto a la base principal de los guardaparques. Ir y regresar llevará la jornada entera. Para quienes lo logren habrá merecido la pena.
La primera sorpresa es un puente que hay apenas se abandona la Base Wafer. Se construyó, lógica pura, para atravesar un río, un río llamado Genio. No soporta el peso de más de cinco personas, hace un ruido de mil demonios y se siente inestable, pero es una obra de ingeniería que asombra. Salvando las distancias, su forma es como la del Golden Gate de San Francisco, pero en vez de acero se construyó con todos los materiales decomisados a los pescadores. Es un conjunto multicolor de boyas, redes enrolladas, cuerdas y flotadores puestos de tal manera que incomprensiblemente forman un bello puente.
De ahí para adelante, verde. Dicen que los esquimales tienen varias palabras para nombrar el blanco. Su mundo es blanco, y no tuvieron más remedio que diferenciar entre blancos y blancos. En la Isla del Coco pasa algo parecido con el verde. En el recorrido se ven helechos que parecen hojas de marihuana, musgo suave como esponja que trepa los troncos, hojas grandes como un comal o chiquitas como una moneda, hojas secas y mojadas por doquier y raíces, resbaladizas raíces que apenas permiten que se reconozca el sendero. Y entre todo ese verde, asoman pájaros y más pájaros, y lagartijas y ratas y venados y cerdos.
Después de cuatro horas de deleite y sacrificio, la cima. La cima es una pequeña explanada pelada de no más de seis por cinco metros. Hoy se ve inofensivo, pero alguna vez esto fue el cráter de un volcán. Tirado hay un viejo letrero de madera oscura con letras amarillas. Dice Cerro Yglesias. A unos seis metros, clavado en el suelo, hay otro viejo letrero también de madera oscura, y también con letras amarillas. Dice Cerro Yglesias 634 msnm. Está desfasado, la nueva altura oficial es 574 metros, pero no importa. Acá todos quieren una foto junto al viejo letrero.
Hace calor, pero corre brisa, y el mar que desde abajo parece plateado se ve desde acá arriba más azul que nunca. A la belleza natural se suma esa satisfacción que se tiene cuando uno ha logrado lo que se proponía.
—¿Acá se puede decir Pura vida?
—Claro, este es el lugar ideal —responde alguien.
En verdad, la isla está lejísimos de todo, cruda, y lo único que sobra es vida.


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De vez en cuando ocurren cosas que botan al traste cualquier razonamiento basado en las leyes de la probabilidad. Algo de eso sucedió en la Isla del Coco la tarde del 15 de octubre de 1943.
Si en el Pacífico se trazara una circunferencia que tuviera en sus extremos la Costa Rica continental y las Islas Galápagos, el resultado sería un círculo de más de un millón de kilómetros cuadrados. Todo estaría cubierto por agua excepto el espacio ocupado por la diminuta isla. En números, sería un 99.998% de agua frente a un 0.002% de tierra firme.
Pues bien, el 15 de octubre de 1943, en plena II Guerra Mundial, el piloto Lester R. Ackeberg y su copiloto Robert E. Moore empotraron contra el cerro Yglesias el bombardero “Little Fury”. Lester, Robert y los otros ocho tripulantes murieron. Lo tragicómico del caso es que el avión estrellado sobrevolaba la zona para localizar un hidroavión militar extraviado el día anterior.
Algunos restos del “Little Fury” aún se encuentran en el cerro, ocultos entre lo verde. Es una zona de muy difícil acceso, sin ruta abierta. En 1943, pasaron 10 días desde que el ejército supo dónde se había estrellado hasta que pudieron rescatar los cuerpos.
El avión era el número 799 de los 2,698 bombarderos de la serie B-24D, construidos entre 1940 y 1942, en su mayoría en San Diego, California. Cuatro motores de hélice, un volante similar al de un carro para pilotarlo y su inconfundible parte delantera, acristalada y armada con dos ametralladoras.
Como suele ocurrir en este tipo de tragedias, a los 10 fallecidos les dieron una medalla póstuma, y hoy, 65 años después, no son más que una anécdota para contar a los turistas que pueden permitirse llegar a la isla.
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Cuarto día en Isla del Coco. Toca conocer lo más valioso de la isla. Toca snorkelear. Resulta curioso como, a pesar de tanto llamado desesperado a preservar el castellano, las palabras anglosajonas siguen ganando terreno. Y todo eso que ahora han convenido en llamar deportes extremos son un ejemplo claro: rafting, kayaking, jumping, surfing, snowboarding... snorkeling.
Son pasadas las 2 de la tarde y llueve, pero eso no representa problema alguno para estar bajo el agua. La zodiac se dirige a la isla Manuelita, uno de los mejores lugares, aseguran, para esta práctica. El snorkeling es algo así como el buceo de los pobres. Consiste en ponerse una máscara en la cara, un tubo de plástico en la boca, aletas también de plástico en los pies y un chaleco salvavidas. Este último es opcional. En realidad, todo es opcional. Nada que ver con los costosos tanques de oxígeno y trajes de neopreno.
Sumergidos hay peces con forma de trompeta a los que llaman trompeteros, hay peces regordetes de color amarillo y negro, los hay con forma de media luna y los hay planos. Los hay también plateados, negros, blancos, anaranjados y de todos esos colores mezclados. Apenas hay que moverse para contemplar todo eso y más. Morenas, erizos negros, langostas, cangrejos... tiburones.
Aparecen tres juntos. Los tres son grises con las puntas de la cola y de la primera aleta dorsal blancas. Después alguien explicará que todos los de esa especie son así. Quien les eligió nombre no se rompió mucho la cabeza. Se llaman cazón punta blanca –Triaenodon obesus, diría Montoya–, pueden medir hasta dos metros y se les considera inofensivos si no son provocados. Steven Spielberg y su prodigiosa imaginación.
Los dedos están arrugados después de dos horas de snorkeleada, pero sabe a poco. Además, la isla Manuelita es lugar de anidación de aves. Cuando uno saca la cabeza del agua, lo que ve son decenas de piqueros con sus polluelos. Y los picos de esas aves son azules, blancos, amarillos. Un orgasmo de vida y color dentro y fuera del agua. Pura vida.

