Vivir en La Campanera

Hay quien cree que los asesinados sienten. El alma, dicen, se aferra al cuerpo hasta que lo entierran, y en esas horas hasta la sepultura, la presencia cercana de amigos y familiares sirve para que Lucifer no se lleve el espíritu. Solo funciona si no ha transcurrido mucho tiempo. Si el cadáver estuvo pudriéndose varios días en una zanja o un cafetal, el demonio ya hizo lo suyo, y en el velorio no hay nada que resguardar. Pero esos casos son los menos. Lo habitual es que alma y cuerpo estén juntos dentro del ataúd. Por eso a veces los sobresaltos. Dicen que el asesinado siente cuando el asesino está en el velorio, y su cuerpo sangra por algún orificio –nariz, orejas, boca– un líquido a veces rojo, a veces amarillento.

La joven Marta es de las que cree. Lo escuchó desde siempre en su hogar, y lo vivió cuando le asesinaron a un pretendiente llamado Édgar. Lo mataron un día después de haberle negado un beso. Marta no fue al velorio, pero sí al entierro. Antes de sepultarlo, abrieron la caja, y cuando se asomó, vio cómo Édgar le agradeció su presencia relajando su ceño fruncido y esbozando una leve sonrisa. Ese asesinato transformó en verdad inamovible lo que hasta entonces era nomás creencia. Hubo antes y después más muerte en la vida Marta, pero fue aquella tarde cuando se convenció de que los asesinados sienten.

Y triste pero convencida regresó a su pequeña casa, en el reparto La Campanera.

***
Aquí se rodó La vida loca, el documental sobre pandilleros que le costó la vida a su director: Christian Poveda. Es cierto que el reparto La Campanera tenía mala prensa desde antes y que su elección no fue casual, pero el estreno de la película –y el efecto amplificador del asesinato– resultó como echar sal sobre una llaga. La Campanera está hoy asociada a las maras como Roswell a los ovnis o Cannes al cine. En el imaginario colectivo decir La Campanera es decir violencia. Sin matices. Y esto ocurre en El Salvador, un país del que el Departamento de Estado gringo dice que tiene una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo, un país sobre el que el Gobierno español aconseja no subirse a los buses. Seguramente haya ciudades finlandesas, australianas o argentinas que tengan barrios con aura de conflictivos, siempre las hay, pero La Campanera tiene esa etiqueta en El Salvador. No pocos salvadoreños cuestionaron mi cordura al saber de mis visitas para escribir este relato.

Con unos 250.000 habitantes, Soyapango es la tercera ciudad más poblada del país. Está anexada a la capital, San Salvador, al punto que cuesta saber cuándo se sale de una y se ingresa en la otra. En la zona norte del municipio está el cantón El Limón, y dentro de ese cantón, La Campanera. Es una colonia joven, que aún no cumple los 20 años, y que casi desde su fundación tuvo presencia de la pandilla Barrio 18. En La Campanera vivió Ernesto Mojica Lechuga, “el Viejo Lin”, al que la Policía llegó a considerar como el dieciochero que llevaba la palabra para todo el país.





Extorsión, asesinato, miedo, granadas o desmembramientos son palabras que han acompañado la cobertura mediática sobre esta colonia durante la última década. Pero cuando uno cierra los ojos, en La Campanera se escuchan los mismos sonidos que en cualquier otro lugar: la campanilla del paletero, el crujido metálico de los tambos de gas al chocar, autobuses en ralentí, el chirrido de un columpio sin engrasar…

La Campanera son más de 2.100 casas, y su población ronda los 10.000 habitantes. La mitad de los alcaldes del país gobiernan municipios con menos gente. La estructura de la colonia es simple: una carretera de 600 metros de longitud recta y amplia, y decenas de pasajes peatonales largos y estrechos que salen a un lado y otro desde la calle principal hasta los confines. Vista desde el aire parece una gigantesca espina de pescado sin cola ni cabeza. Al fondo están la escuela y el punto de buses de las rutas 49 y 41-D. Más al fondo, la cancha de fútbol. Después, cerros, la nada.

La primera vez que entré fue el 13 de septiembre de 2009, apenas cuatro días después de haber despedido a Poveda en su misa-funeral. Aún no estaba militarizada. Cuando la atravesé, lo hice con la grabadora encendida, para registrar primeras impresiones: “Bueno, ya estamos en La Campanera. Hay iglesias evangélicas. Tienditas. Gente sentada en bancas rojas, todo se ve rojo, parece que el Frente está fuerte. Tiendas. La bajada es pronunciada. Un camión de agua Cristal. Imágenes del Che y de Martí. Casitas de bloque. Grandes túmulos. Otra pintada, esta vez del Che Guevara con Monseñor Romero. Otra iglesia evangélica. Tiendas con rejas. Grandes pintadas del Barrio18. Pares de tenis colgados”.

La verdad es que no se ve tan fea, resumí en mi libreta. Apenas ha cambiado nada desde entonces.

La mayoría de las casas son de bloque y tejas, con agua potable, luz y teléfono. Dignas si se tiene en cuenta la situación del país. Hay servicio de recolección de basura, e incluso cuenta con una planta de tratamiento de aguas negras. Y quien se lo puede permitir dispone de televisión por cable o internet. La colonia, sin embargo, aparece citada en el Mapa de Pobreza Urbana que este año presentó el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. En La Campanera en efecto hay pobres y muy pobres, pero lo que la singulariza es el estigma, la exclusión. Siempre ha estado en boca de todos, y casi nunca por razones positivas.

—Ni siquiera los salvadoreños quieren entrar en esta colonia –me dirá un día de estos Alba Dinora Flores, una maestra de la escuela.

***

Tarde del 19 de mayo, miércoles. 
Pregunto a Alba Dinora por los robos en la escuela, se toma unos segundos para escarbar en su memoria, pero nada. Nunca nadie ha entrado a robar en los siete años que lleva asignada al centro, a pesar de que nadie cuida en la noche, y adentro hay abundante comida –frijol, leche en polvo, arroz, bebidas fortificadas– y hasta un lote de computadoras donadas que no se utilizan porque no hay dónde.

—Los muchachos no es que sean santos –otro día me dará su versión de la paradoja la madre de un pandillero–, pero ellos cuidan, cuidan su gente, su casa, su colonia, todo eso. Acuérdese que todos somos humanos. Si uno se mete con una persona, sabe que se lo van a sonar, pero si uno no se mete con nadie, nadie se mete con uno.

