Tempestad sin calma

En unos cantones lo llaman frijol nacido; en otros, prefieren huir de los eufemismos y se refieren a él como frijol podrido. Cuando la cosecha está a punto de ser recogida y llueve en exceso, la semilla se abre, germina y se echa a perder. Eso le ocurrió en noviembre pasado a Esperanza Benito Benito y a miles de familias más. El fruto pierde su salida comercial y suele usarse para alimentar a los animales. Pero desde hace semanas es lo único que Esperanza puede cocinar para su esposo, sus dos hijos y sus dos nietas. Los seis viven en El Salvador, en una casa solitaria de Cangrejera, municipio de La Libertad. Este cantón y esta casa son de los que huyen de los eufemismos. Esperanza admite sin ambages que desayunan, comen y cenan frijoles podridos. 

Los días 7 y 8 de noviembre del 2009 la zona central de El Salvador registró lluvias torrenciales relacionadas con el paso frente a las costas hondureñas del huracán Ida. El pluviómetro ubicado en el Chichontepec, el volcán que domina la región más afectada, registró en seis horas 293 litros por metro cuadrado, la lluvia que tarda ocho meses en caer sobre Madrid. Los deslaves y las inundaciones se cobraron 275 vidas, causaron casi 400 millones de dólares en daños y obligaron a 15.000 personas a refugiarse en albergues. Los periodistas llegaron y se fueron a los pocos días. El Ministerio de Agricultura (MAG) cifró en al menos 50.000 familias las que tuvieron daños en sus cosechas similares a los de Esperanza. Los cultivos más afectados fueron el frijol y el maíz, los pilares nutricionales en el área rural salvadoreña. 

En El Salvador cada familia cultiva en promedio una manzana de terreno, lo que equivale a un campo de fútbol. La siembra arranca en mayo, cuando inicia la temporada lluviosa. Primero el maíz; y en agosto, cuando el maíz se dobla para que se seque, se siembra el frijol sobre el mismo terreno. Las dos cosechas salen en noviembre, y para el grueso de las familias suponen el alimento que ingerirán todo el año. “Con el huracán Ida quienes salieron mayormente afectados fueron las familias pobres, que perdieron sus aves de corral o la parcelita que tenían sembrada; en algunos casos perdieron todo”, dice Jorge Pleitez, director de la Oficina de Política y Planificación Sectorial del MAG.

En un país sin seguros agrícolas, la pérdida de una cosecha es sinónimo de crisis alimentaria. De inmediato la Asamblea decretó Estado de Calamidad Pública, se levantó un censo de afectados, Naciones Unidas aprobó el 3 de diciembre una resolución en la que invitaba a los donantes a ayudar a El Salvador, y el MAG diseñó un ambicioso plan con 21 proyectos de rehabilitación y reconstrucción.

En el sector agrícola, la ayuda comenzó a llegar en forma de pequeños proyectos encaminados a garantizar alimentos en las zonas más afectadas. Con un Estado exhausto financieramente, la Organización de Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) destinó 320.000 dólares de emergencia para repartir entre un millar de familias semillas de hortalizas de rápido crecimiento (rábano, pepino y ejote) para huertos caseros o módulos con diez gallinas ponederas, un gallo y concentrado para varios meses. Ha sido uno de los pocos esfuerzos de asistencia inmediata, con beneficiarios concretos, como Julia Escobar en el cantón El Majahual Arriba o Misael Alfaro en el cantón San José Luna. Pero Delmy Linares, representante asistente de la FAO en El Salvador reconoce las limitaciones: “Si tuviéramos más recursos, podríamos ayudar a más familias.”

Sin embargo, algo que suena tan lejano como el terremoto de Haití alteró todo.

“Hemos tenido un problema con Haití, porque ha acaparado la atención mundial, y los donantes tienden a moverse según el tamaño de la emergencia”, admite Linares. Como FAO solicitaron a la comunidad internacional 1,6 millones adicionales para proyectos de ejecución a medio plazo. No ha habido respuesta. Las cuentas del Ministerio de Agricultura son aún más preocupantes. Su ambicioso plan con 21 proyectos de rehabilitación y reconstrucción se valoró en 32 millones que también esperaban que saliera de la cooperación, pero a mediados de febrero solo habían reunido poco más de 300.000 dólares.

