Bahía de Jiquilisco. Tan cerca y tan lejos

Todo era diferente hace unas horas. El agua ha sustituido al asfalto; hay lanchas y cayucos donde antes había autobuses y carros; manglar en vez de cemento; verde en lugar de gris; quietud y no zozobra. El hace unas horas eran las agresivas calles de San Salvador. Y el ahora es un lugar llamado bahía de Jiquilisco, reducto de exuberante naturaleza situado a poco más de 100 kilómetros de la capital de El Salvador. Tan cerca y tan lejos.

Es una bahía paradisíaca pero no muchos lo saben.

—¿Y el turismo lo ven como oportunidad o como amenaza?

—Para nosotros sería una oportunidad todo y cuando el turista venga a observar nuestros recursos, no a dañar. La apuesta aquí es el turismo sostenible, el ecoturismo –dice Cristabel Flores, directora de Codepa, una ONG que trabaja en y por la bahía desde hace 11 años.

Turismo sostenible, dice.

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Bautizado por la Nobel chilena Gabriela Mistral como el Pulgarcito de América, El Salvador es el más chiquito país latinoamericano y también el más densamente poblado (una densidad seis veces superior a la de Panamá). Con estas variables no resulta tan sencillo hallar lugares donde el hombre no haya dejado su impronta. Situada en la zona oriental, en un departamento llamado Usulután, la bahía de Jiquilisco representa la mayor extensión de manglares de todo El Salvador. Estos son sus números: 635 km² repartidos entre seis municipios, temperatura promedio mensual superior todo el año a los 20 °C, decenas de especies de reptiles y mamíferos, cientos de especies de aves. Esteros y canales laberínticos, playas blancas e infinitas, islas desiertas e islas habitadas.



En su currículum destacan dos nombramientos. Desde 2005 forma parte del listado de humedales de importancia internacional Ramsar. Y en 2007 la UNESCO le otorgó el título de Reserva de la Biósfera. Pese a estas credenciales, y a que está a menos de dos horas de la capital, la bahía apenas está presente en la cada vez más competitiva oferta turística salvadoreña.

Walter Rojas, de la gerencia de áreas naturales protegidas del Ministerio de Medio Ambiente, prefiere destacar el importante papel ambiental que cumple la bahía, y le apuesta también a un turismo limitado: “Uno de los sueños es fomentar el ecoturismo, ese turismo que comparte con las comunidades, que ayuda a los pobladores y les genera fuentes de ingreso”.

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Amanece en la bahía. El sol no ha salido, pero ya clarea. En la comunidad La Pirraya comienza el vaivén de lanchas que singulariza a los asentamientos pesqueros. Para las más grandes y atrevidas es hora de regresar. Llegan una tras otra, cargadas con el fruto de una larga noche en mar abierto. Para las más pequeñas, al contrario, el amanecer es el arranque de la jornada, el momento ideal para adentrarse en la bahía y probar suerte. Pero todas, grandes y pequeñas, tienen en común la dependencia del mar y los vistosos colores.

El mar ahora está calmado y plateado. En la orilla los primeros en llegar desembarcan grandes peces. Hay bagres, jureles y pargos, pero en poca cantidad. La pesca, dicen todos por acá, está cada vez peor. Sentado sobre la arena, José Ovidio Perdomo, don Ovidio, observa, quizá añorando los largos años en los que él también fue pescador. Alguien muestra orgulloso un robalo de casi medio metro.

—¿Y aún puede ser más grandes?

—Sí –responde–. Hay veces que hasta de 60 libras. Por ahí tienen tendido uno de 25.




Don Ovidio nació junto al mar y todo indica que morirá junto al mar, en La Pirraya. Tiene 58 años, es bajito, los ojos claros y la piel requemada. Ahora trabaja como guardarrecursos, pero antes le tocó de pescador, camaronero, tortuguero y curilero. Es la voz de la experiencia.

—Don Ovidio, ¿y donde se compran estas lanchas?

—Aquí mismo se la pueden fabricar.

Rosendo Castillo –56 años, grueso y cachucha en la cabeza, como casi todos en la bahía– fabrica lanchas de fibra de vidrio, las más solicitadas. Su taller, por llamarlo de alguna manera, está sobre la línea de playa. Es una humilde construcción de palma y madera con techo de lámina que apenas sirve para proteger de la lluvia y el sol las lanchas en ciernes. Él y sus cuatro ayudantes están construyendo ahora una con nevera, para poder pasar varios días en altamar. Es de las que más trabajo requieren. Tardarán nueve días y cobrarán 3,500 dólares por el trabajo.