La falta de espacio es pues el mayor problema en el Centro Escolar La Campanera. El edificio es una galera larga y estrecha, con techo de lámina, pintado de azul y blanco, y situado junto a un diminuto patio sin asfalto. En la entrada ondea tímida una bandera de El Salvador, y en los muros hay letreros que dicen Deporte sí, violencia no, o Por una sociedad diferente, pero nadie los mira. Al fondo están los baños, compartidos por alumnos, alumnas y docentes, con sus paredes llenas de recordatorios entre los turnos de la mañana y de la tarde. Solo se enseña hasta octavo grado porque no hay más aulas. Después toca elegir entre dejar los estudios o jugarse la vida.

—Los matan si salen fuera de La Campanera –me dice Alba Dinora como quien da la hora. Me suena exagerado, pero otro día lo entenderé.

Alba Dinora es la profesora de séptimo y octavo, los grados que cursan la mayoría de los pandilleros.

—¿Usted no preferiría enseñar en otro lugar?
—Pues… no. Violencia hay en todas las escuelas, y aquí los pandilleros al menos respetan nuestra autoridad. A no ser que se tenga un problema con ellos, para los que vivimos o trabajamos aquí es tranquilo.
Esta noche asesinarán a la propietaria de una tienda en el pasaje J por no pagar la renta. Por lo visto, tenía un problema.

Casi una decena de los alumnos que iniciaron curso con Alba Dinora están detenidos o han huido. Entre los que quedan sigue habiendo pandilleros, pero son más los jóvenes cuya única relación con la pandilla es haber crecido junto a ellos, en las mismas aulas, en los mismos pasajes. Sin embargo, todos ellos, pandilleros y no pandilleros, pagan un caro peaje por ser jóvenes en La Campanera: adentro de la colonia, represión; y afuera, los que se atreven a salir se exponen a que otras maras los asesinen por el simple hecho de vivir en La Campa.

Alejandro Gutman lo sabe. Él es argentino y vive en Estados Unidos, pero conoce de pandillas más que la mayoría de los tomadores de decisión. Gutman preside la ong Fútbol Forever, una de las pocas que se ha atrevido a trabajar en La Campanera. La escuela es su base. Hace exactamente una semana me llamó por teléfono para, sin pretenderlo, radiografiarme la colonia: “Son comunidades que tienen en sus entrañas pandilleros, que son en muchos casos hijos, primos, conocidos o amigos de la gente que vive allá. Y esto no significa que estén apañados o que se lucren de las fechorías, sino es lo que es, es lo que tenemos, y con lo que hay que aprender a trabajar”.

La escuela sintetiza la complejidad del fenómeno de las pandillas. Es un punto de encuentro que a veces también funciona como casa comunal y hasta ha servido para acoger velorios. Lo que ahí ocurre bota por tierra la recurrente y mediática teoría que dibuja La Campanera como un lugar en el que 10.000 personas viven sometidas por 20, 50 o 100 pandilleros; y que extirpado este grupo, se resolverá el problema.

***

Mañana del 5 de junio, sábado. 

—¡¡¡Huevonazos!!! –grita el cabo.

Hoy hay más movimiento del habitual en La Campanera. Los militares están en campaña de fumigación, y las bombas termonebulizadoras zumban. Los policías no fumigan, pero un grupo de ellos lleva un buen rato calle arriba, calle abajo en el pick up Mazda de la corporación. Ahí suben otra vez y, al pasar sobre el primer túmulo, suenan la sirena una fracción de segundo, pero suficiente para irritar al cabo fornido que está parado sobre la acera.

—¡¡¡Huevonazos!!!

Es evidente que quería que lo escuchara. Ve que le sonrío la gracia y se anima.

—Ya quisiera ver a uno con nosotros…
—¿Un pick up? –pregunto, un tanto desconcertado.
—No, a una de esas niñas. ¡Pa’que sepan lo que es trabajar!

La Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil conviven en La Campanera desde noviembre, pero rara vez patrullan juntos. Los que más se mueven son los soldados; chacuatetes, los llaman. Se les ve pasar a cada rato en grupos de tres o cuatro y armados con fusiles de asalto M-16 o Galil. En su afán por diferenciarse de las niñas, se aplican con mayor dureza. “Los soldados pegan más a lo loco”, me dirá otro día Whisper, un pandillero. Irónicamente, en la pandilla hombría y violencia también son valores asociados.

Delmy Chávez es una madre que ronda los 40, de carácter fuerte, y que pertenece a la directiva comunal. Es muy crítica con la labor desarrollada por la Fuerza Armada y la Policía.

—Nosotros no queremos, y ahí quiero que lo ponga usted, no queremos represión. Lo que queremos son oportunidades, talleres de formación para los jóvenes. Venga de donde venga la violencia hay que erradicarla.

En mis días en La Campanera se sucedieron los testimonios de golpizas, tratos vejatorios, registros bajo lluvia intensa, manoseo a jovencitas y sobornos protagonizados por policías y soldados. En la colonia se aplica de facto la presunción de culpabilidad, sobre todo con varones de entre 14 y 18 años. La presión es tal que algunas iglesias han tenido que extender documentos sellados para que sus jóvenes puedan salir de sus casas, algo así como un salvoconducto.





Y si esto ocurre con cualquier joven, con los pandilleros tatuados la presión es mucho mayor. Hace cuatro días, el 1 de junio, hubo operativo. Una docena de pandilleros se habían reunido en una casa, alguien dio el soplo, y las autoridades cayeron con todo en torno a las 9 y media de la mañana. Hubo macanazos, gases, puntapiés, culatazos. “Las patadas en la espinilla con las botas militares duelen”, me dirá uno de los detenidos. Rompieron vidrios, puertas, un televisor y la PlayStation en la que jugaban fútbol. Los descamisaron, los tumbaron, más patadas, llegaron vecinas, madres, hermanas a hacer bulla, un bebé de 11 meses cargado por su abuela recibió en la frente un culatazo con un Galil, los cargaron en pick up y se los llevaron a la delegación de Ilopango. Los retuvieron tres días. Más patadas. A Whisper lo golpearon con unas esposas, y todavía hoy tiene la marca sanguinolenta en su omoplato derecho. Después de tres días retenidos, todos recuperaron la libertad sin cargos.

Es mediodía y la campaña de fumigación ha terminado. “Nosotros estamos aquí para apoyar”, me dice satisfecho el coronel Carlos Benning Rivas, el responsable de los 400 elementos con los que el Gobierno militarizó el área.