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En 1793, un barco llamado HMS Rattler llegó a Isla del Coco. Lo capitaneaba James Colnett, un marino inglés de 40 años. La Marina Real Británica le había encargado identificar en el océano Pacífico rutas y puertos de abastecimiento para la creciente flota de barcos balleneros, naves que permanecían meses, años enteros en alta mar. Entonces había mucho trabajo, había muchas ballenas. Ni siquiera se había escrito aún la novela “Moby Dick”.
En su breve visita, Colnett tuvo tiempo de dibujar un rudimentario mapa del contorno de la isla, de bautizar las dos bahías principales, y de soltar cerdos. Aquí había agua potable, aves, pescado y marisco en abundancia, pero quizá creyó que los marineros, entre ballena y ballena asesinada, preferirían comer algo de chancho. Abandonó unos pocos, y esos pocos se convirtieron en más, en muchos, en plaga. Se estima que la población de cerdos cimarrones —así los llaman— ronda hoy los quinientos ejemplares.
En la actualidad, se ejecuta un proyecto financiado por la cooperación internacional que tiene como uno de sus objetivos erradicar las “especies exóticas invasoras”. El cerdo es exótico en la Isla del Coco, si bien no se refieren solo al cerdo. En los últimos cinco siglos, sin querer queriendo, el hombre introdujo las únicas seis especies de mamíferos que habitan en isla. Además del cuche, hay cabras, gatos como el de Walter, venados cola blanca y dos tipos de rata, también exóticas. Con las plantas ocurrió algo parecido. En Costa Rica, sigue vivo el debate, incluso jurídico, entre quienes creen que hay que eliminarlos y quienes piensan, pasados dos siglos de subsistencia, que se han ganado el derecho a permanecer en la isla.
Cuando dijeron todo esto se desvaneció por completo la idea original, la concebida antes de llegar, de titular esta crónica “La isla perfecta”.


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Cuesta más de un día llegar en barco, pero lo que vuelve la Isla del Coco inaccesible no es la lejanía. Para millones, la barrera infranqueable son los precios. El pasaje más barato en este viaje, el más económico de cuantos se ofertan en la actualidad, costó $1,815. Pura vida para unos pocos. Y en la cifra no se incluyeron los $25 diarios que cobra el Gobierno por día de permanencia, ni tampoco el vuelo hasta y desde San José.
—¿Qué ocurre con las personas que no pueden gastarse $2,000 en una semana?
—En realidad, no le tengo la respuesta. Cuando comenzamos a trabajar, trabajamos con el sector empresarial y con niños en el tema de sensibilización, con prioridad en las zonas costeras. No hemos pensado en abrir la isla a todos los costarricenses, lo que hemos pensado es en llevar la isla allá con afiches, videos, materiales lúdicos, títeres, sombreros con forma de tiburón martillo...
Quien contesta es Álex Cambronero, gerente de proyectos de la Fundación Amigos de la Isla del Coco (FAICO), la institución que, junto a la Organización para Estudios Tropicales (OET), ha coordinado este viaje turístico etiquetado como Biocurso.
FAICO se fundó en 1994, y se autoimpuso como misión conservar la biodiversidad del Área de Conservación Marina Isla del Coco. Para ello, recaudan fondos entre los estratos más altos de la sociedad costarricense. Además de viajes como este, organizan torneos de golf, vendes artículos promocionales y entregan un galardón anual a instituciones benefactoras, como el Banco de Costa Rica y la Corporación de Supermercados Unidos.
Esta fundación fue también la que promovió la inscripción de la isla en el concurso de las maravillas.
—Es lógico suponer que más turistas querrán venir. ¿No es eso una amenaza para un ecosistema tan pequeño?
—Sí, sí lo es, si no se regula.
—¿Sacarla de su relativo anonimato no será contraproducente?
—Eso lo valoramos desde un inicio, pero con las regulaciones...
—¿Regulaciones?
—La Isla del Coco puede tener una capacidad de desarrollo mayor si se dan las condiciones. Por ejemplo, en un sendero solo se permite caminar a grupos de 20 personas; si hubiera 10 senderos, se podría atender a más personas.


