Miguel Cavada, el compilador

Era noche cerrada cuando la marea de candelas, pancartas y efigies llegó a las afueras de Catedral metropolitana. Como cada año, también en la procesión del trigésimo aniversario del asesinato hubo tiempo para la música y para los discursos. El alcalde de San Salvador, Norman Quijano, tenía esta vez su espacio reservado en la tarima principal, invitado por el Fundación Monseñor Romero. Cuando se hizo presente y subió las escaleras, no pocos lo abuchearon, lo silbaron, lo insultaron por ser militante del partido fundado por el mayor Roberto d’Aubuisson. La situación incomodó sobremanera al presidente de la fundación, Ricardo Urioste. Al ver que el aluvión de improperios no cesaba, se levantó, caminó hacia el micrófono y se armó de valor para decir algo parecido a esto: ¿saben qué les diría Monseñor Romero? Que no han entendido el mensaje de Jesucristo, porque el evangelio nos enseña que debemos respetarnos unos a otros, también a los que no piensan igual.

Miguel Cavada escuchó la reprimenda desde su casa, por radio. Le pareció una actitud valiente la de Urioste, y a los pocos días, cuando se lo encontró, le felicitó.

—Tuvo usted valor de enfrentar a toda la gente –le dijo.
—Pues sí –respondió Urioste–, tanto que dicen que quieren a Monseñor Romero…

Cavada me cuenta esta anécdota en agosto de 2010, como colofón a una conversación sobre las discrepancias que Monseñor Romero también tuvo con algunos sectores de izquierda.

—¿Y usted –le pregunto–, cree que él habría actuado igual que Urioste?
—Sí, claro, ¿no te he dicho que la primera vez que yo lo vi puteó a los del Bloque?

*** 

Miguel Cavada Diez nació el 11 de septiembre de 1956 en Pontejos, un minúsculo pueblo de vocación agro-pesquera situado en la provincia de Cantabria, en la costa norte española. Hijo de Felipe y de Montserrat, fue el sexto de nueve hermanos –siete varones, dos mujeres–, una familia humilde y numerosísima que solventó sus problemas de espacio solo cuando a Felipe su patrón le ofreció una casa dentro del aserradero donde trabajaba en El Astillero, el pueblo de enfrente, separado de Pontejos nomás por una estrecha franja de mar. Nunca faltó un plato de comida sobre la mesa, pero fueron años marcados por las estrecheces, nada de lujos ni de caprichos.

—Con decirte que el viaje de novios de mis padres fue a Bilbao –dice Cavada. Trasladado a la realidad salvadoreña, sería como que alguien viajara desde el puerto de La Libertad a San Salvador.

La infancia transcurrió sin grandes sobresaltos, entre el mar, el aserrín y los hermanos como cómplices principales de travesuras y juegos. Sus padres, aunque no eran devotos en exceso, sí les inculcaron la fe cristiana y las costumbres religiosas: rezar antes de comer, misa los domingos, catequesis… En catequesis precisamente fue cuando entró en contacto con la comunidad pasionista y, a los 18 años, en un momento de crisis personal, lo invitaron a un noviciado en Zaragoza, España, y un año después lo enviaron a estudiar Teología a Valencia.

En Valencia estaba cuando ocurrió la tragedia. 



La madrugada del 12 de enero de 1977, el Ángel, un buque mercante de 100 metros de eslora, se hundió en medio de un fuerte temporal en el mar Mediterráneo, frente a la isla italiana de Cerdeña. El barco naufragó como consecuencia de un corrimiento de la carga que transportaba, que provocó, primero, la inclinación de la nave, y luego, su vuelco. Murieron 11 tripulantes, entre ellos el segundo maquinista, un joven de 25 años que realizaba uno de sus primeros viajes. Se llamaba Fidel Cavada Diez.

—Yo estaba viendo el Telediario y ahí dijeron que el buque Ángel se había hundido. Llamé a mi casa y me confirmaron la noticia.

La muerte de Fidel fue un antes y un después para toda la familia, pero quien más la sufrió fue Montserrat. Por la presencia de tantos recuerdos en la casa, pidió que se fueran a vivir a otro lugar, y se instalaron en un apartamento más alejado de la línea de mar. A Cavada también lo marcó la pérdida de su hermano. Cuando al final de esta entrevista le pida que me señale los momentos más trascendentes de su vida, mencionará cinco, y el primero será el naufragio del Ángel.

Los otros cuatro sucedieron en El Salvador. Tras dos años en Valencia, Cavada llegó al país a mediados de 1978, cuando Monseñor Romero era ya arzobispo. Ser contemporáneo suyo y haberlo conocido es otro de los momentos importantes que señala, el segundo de su listado.

—Yo siempre he dicho que tuve la dicha de conocer a Romero. ¿Y por qué? Porque me parece una persona muy humana, y no me refiero solo como obispo o como religioso. Es una persona buena en el sentido más estricto de la palabra.