Nada es blanco o negro en La Campanera. La labor del Ejército aquí es aplaudida por muchos y censurada por otros. En medio, una paleta de matices en función de la cercanía hacia los pandilleros o del respeto que uno sienta por los derechos humanos. La mayor presencia del Estado aquí ha servido, en el mejor de los casos, para sustituir una violencia por otra y para imponer la idea de que todo joven es culpable hasta que demuestre lo contrario.

Entrada la tarde, cuando ya me retiro, una pareja de policías me ordena detener el carro. Un agente joven, chele y rapado al que los pandilleros apodan Metralleta se acerca y me pide que salga del auto.

—Salga del auto, las manos a la vista.

Obedezco y entrego mis documentos.

—¿Dónde vive usted?
—En San Salvador.
—¿No vive en la Santísima Trinidad?

La tarjeta de circulación del carro conserva mi vieja dirección. Es obvio que han estado averiguando. Les explico. Metralleta me ordena abrir el maletero, revuelve todo, desmonta y saca la llanta de repuesto. Como el asunto se torna serio, termino por entregar la credencial de prensa al otro agente, que ha permanecido callado y con la mano sobre la pistola. Se retiran, me hacen esperar 12 minutos más y luego me dejan ir.

Presunción de culpabilidad, pienso.

***

Mañana del 23 de mayo, domingo. 
Johana al fin apareció. Me cuentan que la enterraron hace dos días.

Supe de ella el miércoles, pero entonces ni sabía siquiera que se llamaba Johana. Entonces era solo una fotografía en la parte de atrás del autobús de la ruta 41-D que me subió hasta La Campanera. Una imagen en blanco y negro de una jovencita de pelo largo y liso, y con una mirada poderosa y alegre. Había desaparecido en la tarde del 7 de mayo al salir del Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno La Coruña, siempre en Soyapango. Me acaban de decir que su cuerpo apareció el jueves en un cafetal situado no muy lejos del colegio.

Otro día sabré que su nombre completo era Stefany Johana León Vides. Tenía 16 años y estudiaba primer año de bachillerato. Quería ser doctora. La familia era cristiana, se congregaban en la Iglesia de Cristo Elim. Desde hacía más de una década vivían en el pasaje J de La Campanera. No debían nada a nadie, la suya era una vida apegada a principios cristianos, alejada de cualquier vinculación siquiera afectiva con las pandillas. Creyeron que eso era suficiente para enviar a estudiar a su hija a un colegio del que tenían buenas referencias. Pero el reparto La Coruña es territorio de la Mara Salvatrucha. Se la llevaron y, antes de asesinarla, la interrogaron para que les dijera algo que no sabía: quién era en La Campanera el palabrero del Barrio 18. Dicen que le cosieron la boca y le desfiguraron el rostro.

A Johana la asesinaron solo por ser de La Campanera.

Como ocurre casi siempre en estos casos, la familia de Johana –padre, madre y dos hermanos pequeños– se fue la colonia.

***

Noche del 25 de mayo, martes. 

Cae la noche, hora de cultos. También en el Tabernáculo Bíblico Bautista Amigos de Israel La Campanera. Óscar Mauricio Escobar, el pastor, camina sobre la tarima de relucientes baldosas, un oasis de pulcritud en un edificio que más parece diseñado para albergar un taller. Enfrente, cabizbajos, una veintena de mujeres y niños cantan –susurran– una canción que habla de manos limpias y corazones puros. Cuando termina, el fondo musical se mantiene, y el pastor Escobar se acerca el micrófono. Llueve recio, como si hubiera una carrera de caballos en el tejado, pero los parlantes son más poderosos.

—Queremos ocupar un momento, Señor, para orar por nuestro país. Queremos orar, Señor, también por el sector donde tú nos has permitido vivir...

El pastor Escobar es joven, 30 años, y lleva más de dos aquí, tiempo en el que ha podido comprobar que la mayoría de los pandilleros son, dice, jóvenes que han crecido en el evangelio, hijos de hermanos en Cristo.

—…queremos orar por la juventud, queremos orar, Señor, por la niñez. Queremos pedirte que seas tú, Señor, quien guarde a nuestros niños y a nuestros jóvenes, Señor, de la delincuencia, de las pandillas, Señor. Padre, ayúdanos. Nuestros hijos constantemente, Señor, están en riesgo, Señor, tienen dificultades. Bendice las escuelas, Señor, bendice a los maestros, bendice cada centro de estudios, Señor. Bendice a nuestros gobernantes. Y bendice nuestra iglesia, Señor. Ayúdanos a ser agentes de cambio propositivos, a dar algo mejor a este mundo, cuanto más sabiendo que tu venida está cerca, Señor.





Pero parece como si el Señor no escuchara el torrente de plegarias que salen de esta colonia: la violencia no cesa y las consecuencias del estigma no se atenúan. Hablé con dos pastores distintos, y ninguno sabía la cifra exacta, pero calcularon que hay alrededor de diez iglesias en La Campanera, sin contar la práctica habitual de los cultos en viviendas. En realidad, todo Soyapango es un hervidero de fe. Hay más iglesias que centros escolares o campos para jugar fútbol. Algunas se anuncian con pintadas en paredes y en pasos a desnivel, como si fueran un taller o un detergente.

—¿Por qué tantas iglesias? –le pregunto al pastor Escobar cuando termina el culto.
—Por la necesidad que hay las iglesias ven oportunidades, creo yo. No estamos hablando de oportunidades económicas, usted ve las condiciones aquí, pero sí quizá en el tema de ganar personas para Cristo. La gente, en general, vive bajo un cierto temor, vive bajo incertidumbre, y a eso súmele los problemas laborales, los problemas económicos.
—¿Cree que una iglesia es más necesaria aquí que en la Escalón?
—Sí, definitivamente.

La sede central del Tabernáculo está en la exclusiva colonia Escalón, en San Salvador. El pastor Escobar ha sentido el estigma de La Campanera allí también. Cuando llegan como comunidad y los anuncian por megafonía, siente el peso de las miradas, el escrutinio, el temor mal disimulado de los acomodadores y del resto de los hermanos. Y luego están las bromas de otros pastores.

—A mí me han dicho el de La vida loca, me han dicho Poveda junior. Cuando llevaba rapado el pelo me decían el Viejo Lin.

El estigma es como una mancha de óxido en una camisa blanca; una vez que se tiene resulta casi imposible que desaparezca. Hay ciudades y países que tienen fama de tacaños o de haraganes o de altaneros, pero los residentes en La Campanera se quedaron con el estigma de ser violentos. Por eso se ven obligados a escribir otra dirección en los currículum vitae. Y quizá por eso también son tan pocos los apoyos en materia de prevención.