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Víctor Acuña es la persona que está al frente del grupo de guardaparques asignados por el Gobierno a la Isla del Coco. Lleva nueve años en este parque nacional, y dice haberse encontrado con seres extraterrestres en numerosas ocasiones. Hasta cuatro veces por semana.
Son las 8 de la noche del 2 de mayo, y Acuña está sentado junto a mí en la barra del Tortuga bar, en la cubierta del barco. Un empleado pasa el aspirador. Hay poca gente, abajo aún están sirviendo la cena. Tiene 37 años, la cabeza rapada al cero, es musculoso, lleva un reloj deportivo en su mano izquierda, y ahora está pidiendo un jugo. No toma nada que tenga alcohol.
La conversación, que no entrevista, está al inicio dentro de lo que dicta la lógica entre un periodista y un funcionario. “No queremos más turistas, sino investigadores”, me dice. De repente, aparece el tema.
—Estoy totalmente convencido de que hay vida en otros planetas.
Ante la cara de extrañeza, se anima a dar el porqué de su convicción. Cuenta cómo entre todos los empleados está extendida la misma idea, cuenta cómo un día se les paró la patrulla en alta mar y un disco volante los iluminó, cuenta incluso que una vez lo regresaron en el tiempo, pero se recrea en especial con un suceso en concreto, el ocurrido el 26 de diciembre de 2004,
—Fue cuando el tsunami. Aunque usted no lo crea, está relacionado. Apareció un disco sobrevolando Wafer, se detuvo y me dio la información: “Estamos extrayendo energía bajo tierra”. Lo estaban haciendo a seis millas de la isla y a 22 kilómetros de profundidad. Los compañeros que salieron a patrullar vieron luces esa noche a seis millas, y hay un historiador que estaba esos días por aquí que tomó una fotografía en la que aparece un disco raro.
La teoría de Acuña, lo dice convencido y convincente, es que los extraterrestres amortiguaron esa noche posibles réplicas en este lado del Pacífico del poderoso terremoto que originó el tsunami en el Índico.
—¿Y no te importa que publique esto?
—Sé que la gente se ríe, pero todo lo que te he dicho es verdad.
Víctor Acuña, repito, es la persona que está al frente del grupo de guardaparques asignados por el Gobierno a la Isla del Coco.


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Son las 5 de la tarde en el aeropuerto Juan Santamaría de San José, la capital. El vuelo de regreso a El Salvador despegará dentro de 25 minutos por la puerta de embarque número 5. Cerca, frente a la puerta 4, hay una tienda llamada Britt Shop que vende recuerdos.
Es un negocio bien iluminado, limpio y amplio. Tiene forma de L y para recorrerlo entero es necesario caminar 36 pasos. Venden variedad, con la única premisa de que identifique al país. Café, ropa con guiños nacionales, artesanías, bisutería, peluches de fauna autóctona. Entre todo eso, hay también muchos y variados objetos que tienen la inscripción “Pura vida”: imanes, camisetas naranjas para mujer, grises para hombre, cachuchas, una pegatina de una iguana surfeando, llaveros...
Se acerca una de las dependientas.
—De la Isla del Coco poco tienen, ¿no?
—Sí, viene muy poco —responde ella con una blanca sonrisa.
—Gracias.
—Un gusto.
La Isla del Coco está fuera del menú turístico que ofrece Costa Rica a sus visitas. No tiene hoteles ni carreteras ni buses ni estadios de fútbol ni puerto ni cementerio. Ahora ha salido del anonimato para convertirse en el estandarte regional de la competencia para la elección de las Siete Maravillas del Mundo Natural. Y lo ha conseguido manteniéndose como es: virginal, enigmática, verde, cruda.
***
Esta crónica fue publicada en la edición del 6 de julio de 2008 de la revista Séptimo Sentido (página 12).
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