Monseñor Romero es la razón principal para haber pasado más de 30 años en El Salvador. Tras el asesinato, regresó a España unos meses a terminar sus estudios de Teología. Los finalizó y retornó a El Salvador en contra de la voluntad del provincial de los pasionistas, lo que desembocó en la ruptura con esa congregación. Monseñor Rivera Damas lo ordenó sacerdote en 1983, y casi toda la guerra la pasó asignado a la parroquia El Calvario, en Santa Tecla, donde le encargaron acompañar a las comunidades rurales repartidas en cantones y caseríos de la cordillera del Bálsamo. Iba de un lado a otro en el mismo Volkswagen Safari blanco en el que asesinaron al padre Rutilio Grande.

—Fue una época bonita, muy bonita –dice–, en verdad que fue una suerte haber trabajado tan cerca de los campesinos y campesinas.

Esa década tan tumultuosa para El Salvador a Cavada le brindó dos de los momentos de su particular listado, los dos en tono positivo: por un lado, en 1983 participó en la fundación del Equipo Maíz, una fructífera experiencia de educación popular vinculada a las comunidades de base, que aún subsiste; y por otro, el nacimiento en 1987 de su primera hija –luego tendría otro varón–, lo que lo llevó a dejar el sacerdocio y a casarse.

—Yo me dije: me salgo de cura, sí, pero no me salgo ni de la Iglesia ni de El Salvador ni de la lucha que tiene este pueblo.

Colgados los hábitos, se volcó aún más con el Equipo Maíz e intensificó su labor como docente y editor de textos en la UCA, sobre todo a partir de que el sacerdote jesuita Juan Ramón Moreno, uno de los mártires, le invitó a dar clases en el Profesorado de Teología. De esos últimos años Cavada menciona el quinto de los quiebres en su vida: la muerte en 2004 de Montserrat Diez Diez.

—Para molestarla de niños le decíamos Montserrat Veinte –dice Cavada, un brillo de nostalgia en su mirada–. Ella y mi padre siempre me apoyaron, aunque les costara, en mi decisión de venirme a El Salvador, cuando era sacerdote y cuando ya no lo era.

*** 

—¡Como si hubiera sido esta mañana! –responde Cavada cuando le pregunto si recuerda la primera vez que vio a Monseñor Romero.

Fue el 29 de noviembre de 1978 en la iglesia de la Asunción, en Mejicanos, durante el funeral por Rafael Ernesto Barrera Motto, el padre Neto, acribillado a balazos el día anterior junto a tres integrantes de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), el brazo armado del Bloque Popular Revolucionario. Cavada, entonces un joven de 22 años que aspiraba a convertirse en religioso pasionista, había llegado a El Salvador pocos días antes, y lo habían enviado de un solo a una comunidad ubicada en el interior del país, en un municipio llamado Jiquilisco, en Usulután. Apenas tuvieron noticia del asesinato, un grupo de ellos viajó hasta Mejicanos para asistir al funeral.

—¡La iglesia estaba así! –dice mientras me clava la mirada y junta las yemas de los dedos de su mano derecha.

El padre Neto era el responsable de la pastoral obrera, y su contacto con las organizaciones del sector laboral era estrecho. El Gobierno se apresuró a presentar su muerte como la prueba definitiva de que había sacerdotes involucrados en la lucha armada. Días después, las FPL echaron más leña al fuego cuando en un comunicado presentaron al padre Neto como el compañero Felipe. Pero aquel 29 de noviembre Monseñor Romero no se casaba con esa versión aún, y así lo explicitó en su diario: “Continúan las conjeturas de que el padre Neto pertenecía a las FPL, pero todavía no podemos asegurar ni negar en sentido absoluto esta noticia”. Esa incertidumbre lo animó a desoír las voces dentro de la Iglesia que le pedían no asistir al funeral, si bien no desaprovechó la homilía para censurar lo que él llamaba la violencia sediciosa o terrorista, la practicada en definitiva por grupos como las FPL.

—Eso no se me olvida –recuerda Cavada, quien escuchó la homilía cerca de la puerta–. Casi al final, cuando el coro cantaba una canción a la Virgen, van los muchachos del Bloque y empiezan a gritar: ¡porque el color de la sangre jamás se olvida! ¡Los masacrados serán vengados! Bueno, aquello era un mar de voces. Entonces Romero agarra el micrófono y dice, visiblemente enfadado: por lo menos esperen a que yo termine de dar fin a esta santa misa; después, ahí en la calle, griten las porras que quieran, pero aquí adentro no.

Recién llegado a un país que pocas semanas atrás ni siquiera podía ubicar en un mapa, el joven Cavada carecía entonces de todos los elementos para juzgar la reacción del arzobispo. El análisis más sereno lo hizo tiempo después. “Puteó a los del Bloque”, me dice ahora, sentados en su despacho de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA). La airada reacción la interpreta lógica y sobre todo coherente, muy coherente con lo que apenas tres meses atrás había plasmado en su Tercera Carta Pastoral, titulada La Iglesia y las organizaciones políticas populares. Monseñor Romero explicitó que la Iglesia debía acompañar a las organizaciones en sus justas reivindicaciones, pero bajo ningún concepto podía amparar la violencia “que algunos llaman revolucionaria”, señala el documento, y que “equivocadamente es pensada como último y único modo eficaz para cambiar la situación social”.