—Una de las cosas que a mí me han llamado la atención –me dice el pastor Escobar– es que todo mundo habla de La Campanera, pero casi nadie hace nada por ayudar acá. Veamos la empresa privada o las fundaciones, todas dicen que ayudan, pero aquí, donde más se necesita, uno no ve nada.

***

Tarde del 13 de junio, domingo. 

A esta hora la selección de Alemania se enfrenta a Australia en Sudáfrica, pero en La Campanera hay quien prefiere ver el Colo-colo contra el Sureños. El partido se juega sobre una cancha que es más cuadrada que rectangular, que solo tiene grama en las esquinas, y que está delimitada por líneas negras y no blancas, hechas con el aceite quemado de los buses. Sin embargo, en los últimos 12 meses pasaron por aquí tres mundialistas: el francés Christian Karembeu, el argentino Marcelo Bielsa y el colombiano Carlos Valderrama. Los trajo la ong Fútbol Forever.

Bielsa estuvo en diciembre y dijo algo que también hoy aplica.

—Tengo una crítica a todo lo que vi aquí: que no están los viejos. Los viejos son los que cuentan la historia, los que dan sentido de pertenencia. Está bien que uno quiera crecer, pero este es el origen, esta es la esencia, y nunca hay que olvidarlo.

Domingos como el de hoy, con jóvenes y no tan jóvenes, pero sin viejos, se repiten desde hace un mes. Son resultado de un esfuerzo de la directiva comunal y del involucramiento de los motoristas de la ruta 49. Hay dos ligas –una de jóvenes y otra de papi-fútbol–, con seis equipos cada una, que canalizan el entusiasmo futbolero de la colonia. Los jugadores pagan por jugar, para reunir el dinero para el árbitro, pero esto no es obstáculo.

Se trata de uno de los escasos esfuerzos de integración surgidos en los últimos meses, y se gestó dentro de la colonia. El Sureños, que ahora juega de rojo, acoge a un buen número de pandilleros. Para disputar los partidos, la directiva tuvo que pedir a la Policía y al Ejército que relajaran su presión.

—Poco saldrás tú de La Campanera, ¿no? –pregunto a Whisper, el pandillero. Tiene 16 años y juega en este equipo.
—¿Salir yo? Solo cuando me llevan preso.

El partido termina 10 a 2, derrota de Sureños. Y todos tan contentos.





Son casi imperceptibles ante los rugidos que creen que las pandillas solo se deben combatir con mano dura o militarización, pero hay voces que cuestionan los modelos represivos y creen en soluciones más incluyentes. El alcalde de Soyapango, Carlos Ruiz, un día vino acá a decir sin matices que hay que trabajar con los pandilleros, y el discurso de la ong Fútbol Forever va en la misma línea. Todo pasa, dicen, por saber que hay pandilleros y pandilleros. Están los irrecuperables, pero también hay otros que tienen inquietudes y aspiraciones más allá de la pandilla.

—Y si los militares molestan a los cipotes –me dice la madre de uno en la plática después del partido–, ¿en qué vienen a terminar? En hacerse mejor de la calle.
—¿Y sabe por qué? Porque no tienen otra salida –agrega Delmy Chávez–. Si el muchacho no está en nada, lo friegan; y si está, también.
—Entonces, mejor estar, ¿no? –se pregunta en voz alta la madre, a la espera quizá de una respuesta que la convenza.

***

La idea inicial que vendí a mi editor era vivir en La Campanera, alquilar casa y pasar una semana para registrar la cotidianidad. Fue paradójicamente Gutman, el argentino que desde Fútbol Forever más trabaja por rehacer el nombre de la colonia, quien me sugirió que no, que subiera los días que fuera necesario, pero que evitara las noches.

—No es tu ámbito, vos sabés. Sos ajeno, y en la noche hay muchos que se pasan de rosca, ¿y para qué? –me dijo.

La Campanera aún es una colonia en la que hay que pedir permiso a los pandilleros para que llegue un periodista, donde la autoridad golpea y ultraja con impunidad, en la que calzar unas Nike Cortez es buscarse problemas con los unos y con los otros, en la que hay gente que critica los golpes de los soldados y calla ante los disparos de los pandilleros, en la que los reportajes deben terminar con una advertencia de que se han modificado nombres de fuentes.

—El estigma –me dijo Gutman– lo hacen más el periodismo y la sociedad entera cuando presenta a toda una comunidad como si fuera Vietnam, y la realidad es que el 99% de las personas es gente maravillosa.

Quizá exagera el porcentaje, pero Gutman acierta en que el grueso de las historias de vida en La Campanera son, a pesar de la convivencia tan estrecha con la muerte, historias de dignidad. Como la de Sherman, un pastor que desde la religión trata de despertar conciencias entre los jóvenes; o la de Grecia, una guapa joven que quiere convertirse en modelo; o la de José, motorista de la ruta 49 y motor de la liga de papi-fútbol que cada domingo insufla vida a la colonia; o la de Kenia, que con prudencia e ingenio está logrando estudiar computación en un sector de Soyapango controlado por otra mara. Todos ellos fueron y son víctimas de la violencia y del consecuente estigma. Ellos cargan la cruz que supone vivir en La Campanera.

—¿Pero dónde hay más dignidad? –se pregunta Gutman– ¿En los que vivimos fuera con comodidades o en aquellos que están acá y se las arreglan todos los días para salir a trabajar y mantener a su gente?

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(Los nombres de algunos personajes y lugares de este relato se han modificado por razones de seguridad.)
Esta crónica fue publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro.

Tres millones de mauricios

(Fotografías de Frederick Meza/www.elfaro.net)

Sentada sobre su propia sangre supo que algo andaba mal. Seis semanas faltaban para salir de cuentas pero el niño se retorcía por salir. Sintió una punzada lenta y larga, apretó los ojos y con su mano comprobó que los pies estaban fuera. Venía al revés.

—Me dio nerviosidad.

Estaba pariendo tirada en el corredor de una casona, en un cantón perdido de un ignoto pueblo llamado Monte San Juan. Las únicas ayudas disponibles eran la voluntad de Mauricio, su marido, y el recuerdo de un consejo que años atrás le había dado su padre: si te llega a ocurrir esto, cuando nazca le cortás el cordón tres dedos debajo de la tripita, buscás un cañamito, lo desinfectás con alcohol, te lavás bien las manos y le metés la Gillette.

El fruto de su vientre cayó al piso sin dificultad cuando él le apretó la barriga con fuerza.

