Semana Santa cerveza en mano


El otro día el padre Urías vio algo que le escandalizó. Se topó con un cartel promocional de un 'Bikini open' atravesado en la calle. Lo anunciaban para el 1 de abril, Jueves Santo, el día en que los cristianos creen que Jesucristo cenó por última vez. “¿Acaso no tiene días el año? A esas cosas sólo van los muertos en vida, los que tienen el alma oscurecida”.

Son poco más de las 8 y media de la mañana del lunes, y el padre Urías celebra misa en la iglesia de San Esteban, en Texistepeque, un pequeño pueblo ubicado a 80 kilómetros al poniente de la capital salvadoreña. Delante de él, en las primeras bancas y vestidos de rojo sangre, hay un grupo de talcigüines, niños, jóvenes y no tan jóvenes disfrazados para representar el mal. Hace calor.

Los talcigüines de Texistepeque son la tradición más singular de la Semana Santa salvadoreña. Los estudiosos la presentan como una genuina muestra de sincretismo entre las costumbres de la población náhuat local y las que trajeron los conquistadores. La representación aspira a simbolizar el triunfo del bien –Jesucristo– sobre el mal –los talcigüines–.

Se podría resumir así: tras la misa, una horda de talcigüines sale endiablada látigo en mano hacia la plaza del pueblo a fustigar a quien quiera redimir sus pecados y también a quien no.

Durante tres horas hay carreras y latigazos, mientras Jesucristo intenta someter a algunos de ellos en las cuadras aledañas Lo conseguirá, siempre lo consigue, pero al final, pasado el mediodía.

Ahora aún hay calma dentro de la iglesia. El padre Urías habla del 'Bikini open' mientras sigue entrando gente en el templo. Cuando comenzó la misa, la mitad de las bancas estaban vacías.


Edgardo Sandoval tiene 40 años y es talcigüín desde hace 30. “Yo vengo de una familia de talcigüines”, dice orgulloso. Quizá por ello cuenta con resignación que, por haber tenido solo “dos hembritas”, su descendencia no podrá vestirse de rojo. Ser talcigüín parece ser cosa de hombres.

Sandoval es pragmático: “Del 2002 o 2003 para acá ha empezado a extenderse la tradición, y para mí está bien”. Garantiza la continuidad. Recuerda que en el siglo pasado hubo que rescatar del olvido a los talcigüines porque durante algunos años dejó de representarse. Entre masificación y olvido, no tiene dudas. Incluidos los niños, hoy se disfrazarán 37, el triple que hace apenas unos años.

El padre Urías no está tan convencido. Ahora dice que tampoco le hace gracia que haya jaripeos en Semana Santa: “Nosotros, los cristianos, no podemos divertirnos de esa manera”. Oriundo del vecino municipio de Metapán, es el párroco de la iglesia de San Esteban desde enero pasado. Ésta es la primera parroquia a su cargo. El padre Urías tiene 30 años.

“Esto no se trata sólo de divertirse, sino que debería de tratarse de sentir el dolor en el alma”, dice, y sus palabras se apagan al interior de este templo largo, estrecho e incapaz de mantener el fresco. Hace calor.

No se trata sólo de divertirse, reitera el padre Urías, pero en un par de horas la plaza de Texistepeque estará tan llena que costará caminar. Estará llena de gente que quiere una fotografía junto a un talcigüín, de muchachas ceñidas que ensayan su mejor sonrisa, de escotes provocadores, de cumbia y de reguetón, de carretones de sorbetes y de comida rápida, de basura, de ventas de todo tipo, llena de periodistas y de turistas llegados de lejos para filmar las carreras. Estará llena de jóvenes que cerveza en mano piden más latigazos o gritan en coro culeros (homosexuales)a los talcigüines.

Todo eso será cuando terminen esta homilía y esta misa en las que el padre Urías aún se pregunta cuántos vendrán hoy a Texistepeque sólo por diversión, como si no estuviera claro. “Todos ellos han perdido lo más importante: a Dios”, se responde.

Por lo visto son pecadores. Pero Texistepeque es el lugar apropiado. Los latigazos que reparten a diestra y siniestra los talcigüines sirven, dice la tradición, para redimir pecados. Los látigos –también llamados aciales– son de cuatro largas correas de cuero atadas a un mago de madera.


Los latigazos deben darse formando la señal de la cruz, y cuando se dan con ganas, se convierten en LATIGAZOS; así, con mayúsculas, porque duelen y dejan profundas marcas. Casi al final, un talcigüín con la capucha mojada por el sudor se arremangará el brazo derecho y me mostrará el zarpazo sanguinolento que un compañero le hará de forma involuntaria.

En un plano teórico, El Salvador supura cristiandad desde su mismo nombre. El lema de su escudo dice Dios, Unión y Libertad. La capital se llama San Salvador; y las dos ciudades más importantes, San Miguel y Santa Ana. Sin olvidar que el salvadoreño más universal, Monseñor Romero, fue un obispo. Y sin embargo, como en casi todo el mundo, la Semana Santa cada vez se relaciona más con la playa y la cerveza.

La misa finaliza, y los talcigüines –los que comulgaron y los que no– se juntan a un costado de la iglesia. Al poco aparece el padre Urías, se toman unas fotos grupales, luego los bendice y les pide que no golpeen demasiado fuerte. Se regresa a la sacristía y uno minutos después reaparece en el atrio vestido de civil.

—Padre, ¿Usted cree que la tradición aún mantiene el espíritu religioso?
—Yo creo que en los últimos años se ha visto un deterioro de la religiosidad en nuestro pueblo.
—¿A qué se refiere?
—Se han ido secularizando las celebraciones, ¿verdad? Y ya la gente lo ve más como un aspecto de diversión. Se ha perdido un poco el sentido religioso; de hecho, muchas veces ni entran a la misa.

Y en efecto, es a partir de ahora, justo cuando la misa termina, que Texistepeque se llenará.

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