*** 

Esta dimensión humana del padre Neto también se une con los otros hombres que junto a él son hoy cadáveres. Queremos también invocar sobre ellos el sentimiento humano; y si alguien criticara la presencia de la Iglesia junto a los que mueren en situaciones misteriosas como estos, podríamos decir: no es cristiano. La Iglesia tiene que estar donde hay valores humanos, la Iglesia tiene que salvar todo lo auténticamente humano y tiene que acompañar el dolor de madres, de esposas, de hijos, de todos aquellos que sienten en la repercusión humana del dolor, del misterio, de la inequidad. Por eso, hermanos, con todo derecho y sin ningún miedo, estamos celebrando estos funerales, porque es algo profundamente humano, y nada humano tiene que ser extraño al corazón de la Iglesia.

(Monseñor Romero, homilía en el funeral del padre Neto, el 29 de noviembre de 1978)

*** 

Conoció a Monseñor Romero en vida, lo aplaudió y disintió, lloró su muerte como se llora la de una madre, lo acompañó en la misa-funeral de Catedral y su ejemplo se convirtió en una de las razones para quedarse en El Salvador. Sin embargo, tuvieron que pasar años desde el asesinato para que Cavada se encontrara con el Monseñor Romero más profundo, con el verdadero.

—Yo antes sabía de Romero, porque lo conocí y porque había leído su biografía y todo eso, pero cuando me convencí de que era una persona realmente distinta es cuando empecé a leerlo detenidamente.

Eso ocurrió al final de la guerra civil. Cavada eligió sus homilías como material de estudio para su tesis de graduación, que finalizó en 1992. Una década después, la UCA le asignó la tarea de elaborar la edición crítica de esas mismas homilías. El resultado final fueron seis volúmenes recopilatorios. Ahora está haciendo algo similar con las cartas pastorales, y cuando concluya con las cartas, le entrará al diario personal. Es quizá la persona que más ha estudiado a Monseñor Romero.

—Y usted –pregunto a Cavada–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Sí…–calla por un par de segundos–. Lo creo, lo creo.
—Ha tenido que pensárselo...
—Pero no porque dude. Creo totalmente en su santidad. Lo que pasa es que, ¿cómo decirlo? Romero era obispo, una persona con poder, con todo solucionado. Para mí, santos, en el sentido amplio de la palabra, es la gente del pueblo, los que no tienen nada y tienen que luchar día a día. El propio Romero llamaba santidad popular a todos los pobres que caían asesinados.
—Pero ateniéndonos a los parámetros de la Iglesia, ¿cree en su santidad?
—Sí, sí, claro. Hace tiempo lo debían de haber nombrado, lo que pasa es que en el Vaticano hay muchos cardenales que no aprecian a los obispos como Romero. ¿Sabe qué? El Parlamento británico lo había postulado para el Premio Nobel de la Paz, pero se metió el Vaticano por medio, y promovieron a la Madre Teresa de Calcuta. Y al final se lo dieron a ella.

*** 

A mediados de 1979 Cavada se trasladó a vivir desde Jiquilisco a Mejicanos, siempre entre pasionistas. Estaba a punto de cumplir 23 años y estudiaba Teología en la UCA. En noviembre, Cavada dio un paso más en su vocación y decidió profesar los votos temporales, la antesala de los votos perpetuos que conllevan la pertenencia definitiva a una congregación religiosa. La ceremonia se desarrolló la tarde del 25 de noviembre en la iglesia de San Francisco, donde tenía su convento la comunidad pasionista encabezada por el padre Juan Macho. Asistió Monseñor Romero, de sotana, como casi siempre.

—Yo estaba vestido de civil, y me pareció que Romero estaba un tanto extrañado porque él era muy tradicional en esas cosas. Ese día se me acercó, pero ni él me dijo nada ni yo tampoco a él.
—Lo cuenta como si fuera una espinita que tiene clavada.
—Sí, hombre. Lo que pasa es que yo era muy tímido. Tendría que haberle ofrecido la mano o algo, pero nos quedamos un buen rato así, sin decirnos nada. Después llegó no sé quién y se lo llevó. Fue la única vez que tuve la oportunidad de hablar con él.

A Monseñor Romero lo asesinaron cuatro meses después. Eran días ya especialmente convulsos, tiempos de locura, con una sociedad polarizada y radicalizada. La guerra civil se mascaba. Un mes antes de aquella ceremonia en la San Francisco se había dado el golpe de Estado que llevó al poder a la Junta Revolucionaria de Gobierno, un último intento por buscar una salida política a la profunda crisis socio-política salvadoreña, que fue recibido con esperanza por Monseñor Romero. Ese apoyo tácito a la Junta fue muy criticado por las organizaciones populares, que vieron en el golpe solo una maniobra estadounidense para evitar que El Salvador siguiera los pasos de Nicaragua, donde en julio había triunfado la revolución. Cavada vivió muy de cerca, incluso en primera persona, aquellas críticas.