—Así era el bichito –y con las manos Mauricio simula algo del tamaño de un plátano–, chiquito y clarito-clarito, y amarillo, y las manos bien largas.

Mauricio tomó la iniciativa. Salió a buscar a un cuñado y le pidió que fuera hasta Cojutepeque en bicicleta a comprar lo necesario. Cuando regresó, tenía el cañamito elegido y cumplió como un soldado las instrucciones: alcohol, manos limpias, tres dedos, Gillette. Después agarró el feto y lo miró asustado.

—Ahí deseé que se muriera… No se le veía forma de gente, clarito y amarillo, como que era muñequito de hule…

Era el octavo embarazo, pero el primero que nacía sietemesino, desproporcionado y amarillento. Convencidos de que nada se podía hacer, ni siquiera buscaron un doctor. La decisión fue esperar, dejarlo en las manos de Dios, como le gusta decir a Mauricio. Aquella noche del 19 de abril del año 2000, se acostaron resignados, una resignación que quizá solo quienes conocen el verdadero significado de la Pobreza puedan comprender. Y juzgar.

***

El presidente de El Salvador, Mauricio Funes, parece tenerlo claro. Así lo dijo en uno de sus discursos: “Un pueblo es libre cuando puede alimentarse, un pueblo es libre cuando tiene acceso a la educación y a la salud, un pueblo es libre cuando su población tiene oportunidades de empleo y de desarrollo, y por supuesto, un pueblo es libre cuando sus hombres y mujeres se sienten seguros y pueden salir a la calle sin miedo”. Si tiene razón, el presidente preside un país de no libres.

La última Encuesta de Hogares de Hogares Múltiples, la principal herramienta con la que el Gobierno monitorea los indicadores socioeconómicos, se presentó en junio de 2009. Cuatro de cada diez hogares salvadoreños resultaron en situación de Pobreza extrema o relativa. Esa era la situación cuando se hizo la encuesta, a lo largo de 2008, justo antes de la crisis económica que zarandeó el país y provocó que decenas de nuevos asentamientos de plástico, cartón y lámina surgieran como los hongos después de una tormenta. Con una población estimada en 6.2 millones de habitantes, resulta hasta conservador calcular en 3 millones los pobres que hoy hay en El Salvador.

Mauricio Ramos Vásquez es uno de ellos, Mauricio es uno entre tres millones.

—Pero yo tengo esa fe en Dios. Y fíjese, don Roberto, que yo toda mi vida he andado rodando, de pobre, pero sabiendo que Dios un día me iba a compensar.

***

Aquí había una colonia llamada San Antonio hace apenas dos días. Lo que hay ahora es una lengua de tierra y rocas que arrasó con todo menos con el muro de una casa aquí, un suelo embaldosado allá, un tronco más allá. Sobre el lodo ya reseco, caminan silenciosos periodistas, pobres, funcionarios y curiosos, hasta el presidente de la República estuvo hace un par de horas por acá.

Hoy es 9 de noviembre de 2009, mediodía, y esto es Verapaz, en el departamento de San Vicente. Ayer en la madrugada llovió tanto que el altanero volcán de San Vicente se desparramó como una charamusca al sol. Uno de los deslaves atravesó el pueblo de sur a norte. Hubo muerte y destrucción. La peor parte se la llevó esta colonia, la San Antonio, un asentamiento al que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo le puso la etiqueta de Área precaria en su Mapa de Pobreza Urbana. Mauricio vivía aquí, pero eso aún no lo sé.


Mauricio cumplió 74 años hace un mes. Tiene la piel tostada por el sol y menos arrugada de lo que uno presupone en un septuagenario. El cabello, vencido por las canas pero abundante, sin el más mínimo atisbo de alopecia; las cejas y el bigote están conjuntados. Las cataratas impiden definir el color de sus ojos. Es pequeño y delgado, pero aún se atisba musculatura en sus brazos cuando se quita la camisa; en el izquierdo tiene una profunda cicatriz por un machetazo de juventud.

Se acerca cabizbajo para pedir por favor una llamada. Sus familiares aún no saben que es un sobreviviente de las lluvias generadas por el huracán Ida.

—Aló, ¿qué pasó, hijo?
—…
—Por aquí, ¿veá? Aquí estamos todos fregados… Incomunicados… Nos llevó todo la lava… En la mera lava estoy ahorita.
—…
—Sí, pero avisala, decile a la Mina que estamos fregados y que, hablando a las cabales, necesitamos ayuda… Pasámela… Hola, hermana. Sí, te estoy hablando de un señor que me ha prestado el teléfono.
—…
Yo estoy viviendo donde la Lourdes, a la entradita de Verapaz, del puentecito para arriba, si en caso querés venir. Lo que te quiero decir es que estamos necesitados.
—…
—Sí, mi hermana, cuando vengás te voy a platicar todas las maravillas que Dios ha hecho.
—…
—No perdí pero ni uno de mis hijos, ¿oíste? Todos me los sacaron, y me sacaron a mí, arrastrado, pero me sacaron.
—…
—Vaya, salú pues.
—…
—Salú pues… Va… Va… Gracias… Amén.

Muchas gracias, dice cuando me devuelve el teléfono.

El cielo es azul y el sol abrasador. La tierra a nuestros pies está extrañamente reseca. Los ojos de Mauricio, nublados y llorosos.

***

La casucha en la que nació Mauricio un 9 de octubre no tenía agua ni sanitarios ni energía eléctrica, pero en 1935 nada de eso se echaba en falta en el cantón San Isidro de Santa María Ostuma. En ese pueblo famoso por nada y situado en el centro del país había nacido su padre, José Luis, quien murió tan joven y pobre que ni recuerdos le dejó. Su madre, Juana, buscó sustituto, y esa decisión le dio a Mauricio seis hermanastros y la posibilidad de vivir en una casa de adobe y tejas en el centro del pueblo, que sería la que por casi medio siglo llamó Mi casa, aunque no fuera suya. También le facilitó estudiar.

—Yo hice sexto grado, y en aquel tiempo era mucho.

Lo suficiente como para saber que el mundo es algo más que Santa María Ostuma.

Durante años alternó temporadas en las que vivía con su madre y otras en las que salía a probar suerte. En una de esas llegó hasta Valladolid, pero el Valladolid de Honduras, lo más lejos que ha viajado nunca. Pasó también un tiempo en Zacatecoluca, donde ingresó en el Ejército, y esa condición de soldado le permitió dar el salto hacia San Salvador. En la capital estaba cuando el 15 de junio de 1969 fue al estadio Flor Blanca a ver el partido de fútbol contra Honduras que a la postre serviría para bautizar una guerra. Como reservista, Mauricio fue llamado a matar.