Miles de familias salvadoreñas en los cinco departamentos afectados (La Paz, San Vicente, La Libertad, Cuscatlán y San Salvador) están como la de Esperanza: malviviendo con frijol y maíz nacidos. O peor aún. La poca ayuda llegada se ha concentrado en los lugares en los que, además de cultivos arrasados, las inundaciones dejaron pérdidas en vidas humanas y en infraestructura.

Este será un año largo para los que perdieron sus cosechas. En un país en el que datos oficiales de 2008 indican que la malnutrición afecta en el área rural a uno de cada cuatro niños menores de 5 años, los daños causados por el huracán Ida hicieron que, literalmente, el hambre se juntara con las ganas de comer.

El cantón Cangrejera, en el que vive Esperanza, es uno más en el listado de lugares en los se perdieron las cosechas, pero no las casas ni la vida de algún vecino. Y quizá por eso Esperanza y su familia desayunan, comen y cenan frijoles podridos y tortillas de maíz ennegrecidas. La alternativa a esa dieta es cazar un garrobo o un cusuco, sacar camarones del río Tihuapa o hacer una sopa de mora o de chipilín, hierbas que crecen silvestres. Situaciones parecidas están viviendo Flora Rubio, Óscar Rivera, Norma Hernández o Leónidas Valiente, vecinos todos del mismo cantón.

Consuelo Huezo, lideresa del grupo y también residente en Cangrejera, se queja de que el agro se siga viendo como un elemento secundario cuando toca rehabilitar y reconstruir. Si los recursos escasean, como ocurre casi siempre en Centroamérica, la prioridad parece ser siempre los albergues, las casas y los puentes de aquellos lugares donde llegan las cámaras de televisión. “Cuando explicamos al Ministerio de Agricultura nuestra situación, lo primero que nos preguntaron fue cuántos muertos ha habido; pues gracias a Dios ni uno, les dije, pero tuvimos pérdidas en los cultivos. Y ahí se acabó toda la ayuda”, se lamenta Consuelo, un lamento compartido este año en los valles que rodean el volcán Chichontepec.


Semana Santa cerveza en mano


El otro día el padre Urías vio algo que le escandalizó. Se topó con un cartel promocional de un 'Bikini open' atravesado en la calle. Lo anunciaban para el 1 de abril, Jueves Santo, el día en que los cristianos creen que Jesucristo cenó por última vez. “¿Acaso no tiene días el año? A esas cosas sólo van los muertos en vida, los que tienen el alma oscurecida”.

Son poco más de las 8 y media de la mañana del lunes, y el padre Urías celebra misa en la iglesia de San Esteban, en Texistepeque, un pequeño pueblo ubicado a 80 kilómetros al poniente de la capital salvadoreña. Delante de él, en las primeras bancas y vestidos de rojo sangre, hay un grupo de talcigüines, niños, jóvenes y no tan jóvenes disfrazados para representar el mal. Hace calor.

Los talcigüines de Texistepeque son la tradición más singular de la Semana Santa salvadoreña. Los estudiosos la presentan como una genuina muestra de sincretismo entre las costumbres de la población náhuat local y las que trajeron los conquistadores. La representación aspira a simbolizar el triunfo del bien –Jesucristo– sobre el mal –los talcigüines–.

Se podría resumir así: tras la misa, una horda de talcigüines sale endiablada látigo en mano hacia la plaza del pueblo a fustigar a quien quiera redimir sus pecados y también a quien no.

Durante tres horas hay carreras y latigazos, mientras Jesucristo intenta someter a algunos de ellos en las cuadras aledañas Lo conseguirá, siempre lo consigue, pero al final, pasado el mediodía.

Ahora aún hay calma dentro de la iglesia. El padre Urías habla del 'Bikini open' mientras sigue entrando gente en el templo. Cuando comenzó la misa, la mitad de las bancas estaban vacías.