—Como entonces estábamos muy cerca de la gente –dice– también nos contagiamos de sus dudas.
—Si lo hubiera tenido enfrente en esos días, ¿qué le habría dicho?
—No le habría dicho nada porque, como te digo, soy muy tímido.
—Estamos especulando…
—Bueno, le habría dicho: mire, Monseñor, hable con la gente.

Fue varios años después cuando Cavada se convenció de que ya hablaba con la gente para formarse su criterio: consultaba con líderes gremiales, voceros de grupos insurgentes, nuncios, embajadores, altos funcionarios, militares, campesinos y dirigentes sindicales, pero también pedía su opinión a los pobres que se arremolinaban en las puertas del seminario para mendigar y a los que le pedían su bendición en recónditos cantones o en las puertas de cualquier iglesia.

—Mi acercamiento a Romero ha sido después. Por utilizar un símil atrevido, lo he conocido ya resucitado, cuando entré en contacto con su palabra. Y todavía sigo estudiándolo. Ahí es donde he visto que este hombre era alguien realmente extraordinario.

*** 

Los zapatos. A Cavada también le vienen a la memoria los cientos de zapatos que terminaron regados por la plaza Gerardo Barrios aquel 30 de marzo de 1980, tras la matanza perpetrada durante la misa-funeral. Sobre esa imagen me está hablando cuando suena su celular.

—…
—Estoy aquí aún, en la entrevista que me están haciendo.
—…
—Sí, pero si es por mí, yo estoy bien.
—…
—Bueno, salú.

Es la segunda llamada en menos de media hora, las dos de América, su hija. Antes telefoneó para preguntarle si almorzarían juntos, y Cavada le respondió que no, que comería en la cafetería y que luego dormiría un rato en la biblioteca, apoltronado en un sillón. Ahora deja el celular sobre la mesa. Me mira, se siente en la obligación de darme una explicación.

—Se preocupa mucho de cómo estoy porque la semana pasada me dieron quimioterapia. 



Hace tres años a Cavada le diagnosticaron cáncer de pulmón. Demasiado humo. Comenzó a fumar a los 18 años y no lo dejó hasta que le detectaron dos tumores: el del pulmón y otro más en la cabeza. Está en tratamiento. Quimioterapia. Veintiún días de descanso y tres mañanas consecutivas de quimio. “Va para largo”, dice sin perder la sonrisa. Casi no tiene pelo en la cabeza, lo que de alguna manera le resalta aún más sus profundos ojos azules y su nariz aguileña. El habla es lo que más le ha cambiado. Su voz es desesperadamente áspera, como si quisiera gritar y susurrar al mismo tiempo. Pero quién sabe si por su devoción a Monseñor Romero, Cavada luce entero, lúcido, confiado. No deja de hacer planes de futuro. Otro día, en este mismo despacho, recibirá otra llamada, esta vez de un amigo que le propondrá ir a un retiro espiritual, a orar por su salud. Al colgar, volverá a sentirse en la obligación de darme una explicación, sin que yo se la demande.

—Me dice que si quiero ir a una sanación. Yo le he dicho: gracias, pero te hablo cuando esté más desesperado.

*** 

El atardecer de aquel lunes lo recibieron sentados en el patio de la iglesia, platicando sobre cualquier cosa mientras la oscuridad avanzaba. Allí estaban Cavada y otros jóvenes religiosos cuando un hombre entró y con él sus gritos.

—¡Han matado a Monseñor Romero! ¡Han matado a Monseñor Romero!

Al instante comenzó a aparecer más y más gente, alertados todos por la noticia del asesinato; primero era un goteo, luego un torrente. Todos llegaban a que les confirmaran lo que no querían escuchar. Alguien encendió una radio, y la incertidumbre se tornó poco a poco en tristeza. Aquella terminó siendo una larga noche.

Los días hasta la misa-funeral toda la comunidad los pasó entre Catedral y la basílica del Sagrado Corazón, en estricto ayuno y sin apenas pegar ojo. La asignación era ordenar en filas y brindar ayuda espiritual a todos los que llegaban. Hubo muchos y sentidos abrazos. La comunidad pasionista terminó siendo una de las más activas. En la iglesia de San Francisco se pintaron dos de las mantas que armaron más revuelo: una decía Mons. Romero, profeta, y acompañó el traslado del féretro de un templo al otro; la otra, gigantesca, fue colgada en la fachada principal de la catedral y rechazaba la presencia de la Junta de Gobierno, del embajador estadounidense, de los obispos Aparicio, Álvarez y Revelo y del padre Freddy Delgado, acérrimos opositores los cuatro de la línea pastoral del arzobispo.