—El Salvador le ganó el partido a Honduras, pero esa no fue la cólera.
—¿Y por qué empezó la guerra?
—No sé, ya la gente salvadoreña que vino de Honduras, según dicen, ya estaba en un albergue así como este –Mauricio señala alrededor.
—¿Usted fue a la guerra sin saber por qué?
—Nos llamaron y fuimos. Estuvimos una noche en el cuartel y en la madrugada nos subieron en un camión y nos fuimos para la frontera. Antes de entrar a Honduras nos bajaron, y fuimos caminando a alcanzar la tropa, pero no peleando. Algunas cosas no las recuerdo ya, pero yo no disparé.

Pero de todas esas huidas de Santa María Ostuma siempre regresaba junto a su madre, y cada vez era más el tiempo que pasaba en el pueblo. La década de los 70 fue la más oscura: bebió mucho, trabajó poco, tuvo dos hijos –Gilberto y Óscar Mauricio– sin estar emparejado… Hasta que sucedió lo que tenía que suceder. El 22 de mayo de 1985 su madre murió y con ella la posibilidad de disponer de un techo fijo.

—Cuando mi mamá murió nos reunió primero a todos, y como la casa había sido de mi padrastro, y como ella tenía hijos con él, me dijo: a vos, Mauricio, a vos no te dejo nada. Y no me dejó, perdone la palabra, pero ni un huacalito viejo; nada, nada. Yo nací pobre, crecí pobre y, cuando mi mamá murió, me tuve que salir a alquilar casa.

Y fue ahí, y así, cuando empezó la verdadera peregrinación, cuando Mauricio comprendió que aunque todo vaya mal, siempre puede ir peor.

***

Mauricio está sentado sobre una hamaca amarrada a unos árboles y se balancea con un pie mientras escarba en su memoria. Después de tres encuentros y otras tantas pláticas por teléfono, ya no habla con un desconocido. Pero Mauricio mantiene la barrera del don con un periodista es que cuatro décadas más joven.

—… Así que a ver qué dice Dios, don Roberto, porque…
—¿Le puedo pedir algo? No me llame don Roberto, por favor. Roberto nomás.
—¡Cómo no, hombre, cómo no! –y ríe como quien le ríe la gracia a un loco–. Fíjese que, no es por nada, pero mi forma de hablar es así, ¿veá?

La sumisión interiorizada. Debe de ser difícil rebelarse contra uno mismo.

***

Cuando en 1985 Mauricio tuvo que dejar la casa de su madre era evangélico, había dejado de tomar y tenía como esposa una mujer 27 años menor que él llamada Irma Yanira. Irma era hija de Santiago Zepeda, un compañero de juegos en la niñez y de borracheras en la adultez, vecino, suegro y la persona a la que Mauricio definirá como el mejor amigo de toda una vida.

La pareja tenía dos hijos ya –Edwin Alfredo e Irma Araceli–, una cifra manejable aún, y alquilaron una casa sin salir de Santa María Ostuma, hasta que el propietario los echó. A partir de ahí Mauricio mide el tiempo en función del nacimiento de su camada: Edgar Esaú nació en el cantón El Rodeo de San Pedro Nonualco, a donde llegaron porque un patrón les ofreció posada; María de Lourdes y Saúl Eliseo nacieron en la finca La Joya, también en San Pedro Nonualco, donde cuidaban propiedad ajena en una casa de adobe sin agua ni luz, donde vivieron lo más duro de la guerra, pero de la que guarda buenos recuerdos; Miguel Ángel y Diana Cristina nacieron en la colonia Altamira de Cuyultitán, en una champa de lámina que con esfuerzo pudieron alquilar…

—Viviendo en esa casa cumplí los 61 años. Yo trabajaba como albañil, y un día me dijeron: vaya a pedir su jubilación, y me dieron unos papeles, pero fui a San Salvador y vi que había empresas en las que había cotizado, pero que en el Seguro no aparecían. Así que no me dieron pensión...


Sin ingresos fijos, aceptaron irse al cantón Concepción de Monte San Juan, otra vez a cuidar propiedad ajena. Allí nació, sietemesino y desproporcionado, el muñequito de hule que Mauricio deseó que muriera. Pero no murió. Lo tuvieron 12 días en casa, hasta que vieron que aguantaba, y lo llevaron a la clínica del pueblo, y de ahí al hospital de Cojutepeque, donde pasó un mes en una incubadora. Al octavo hijo de la pareja lo llamaron Cristian Rafael.

—Y ahora míralo –Mauricio lo señala–, es el más peleonero, bien travieso, y caprichoso… pero yo le tengo lástima, yo lo quiero… No sé, no sé cómo decirlo, pero le tengo una gran lástima.

Aún faltaban mudanzas: de Monte San Juan a Guadalupe, y de Guadalupe a Verapaz, donde estuvieron rebotando en tres champas distintas. También faltaban más hijos: Manuel Alexander y Milagro de Jesús, la última, que nació el 2 de abril de 2007, cuando Mauricio iba camino de los 72 años.

—¿Y por qué tantos hijos y tan mayor si apenas puede mantenerlos?
—Pues es que eso es lo fregado, que uno comete el pecado y Dios lo castiga.
—¿En la unidad de salud no les dan nada para que su esposa no quede embarazada?

Mauricio baja la voz, aunque estamos solos, y mira a ambos lados antes de soltar lo que parece que será una gran revelación.

—Mire don Roberto, es que en estos pueblos casi no existen esas cosas.

***

Hace poco más de tres meses que en este predio velaban los muertos del deslave en el volcán. Hoy, 16 de febrero, hay un campo de damnificados formado por unas 70 tiendas de campaña. Parecería un campamento militar si no fuera por el correteo de niños y las ropas de vivos colores que se secan en improvisados tendederos. La #19 la ocupan Mauricio y su familia, donde familia a estas alturas significa la esposa Irma, los cinco hijos menores y Sandra Yamileth, de 8 años, una nieta huérfana. La tienda es amplia, pero insuficiente para que puedan vivir con un mínimo de dignidad ocho personas. E insalubre. Hace unos días, a una de las niñas le salió una roncha en la nuca.

En los tres meses aquí siempre han tenido algo que llevarse a la boca. Verapaz se convirtió en el municipio símbolo de la tragedia, y no han faltado ni alimentos ni brigadas médicas ni payasos para entretener a los niños ni evangelizadores para entretener a los adultos. Mauricio, sin embargo, se le oye desganado y luce envejecido, como si hubieran pasado 10 años desde la última vez que lo vi.