Edgardo Sandoval tiene 40 años y es talcigüín desde hace 30. “Yo vengo de una familia de talcigüines”, dice orgulloso. Quizá por ello cuenta con resignación que, por haber tenido solo “dos hembritas”, su descendencia no podrá vestirse de rojo. Ser talcigüín parece ser cosa de hombres.

Sandoval es pragmático: “Del 2002 o 2003 para acá ha empezado a extenderse la tradición, y para mí está bien”. Garantiza la continuidad. Recuerda que en el siglo pasado hubo que rescatar del olvido a los talcigüines porque durante algunos años dejó de representarse. Entre masificación y olvido, no tiene dudas. Incluidos los niños, hoy se disfrazarán 37, el triple que hace apenas unos años.

El padre Urías no está tan convencido. Ahora dice que tampoco le hace gracia que haya jaripeos en Semana Santa: “Nosotros, los cristianos, no podemos divertirnos de esa manera”. Oriundo del vecino municipio de Metapán, es el párroco de la iglesia de San Esteban desde enero pasado. Ésta es la primera parroquia a su cargo. El padre Urías tiene 30 años.

“Esto no se trata sólo de divertirse, sino que debería de tratarse de sentir el dolor en el alma”, dice, y sus palabras se apagan al interior de este templo largo, estrecho e incapaz de mantener el fresco. Hace calor.

No se trata sólo de divertirse, reitera el padre Urías, pero en un par de horas la plaza de Texistepeque estará tan llena que costará caminar. Estará llena de gente que quiere una fotografía junto a un talcigüín, de muchachas ceñidas que ensayan su mejor sonrisa, de escotes provocadores, de cumbia y de reguetón, de carretones de sorbetes y de comida rápida, de basura, de ventas de todo tipo, llena de periodistas y de turistas llegados de lejos para filmar las carreras. Estará llena de jóvenes que cerveza en mano piden más latigazos o gritan en coro culeros (homosexuales)a los talcigüines.

Todo eso será cuando terminen esta homilía y esta misa en las que el padre Urías aún se pregunta cuántos vendrán hoy a Texistepeque sólo por diversión, como si no estuviera claro. “Todos ellos han perdido lo más importante: a Dios”, se responde.

Por lo visto son pecadores. Pero Texistepeque es el lugar apropiado. Los latigazos que reparten a diestra y siniestra los talcigüines sirven, dice la tradición, para redimir pecados. Los látigos –también llamados aciales– son de cuatro largas correas de cuero atadas a un mago de madera.


Los latigazos deben darse formando la señal de la cruz, y cuando se dan con ganas, se convierten en LATIGAZOS; así, con mayúsculas, porque duelen y dejan profundas marcas. Casi al final, un talcigüín con la capucha mojada por el sudor se arremangará el brazo derecho y me mostrará el zarpazo sanguinolento que un compañero le hará de forma involuntaria.

En un plano teórico, El Salvador supura cristiandad desde su mismo nombre. El lema de su escudo dice Dios, Unión y Libertad. La capital se llama San Salvador; y las dos ciudades más importantes, San Miguel y Santa Ana. Sin olvidar que el salvadoreño más universal, Monseñor Romero, fue un obispo. Y sin embargo, como en casi todo el mundo, la Semana Santa cada vez se relaciona más con la playa y la cerveza.

La misa finaliza, y los talcigüines –los que comulgaron y los que no– se juntan a un costado de la iglesia. Al poco aparece el padre Urías, se toman unas fotos grupales, luego los bendice y les pide que no golpeen demasiado fuerte. Se regresa a la sacristía y uno minutos después reaparece en el atrio vestido de civil.

—Padre, ¿Usted cree que la tradición aún mantiene el espíritu religioso?
—Yo creo que en los últimos años se ha visto un deterioro de la religiosidad en nuestro pueblo.
—¿A qué se refiere?
—Se han ido secularizando las celebraciones, ¿verdad? Y ya la gente lo ve más como un aspecto de diversión. Se ha perdido un poco el sentido religioso; de hecho, muchas veces ni entran a la misa.

Y en efecto, es a partir de ahora, justo cuando la misa termina, que Texistepeque se llenará.
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