Lo asesinaron antes de que Cavada hubiera platicado siquiera unos minutos con él. La timidez. Quién sabe, si esa plática hubiera ocurrido, quizá Cavada le habría dicho lo mismo que sobre él me dice para esta entrevista, quizá le habría dicho algo así: “Siempre fuiste un hombre honesto. Siempre fuiste claro para hablar, algo impropio de un obispo. Los obispos hablan mucha paja, pero tú… derecho. Creo que no solo quisiste a la gente, te dejaste querer por la gente. No solo influenciaste a las personas, te dejaste influenciar por las personas. Siempre me ha llamado la atención esa capacidad de comunicarte, de cuidar los pequeños detalles, de ir hasta el último caserío y estar allí con la gente. Eso no lo hace cualquiera, por eso es que tú has trascendido”.

—Romero no es que sea progresista –reflexiona ante mi insistencia–. No es un Casaldáliga, pero a la vez va mucho más allá que un progresista. Los deja atrás a todos. Es una mezcla de lo antiguo con lo nuevo. Eso es lo que lo hace auténtico.

Auténtico, dice Cavada. Cuesta concebir un adjetivo tan simple y la vez tan lleno de significado para definir a un ser humano.

*** 

—¿Cómo preparaba sus homilías? –pregunto.
—Lo primero, que no eran escritas. Él llevaba una hoja así –señala la mía, sucia de apuntes y garabatos–, con el guión nada más. Debajo, un puñado de hojas con nombres de víctimas, los lugares, todo. O fotocopias de documentos de la Iglesia.
—¿Ese guión él lo elaboraba o se dejaba asesorar?
—Iba por etapas. Durante la semana visitaba cantones y se entrevistaba con gente. No anotaba nada, pero se quedaba con todo. El sábado se reunía con sus asesores; padres casi todos. Aunque también había mujeres, como la directora de Orientación, y laicos como Roberto Cuéllar, el director de Socorro Jurídico, que le preparaba el informe de represión. Él tomaba notas de todas esas pláticas.
—Esas asesorías, ¿hasta dónde llegaban?
—Eran solo eso: asesoría. Después se quedaba él solo allá, en el Hospitalito, y ordenaba lo que iba a decir. A veces amanecía sin haber dormido. Lo último que hacía era orar, porque era un hombre muy de oración, sobre todo cuando tenía dudas. A donde quiero llegar es que las homilías no eran leídas, pero no eran casuales.

La labor principal de Cavada entre 2004 y 2009 fue escuchar, analizar, interpretar y ordenar 193 homilías pronunciadas entre el 14 de marzo de 1977 y el 24 de marzo de 1980. El fruto de ese trabajo fue una colección presentada en seis gruesos tomos con pastas moradas bajo un título muy literal: “Homilías. Monseñor Óscar A. Romero”. La colección la tiene en su despacho, en la balda más alta de una estantería metálica. ¿La última homilía es la del 23 de marzo, la del famoso Cese la represión?, le pregunto. Cavada se levanta, da un par de pasos, toma el tomo sexto, y va directo a la parte final.

—No, la última fue la de la misa en el Hospitalito –dice Cavada–. En el casete incluso se oye el disparo, y eso lo escribo al final.

Sin levantar el dedo de la última línea, lee en voz alta: “En este momento sonó el disparo…”

Después, todo es blanco.

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(Este perfil fue publicado el 23 de marzo de 2011 en el periódico digital El Faro, bajo el título de "Romero deja atrás a todos; la mezcla de lo antiguo con lo nuevo lo hace auténtico")

El amigo de Monseñor Romero



Aquel sábado Monseñor Romero estuvo reunido en el Hospital Divina Providencia con dos de sus más estrechos colaboradores, el padre Rafael Moreno y el padre Francisco Estrada, jesuitas los dos. Primero había atendido a dos coroneles de la Fuerza Armada en una conversación cordial pero en la que no faltaron reproches, para luego quedarse solos los tres, ordenando ideas para la homilía del día siguiente. Estaba claro que no sería una más, que el país entero estaría más pendiente que lo acostumbrado de sus palabras. Era 20 de octubre de 1979, y la homilía que afinaban iba a ser la primera después del golpe de Estado.

A las 11 de la noche los sacerdotes se retiraron. Cuando ya se habían ido, Monseñor Romero se percató de que el padre Rafael Moreno se había llevado por error los papeles en los que había anotado las ideas que se disponía a dar desarrollar. El toque de queda iniciaba a las 12, y necesitaba que alguien fuera hasta la residencia de los jesuitas, en Santa Tecla, para recuperarle sus anotaciones. Era un favor de esos que solo se piden a personas de entera confianza, y llamó a Salvador Barraza.

No lo tuvo que repetir dos veces. Salvador se vistió, manejó su carro hasta Santa Tecla, recogió los papeles, desde allí se dirigió hasta el Hospitalito, se los entregó a su amigo, y se regresó a la casa, cerca de la Terminal de Occidente, sin que ocurriera inconveniente alguno. Salvador volvió a la cama, y Monseñor Romero siguió trabajando en soledad hasta las 4 de la madrugada.