—Llevamos más de tres mes de que pasó eso. No le niego, don Roberto, comemos, bebemos, tenemos baño… pero vivir así agobia y yo me siento todo enfermo, más traumado que cuanto bajó la lava.
—¿Y no han venido sicólogos?
—¡Cómo no! Pero vienen a platicar, que si siéntase cómodo, que si respire, que platíqueme alguna cosa de su pasado… Algo ayuda porque al momento de estar platicando uno se olvida de las cosas, pero luego después viene el sentimiento. Yo ya tan viejo, ya no puedo trabajar, con mi montón de bichitos, la mujer… De aquí a mañana que yo me muera…

Se recuesta en la silla y calla unos segundos. Al instante, se reincorpora.

—Yo recuerdo cuando pasaba por ahí, por el 51 de la Panamericana, que había un letrero grande que decía Sin agricultores no hay comida. ¡Me gustaba leer ese rótulo! –y esboza una sonrisa–. Es que es la verdad. Pero yo creo que ya lo quitaron.

Mauricio nunca fue agricultor hasta hace un par de años. Trabajó en unos almacenes, en un beneficio, como encargado de finca, fue soldado, ordenanza y albañil, que es la que identifica como su profesión. Al campo llegó obligado, hace tres años, cuando comprobó que era la única forma de garantizar a los suyos tortillas y frijoles para todo el año. Pero en noviembre la tormenta se llevó la cosecha, y los convirtió en dependientes de la caridad. Desde noviembre visten donado, comen donado, beben donado, se asean donado. El único ingreso familiar fijo son los 40 dólares que cada dos meses les entregan por ser parte de la ex Red Solidaria. Planes de futuro no faltan.

—¿Sabe qué es la iniciativa que yo tengo también? –me dirá Irma otro día–. Conseguir una planchita de gas. Yo sé tortear y ya tengo encargos para hacer tortillas, pero con el comal uno no alcanza.
—Sí –dirá Mauricio–, una plancha para tortear, no para lujo, para trabajar, ¿veá?

La plancha es un viejo anhelo, casi un proyecto de vida. Pero quien dijo aquello de querer es poder parece que no estaba pensando en superar la Pobreza.

***

La palabra está tan adulterada que ha perdido su esencia. Decir Pobreza hoy es decir poco, es decir nada. Se dice, se escribe, se lee Pobreza rural y urbana, extrema, relativa, severa, estructural, endémica, pero esos adjetivos no adjetivan la Pobreza mierda que huele y sabe como la mierda. No faltan Oenegés en Toyota Prado ni presidentes ni periodistas ni organismos internacionales ni oportunistas que dicen querer conocer la Pobreza, dicen querer combatirla, estudiarla, fotografiarla, filmarla, segmentarla, narrarla, porcentuarla y un etcétera que no se debe abreviar. Porque de la Pobreza viven –vivimos– muchos. Quizá por eso oír Pobreza hoy es oír poco, es oír nada. Pero la Pobreza es. Es y existe. Tres millones. Un, dos, tres, cuatro y así hasta tres millones. Lejos de los despachos, de las computadoras y de los sesudos informes hay quien camina con pantalones donados, calzoncillos donados, brasieres donados, hay quien cree que solo un dios le puede ayudar, un dios o un pinche programa amarillista de televisión, hay para quien el mañana no existe, resignado, hay quien pasa hambre, pero no como tú o yo cuando nos agarra la tarde en un mandado, sino hambre de no tener qué llevarse a la boca y que los hijos empequeñecidos por la falta de leche pregunten cuándo papá, hay a quien la Pobreza le hace agachar la mirada y decir El desprecio es duro, porque el rico y el clasemediero desprecian al pobre, y el menos pobre también desprecia al más pobre, y sí, es duro el desprecio, y quien lo sufre lo dice con calzoncillos donados y cataratas en los ojos y una placa dental donada-rota-pegada-con-pegaloca, hay a quien lo ven tan necesitado en el hospital que le quieren comprar el hijo recién nacido por 5.000 colones, hay a quien el presidente y el ministro y el otro ministro lo usan como bufón porque la Pobreza vende y una fotografía da votos, y audiencia, y el pobre se convierte en parte del escenario, se elige como se elige el color de la corbata, pero su voz apenas se oye y para nada se escucha. Y quizá por eso decir Pobreza hoy es decir poco-nada, un engaño, una cortesía con el lector o el televidente, para que cambie el canal sin remordimientos y siga viendo el Mundial. La palabra Pobreza ya no evoca a los pobres. Pero la Pobreza es. Es y existe.

***

El año 2008 tampoco arrancó bien para Mauricio. El 31 de diciembre vivían en una molienda situada en el barrio El Calvario de Verapaz, pero el dueño los botó.

—Mi Año Nuevo eso fue, don Roberto. Sólo oíamos la cohetería y nosotros ahí, tristes…

Un hermano de congregación les dio posada en una pequeña parcela de la colonia San Antonio, entre palos de guineo y marañón. Ahí improvisó Mauricio su champa de láminas oxidadas. En esa casucha los hallará el deslave 22 meses después, pero fue a las pocas semanas de haber llegado cuando se convencieron de que lo mejor era airear su caso en Voces de ayuda, la sección lacrimógena de Noticias Cuatro Visión, amarillismo en estado puro que se regodea en la Pobreza. Irma estaba ilusionada.

—Yo vi que una vez llegaron a un cantón y les llevaron cocinas, llevaron ropaecama, les llevaban víveres, les llevaban jabón y un bono de no sé cuánto para una familia que eran cinco gemelos. Les dieron cinco camas y a cada quien le dieron un chequecito, y la caja llena de víveres. Entonces, yo no pedía tanto, ¿veá? Lo que necesitamos es la planchita para tortear.

Llamaron y llamaron hasta que alguien contestó.

—Les contamos, pero nos dijeron que volviéramos a llamar, y vimos que era imposible, nos ignoraban pues, porque ella nos dijo, voy a pasar la noticia a un periodista, y pasó ese día, pasó otro día, y nada.

Nunca llegó nadie. Y una sensación de último cartucho quemado se apoderó del hogar de Mauricio, como si a partir de ese momento en verdad solo Dios les pudiera ayudar.

***

Es el primer miércoles de mayo y la familia de Mauricio debería estar ya en una de las viviendas temporales que la cooperación internacional financia en Verapaz.

—Dicen que en la tercera semana de marzo nos pasaremos –me había dicho cuando lo visité en la tienda #19.