—A La Pirraya –dice Rosendo, orgulloso– el primero que vino es un cuñado mío que por allí vive. Después me vine yo.

La Pirraya, de hecho, es una comunidad joven y a la que solo se puede llegar en lancha. Hasta hace unas décadas acá no había casas. Pero en los primeros años de la guerra civil que afectó a El Salvador en la década de los 80, decenas de familias desplazadas terminaron aquí. Hoy la conforman más de 200 familias que en su gran mayoría dependen del mar.

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En La Pirraya no hay discotecas ni restaurantes de cinco tenedores ni polideportivos ni museos ni parques de atracciones. Lo que sobra es sol, playas, pescado y tranquilidad. Es un lugar ideal para eso que algunos llaman turismo antropológico. Eso sí, el billar que atiende Esperanza Rivas, el único en toda la comunidad, permite degustar al final del día, sobre la arena y por un dólar, la cerveza más fría y agradecida que uno pueda imaginar.

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El taller de Rosendo está a mitad de camino entre el singular muelle de madera y el vivero de tortugas. Desde hace años funciona en este sector de la bahía una red de guardarrecursos que entre mayo y diciembre están pendientes de los desoves de diferentes especies de tortuga marina: carey, golfina, prieta y baule. Don Ovidio fue por años el encargado del vivero, labor en la que hoy le ha sustituido un joven de 17 años –también de La Pirraya– llamado Moisés García.

—¿Y cuánto tarda en nacer la tortuga carey?

—El manual que nos han dado –responde don Ovidio– dice que entre 55 y 60 días después de la puesta, pero, asegún la temperatura que tenemos actualito aquí, yo sé que nacen siempre a los 55 días. Eso yo lo tengo aquí –y se señala con satisfacción la sien.

Para dentro de cuatro días esperan que una nidada eclosione.

Debido a la merma en las poblaciones, El Salvador decidió el año pasado prohibir todo tipo de comercialización de los huevos de tortugas. Este vivero ofrece a los pobladores tres dólares por cada docena que llevan, y el 100% de las tortugas que nacen son liberadas al mar. Además del beneficio medioambiental, la precisión de don Ovidio para conocer las fechas de eclosión de los huevos han convertido las liberaciones de tortugas en un prometedor reclamo turístico.



Algo similar está ocurriendo con los paseos en lancha o en kayak por el manglar. En coordinación con el Ministerio de Medio Ambiente, las distintas cooperativas y asociaciones comunitarias que conforman Codepa comienzan a ver el filón. Ya se está ofreciendo a los pocos turistas que llegan, por ejemplo, que sean ellos mismos los que recolecten entre el lodo las conchas para luego elaborar cócteles.

Adentrarse en el manglar es toda una experiencia. Con un buen guía y marea alta, uno puede llegar en lancha a canales de agua por los que apenas pasa la embarcación. Sea la hora que sea, ingresar en este laberinto de raíces supone un contacto directo con uno de los ecosistemas más productivos del planeta. La vida se respira. La temperatura baja de forma súbita y el sol se desvanece, al punto que las cámaras fotográficas comienzan a exigir el flash para garantizar imágenes iluminadas.

—Entre más caminemos para adentro, más cerrado –advierte Miguel Rodríguez, el lanchero.

Es hora de retirarse.

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El manglar circunda Puerto Parada, el cantón al que se dirige la lancha y que funciona como una de las dos puertas de acceso y salida a toda la bahía. La otra es Puerto El Triunfo, otro municipio en el que tener una lancha es más codiciado que tener un carro.



Al llegar a Puerto Parada, un grupo de jóvenes ha formado cadenas humanas que se tiran de forma vertiginosa pero sincronizada los cocos llegados a bordo de una barcaza. Hay bromas y buen humor. Los cocos, la única actividad agrícola en todo el sector oriental de la bahía, terminarán casi todos en San Salvador. Al fin de cuentas, la capital y su asfalto y sus carros y su cemento y su gris y su zozobra están a menos de dos horas. Tan cerca y tan lejos de la bahía.

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