***

Salvador vive hoy en la colonia Buenos Aires del barrio San Jacinto de San Salvador. El dinero que entra en la casa es poco, muy poco, y casi todo lo aporta su esposa Marta. Él trabaja como vendedor de mobiliario escolar, pero gana a comisión, y la venta está mala, nula en los últimos meses.

—Don Salvador, ¿y usted no tiene su pensión?
—No. Yo trabajé mucho, pero por mi cuenta, y uno de joven no piensa que algún día le faltará el trabajo.


Su casa es larga y estrecha. La sala es lo primero cuando se entra desde la calle. Está pintada de azul celeste, pero la humedad se ha encargado de ennegrecer algunas partes. No tiene techo falso, y el mobiliario es escaso: una mesa y sillas, dos sofás cubiertos con sábanas desteñidas, y un pequeño mueble de madera sobre el que descansa un televisor. Lo que singulariza esta sala es el montón de fotografías familiares que cuelgan de las paredes, algunas tomadas en los tiempos de la prosperidad, hace 30 o 40 años. Hay una fotografía ligeramente apartada del resto que es la que Salvador más estima.

—Ahí estamos en México –me dice.


La fotografía es en blanco y negro, y en ella aparecen sentados, en un plano corto, él y Monseñor Romero. La tomaron durante una de las funciones del Gran Circo Unión, en la capital mexicana, mientras los dos miraban un número de funambulistas. Sonríen. Monseñor Romero viste de civil y nada permite suponer que sea un arzobispo. Sin la explicación, lo que cuelga en la pared azul celeste ennegrecida es una imagen de dos amigos, sin más.

***

Salvador Barraza Ascencio nació el 31 de diciembre de 1936 en un mesón del barrio Candelaria, en el centro de San Salvador. La infancia ocupa hoy muy pocos de sus recuerdos. Ni siquiera se acuerda si eran siete u ocho los hermanos que resultaron del matrimonio entre Manuel y Virginia, sus padres. Fueron, eso sí lo tiene presente, años de dificultades que lo obligaron desde muy joven a trabajar para complementar los ingresos familiares. Empezó como ayudante en una gasolinera.

La primera vez que dice haber visto a Monseñor Romero fue en una misa vespertina en la catedral de San Miguel, ciudad a la que viajaba con frecuencia a petición de los padres redentoristas, para los que trabajaba. En una ocasión, recién llegado desde San Salvador, Monseñor Romero le ordenó que se durmiera un rato porque en unas horas saldría de regreso a la capital.

A inicios de los setenta, y animado por su esposa, Salvador pasó a ser su propio patrón. Nació Zapatitos Nenes, un negocio de venta de zapatos para niños que no tardó en convertirse en una saludable fuente de ingresos. Fueron los tiempos de la prosperidad, los tiempos que le permitieron, por ejemplo, viajar a Europa por puro placer.

—El negocio iba bien, tenía clientela hasta en Guatemala y Honduras –dice ahora con nostalgia–, pero luego se puso duro. Con el terremoto del 86 y con la guerra muchos negocios desaparecieron, y eso también le pasó al mío.

Ese trabajo le dejaba mucho tiempo libre, circunstancia que contribuyó a solidificar su amistad con Monseñor Romero: casi siempre estaba disponible para él. Se los veía juntos desde antes incluso de la consagración como obispo, y cuando salían en carro rara era la vez que no manejaba Salvador.

—Pero yo no era su motorista –aclara, consciente de que muchas veces lo han presentado equivocadamente así–. Como arzobispo él tenía su motorista asignado, pero para las cosas de confianza me buscaba a mí, y también yo me encargaba de que saliera a distraerse, porque tenía mucha tensión. Íbamos seguido al mar, siempre andábamos hamacas en el baúl.

Se hicieron compadres, literalmente. Monseñor Romero es el padrino de María Virginia, la mayor de los cinco hijos que Salvador procreó con sus dos esposas: Eugenia, la ex, con la que tuvo tres; y Marta, la actual, con la que tiene dos.

Tras la quiebra de Zapatitos Nenes le tocó hacer casi de todo, pero siempre en el área de las ventas. Vendió camisas, vendió pastas Robertoni, vendió su carro... Pero nada volvió a ser igual. De los tiempos de la prosperidad queda tan solo la amistad con Monseñor Romero que, a su manera, aún cultiva desde el anonimato. Cada domingo, a pie o en un bus de la ruta 22, se desplaza hasta Catedral Metropolitana para escuchar la misa de las 9 junto al mausoleo donde yacen los restos de su amigo.

—Y usted –pregunto a Salvador–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Claro. Y no es solo que lo crea, sino que lo viví a la par de él. Tan solo ver esa convicción con la que entraba en las iglesias... Con Monseñor llegué a tener una confianza de hermanos, de buenos hermanos.
—¿Notó diferencia en él antes y después de ser arzobispo?
—Lo mismo. Yo igual lo llevaba a mi casa, igual jugaba con mis hijos, igual se acostaba en la haragana...
—Algunos hablan como si se tratara de dos personas distintas.
—No, nada que ver. Lo que sí es que tenía un carácter fuerte, pero eso antes y después. Como migueleño, pues. Carácter fuerte, pero también la otra cosa: la dulzura, la forma respetuosa de tratar, era bien mielita.