El que ahora contesta la llamada es un Mauricio radiante. Dice que pasaron la mañana moviendo trastes desde el campo de damnificados al nuevo asentamiento. Bromea y ríe en cada frase y me invita a conocer su hogar. Seis meses después del deslave, esta noche dormirán en una casa de la que el Gobierno dice que cubre las necesidades más básicas. Ayer le dieron unas llaves que saben a satisfacción.

—Pero usted ya ha vivido en casas mejores.
—Sí, pero la diferencia –me dirá en unos días– es que no eran mías, no podía decir botemos esto y pintemos esto otro; en cambio aquí, si quiero hacer un agujero, lo hago, y si luego lo quiero llenar, lo lleno.

El Gobierno asegura que menos, pero Mauricio ha hecho cuentas y cree que pasarán al menos un año y medio en la temporalidad. No le incomoda. Solo por un momento, poco antes de que acabe la conversación, su voz recobra la seriedad.

—Don Roberto, ¿y no sabe de algún amigo que me pudiera regalar una lámpara Coleman?

La necesidad no deja de martillar. El yin y el yang. En la negrura siempre hay un punto blanco; y en lo blanco, siempre hay negrura.

***

En la mañana del 9 de noviembre de 2009 el presidente de la República, Mauricio Funes, Verapaz llegó en helicóptero a Verapaz. Jeans, guayabera y zapatos negros que terminaron embarrados. Rodeado por guardaespaldas, militares, asesores y periodistas, caminó algunas cuadras hasta que llegó a la lengua de tierra y rocas en la que se había convertido la colonia San Antonio.

Un grupo de afectados se había juntado, y miraban desde lo alto que el presidente se les acercaba. Cuando sintieron inevitable que pasara junto a ellos, pidieron a Mauricio que hablara con él. Háblele usted, don Mauricio, le dijeron. Algo tembloroso, sin saber muy bien qué decirle, se adelantó y se dieron la mano. Mauricio habló con Mauricio Funes.

—Me hizo un montón de preguntas, y yo se las contesté, y…
—¿Qué le preguntaba?
—Que si queríamos volver a vivir aquí, y le dije que no, que toda la gente decía que no. Y un montón de cosas que dijo que casi ya ni las recuerdo, pero la verdad es que yo estuve con él, ahí salimos en la televisión.

Fueron apenas unos segundos. No le pudo explicar qué es la verdadera Pobreza. Ni siquiera se le ocurrió hacerlo. Se despidieron. Mauricio Funes se marchó en helicóptero a San Salvador. Mauricio fue a su champa de láminas inundada, a ver si algo se podía rescatar.

—Pero la segunda vez que vino el presidente ya no platiqué con él.

***

Hoy es 12 de mayo, el día elegido por el Gobierno para inaugurar Nueva Verapaz, el asentamiento en el que ahora vive Mauricio. Temprano montaron una tarima a la sombra de los amates e instalaron un poderoso sistema de sonido. Luego comenzaron a llegar ministros, embajadores, representantes de organismos internacionales y de ONG, cada uno con su séquito. Y periodistas. A Mauricio le tocó pronunciar unas palabras de agradecimiento. Al final de los discursos, la comitiva recorre dos pasajes. Parece gustarles que les tomen fotos mientras entregan con sonrisas temporales enseres a los pobres. Pero a mediodía casi todos los intrusos se han ido. Mauricio insiste en que almorcemos en su casa. Arroz muy cocido, tortillas recién torteadas y pollo. Es un día realmente especial hoy.

—Así que si todo va bien, se ven en casita propia en año y medio.
—Primero Dios, primero Dios –eleva la voz Irma desde la cocina que han improvisado detrás de la casa, donde tortea.
—Y todo habrá sido por lo que pasó en noviembre.
—Sí, claro, gracias a la lava.
—Y a Dios –apuntala Mauricio.
—Así que la lava que causó tanto dolor a otra gente…
—…a nosotros nos benefició, nos benefició. Este año hemos tenido qué comer y ahora tenemos una casita.

Todo se relativiza cuando se hacen cuentas con el ábaco de la Pobreza: hace medio año vivían en una champa de lámina en terreno ajeno; ahora tienen comida donada pero abundante para las ocho bocas, un techo propio y una promesa de unas escrituras que les suena convincente. Un buen año. Todo lo demás –el deslave, los muertos, el pueblo destruido– es secundario.

***

Nueva Verapaz es un panal gigante con 163 casitas levantadas sobre un terreno plano y polvoso. Seis meses atrás esto era un cañal y una molienda. Compraron, midieron, talaron, aplanaron y construyeron las viviendas temporales que, dicen, son el germen de una colonia. Se atisban algunos cambios, pero el asentamiento conserva aún un aire de maqueta, con todas las casas alineadas, todas blancas, todas impersonales. El agua la obtienen de cantareras y los sanitarios, las duchas y los lavaderos son públicos. Hoy, día de la inauguración, los baños de los hombres están adecentados, pero en mi visita anterior eran una pocilga. En Nueva Verapaz no hay energía eléctrica. Y entre los pasajes anchos, como si siempre hubieran estado ahí, deambulan chuchos, casi tantos como niños.

—¿Siendo las casas tan pequeñas no han limitado eso de tener perro?
—No, pero yo no tengo, sería una tortilla menos para mis hijos.


La de Mauricio es la Casa 3 del Polígono H. Salvo por los globos de colores con los que está adornada hoy, es igual que las demás. Ocho por seis metros cuadrados, paredes de fibrocemento, suelo de tierra, corredor y dos cuartos. Adentro se amontonan ocho personas y sus pertenencias: cuatro colchones, huacales y cumbos de plástico como casi todo aquí, una minicocina, dos tambos de gas, un osito de peluche, sillas y mesa, cajas con ropa, una hamaca azul enrollada en un polín, sacos con frijol, maíz y arroz donados… En realidad, todo es donado. Desde hoy también una lámpara azul de gasoil que Mauricio agradece como quien recibe una herencia. Se va a admirar la gente cuando la mire colgada, dice. Con 74 años, en una casa temporal sin luz ni agua domiciliar, Mauricio reflexiona en voz alta.

—Desde que nací, por decir algo, ando de posada. Nunca he tenido nada, y hoy me siento feliz porque vaya, yo no voy a lograr disfrutar todo esto, pero me voy a morir con el placer de que ya mis hijos van a tener algo.

Todo esto, dice.

Milagro, la menor, lo mira en silencio. Tienes 3 años y habla ya, pero no lo ha hecho en ninguna de mis visitas. Es porque es callada con los extraños, dice Irma.

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