***

El nuncio apostólico para Guatemala y El Salvador en 1970 era el italiano Girolamo Prigione. Poco antes del atardecer del 21 de abril, monseñor Prigione habló con Monseñor Romero y le comunicó la decisión de la Santa Sede de nombrarlo obispo y el cargo asignado: obispo auxiliar de la arquidiócesis de San Salvador. Le pidió que lo meditara y que le respondiera en no más de 24 horas. Aceptó.

La consagración se celebró dos meses después, el 21 de junio. El propio Prigione fungió como consagrante principal, y los co-consagrantes fueron monseñor Chávez y González y monseñor Rivera Damas, arzobispo de San Salvador y obispo auxiliar respectivamente. El cardenal Mario Casariego viajó desde Guatemala para el evento, además de los obispos salvadoreños y de otros llegados de distintos países de la región. Como maestro de ceremonias eligió a su amigo, el padre Rutilio Grande. La celebración se realizó en el gimnasio del Liceo Salvadoreño y fue realmente multitudinaria. Entre los cientos de invitados estaba Salvador, pero apenas pudieron hablar.

—Llegó una buena cantidad de gente. Incluso el Tapón estaba allí.

El Tapón al que se refiere es el entonces presidente de la República, el general Fidel Sánchez Hernández, que se sumó al largo listado de diputados, ministros y generales que asistieron. El grueso de las familias acomodadas de San Miguel, Ciudad Barrios y Santiago de María viajó en tropel a la capital. Hubo música, banquete, vino, discursos... Para el clero que estaba más en sintonía con las directrices consensuadas por los obispos latinoamericanos en la ciudad de Medellín dos años antes, la fastuosa fiesta fue la confirmación de que era un títere de la oligarquía. Un grupo de sacerdotes incluso firmó un comunicado para criticarle con dureza.

***

Monseñor Romero tenía un carácter fuerte, explosivo a veces. Cuando se molestaba, algo que ocurría con relativa frecuencia, su locuacidad se convertía en un ariete contra el causante de su enojo, sin importar si este era un ser querido y sin medir la contundencia de sus palabras. A alguien que había hecho de la palabra su herramienta de trabajo nada le costaba ser hiriente. Y lo lograba. Luego, más calmado, le tocaba pedir disculpas. Se me fue la albarda de lado, le gustaba decir.

Ese carácter suyo le dio problemas durante las más de dos décadas que trabajó en la diócesis de San Miguel, sobre todo con los demás curas. En 1967 lo trasladaron a San Salvador para trabajar en la Conferencia Episcopal y, salvo el caso paradigmático del padre Grande, tampoco logró entablar grandes amistades con sacerdotes en la capital. Los siete años hasta su partida hacia Santiago de María se recuerdan como años de escasa interactividad en los espacios comunes del seminario, donde residía, e incluso años de recelos y fuertes confrontaciones públicas con otros religiosos, en especial con el numeroso grupo de jesuitas aglutinados en torno a la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA).

Salvador no se libró de los arrebatos. Una vez que tenían que mañanear para viajar a Guatemala, Monseñor Romero se presentó temprano en la casa de su amigo para comprobar que aún no se había despertado. Salvador saltó de la cama cuando su esposa le dijo que lo esperaban en la puerta, se vistió en un santiamén y sin desayunar siquiera se subió en el carro y lo puso en marcha. Sobre la carretera Panamericana, a la altura del municipio de El Congo, obligó a Salvador a detener el carro en una gasolinera y le ordenó que se bañara.

—Lo bueno es que con Monseñor era como cuando los cipotes se pelean, que rápido se les olvida. Él no ocupaba su cabeza en esos pleitos.

No solo en esa ocasión Salvador lo comparará con un niño. Dirá: se reía puro niño. Dirá: nunca he visto otra persona que mantenga la sencillez de un niño. Dirá: nunca dejó lo de niño. Dirá: tenía muchas cosas de niño. Dirá: su corazón era como el de un niño.

Un niño, eso sí, con un carácter fuerte, explosivo a veces.

***

Pasan las 11 y media de la mañana de un viernes de septiembre, y Salvador y yo esperamos en el portón de la escuela a Martita, su hija pequeña. Su esposa Marta trabaja, y a él le toca traerla en la mañana y recogerla a mediodía. Juntos caminan dos veces al día los más de 10 minutos que separan el centro escolar de la casa. Platicando sobre Monseñor Romero la espera de hoy se hace más corta. Llovizna. La puerta metálica se abre a cada rato y por él salen niños y niñas uniformados. En una de estas, queda entreabierta y al fondo, sobre una pared, aparece la inconfundible efigie.

—Mire –comento a Salvador–, ahí tienen a Monseñor Romero pintado.
—Ah, ¿sí? –mira curioso–, pues es la primera vez que me fijo... Pero a él no le gustaba eso.
—¿Que lo dibujaran?
—No, la fama. No le gustaba la fama, ni siquiera que le tomaran fotos.



***

Jamás me he creído líder de ningún pueblo, porque no hay más que un líder: Cristo Jesús. Jesús es la fuente de la esperanza, en Jesús se apoya lo que predico, en Jesús está la verdad de lo que estoy diciendo. Sí, yo sería un loco, queridos hermanos, queridos radioyentes, querer ser yo, frágil, mortal, que voy a acabar como todos ustedes, muerto, quererme hacer yo el sostén de todo un pueblo y de toda una esperanza.

(Monseñor Romero, homilía del 28 de agosto de 1977)

***

Era madrugada, pero Monseñor Romero seguía despierto en su casa del Hospitalito cuando escuchó en el techo unos ruidos a los que en un principio no dio mayor importancia. La cosa cambió cuando, amplificado por el silencio de la madrugada, un golpe seco estremeció toda la casa, y esta vez sí que se asustó como se asustaría alguien que está amenazado de muerte.

A Monseñor Romero no le gustaba hablar más de lo necesario sobre las amenazas que recibía. Ni siquiera con su amigo Salvador. Ni siquiera cuando estaba solo frente a su grabadora. Pero fueron muchas y variadas, y cada cual más explícita. “Usted, monseñor, está a la cabeza del grupo de clérigos que en cualquier momento recibirán unos 30 proyectiles en la cara y en el pecho”, decía una nota firmada por un grupo paramilitar llamado FALANGE en mayo de 1979. “Esta unión patriótica lo condena a muerte, igual que hemos matado a tanto cura comunista”, decía otra carta, apadrinada esta por la Unión Guerrera Blanca, también escuadroneros.

Para septiembre de 1979 la certeza de que su vida corría peligro era tal que incluso el Gobierno del general Humberto Romero, con quien Monseñor Romero nunca tuvo contacto alguno para explicitar su rechazo a la represión de los cuerpos de seguridad estatales, le ofreció guardaespaldas y hasta un carro blindado. No los aceptó: “Sería un antitestimonio pastoral andar yo muy seguro mientras mi pueblo está tan inseguro”.

—Vaya, hoy sí que ya estuvo –debió pensar tras escuchar los ruidos en su techo.

Asustado pero firme, salió de la casa para averiguar qué ocurría. Respiró aliviado cuando vio unas ardillas que habían dejado caer unos aguacates del palo que hay junto a la casita. Agarró del suelo un par de los aguacates y se refugió. A la mañana siguiente, antes del desayuno, contó lo ocurrido a las hermanas carmelitas.

—Mire, madre Lucita, fíjese que casi no pude dormir en toda la noche, pero aquí le traigo el cuerpo del delito –y le entregó los aguacates y una sonrisa.

Apenas tuvo a Salvador delante también le contó su encuentro con las ardillas, y los dos rieron como niños traviesos. Todavía hoy, cuando lo recuerda, Salvador ríe como quien cuenta una travesura.

***
—¿Me permite una fotografía? –pregunto a Salvador antes de encaminarnos juntos hacia Catedral Metropolitana.
—Claro, pero me va a dejar cambiar de camisa. Tengo una que es de Monseñor, ¿me la pongo?
—La que usted quiera.
—Es que como hemos hablado tanto de Monseñor Romero... Ya regreso.

Salvador desaparece y reaparece al instante enfundado en una camisola que alguna vez fue blanca y que tiene el cuello roído. En el pecho, el rostro impreso en blanco y negro, con una única franja horizontal roja a la altura del ombligo sobre la que hay una inscripción: 24 de marzo de 1980-2001. Es una camisola sin secretos, similar a las que a diario se venden en las entradas de la catedral, pero esta se pagó en colones.

—Hoy sí, tómeme la foto –dice Salvador, el orgullo en la mirada.

***

La última misa completa a la que asistió Monseñor Romero no fue, obvio, aquella en la capilla del Hospitalito que no finalizó porque un disparo le perforó el tórax. Tampoco fue la misa en la basílica del Sagrado Corazón del día anterior, esa en la que pronunció la histórica homilía en la que, en nombre de Dios y del sufrido pueblo salvadoreño, suplicó, rogó y ordenó el cese de la represión. No. Monseñor Romero celebró su última misa entre campesinos, en una humilde iglesia consagrada a la Virgen de Lourdes en el cantón Calle Real, ubicado en el área rural del municipio de Delgado, a mitad de camino entre San Salvador y Apopa.

Fue Salvador quien lo llevó hasta Calle Real, y en esa ocasión los acompañó Eugenia, la esposa. Ellos tres más los tres hijos de la pareja habían almorzado antes en la casa, habían visto juntos televisión y hasta había sobrado algo de tiempo para que el invitado durmiera un rato la siesta. Al cantón llegaron cuando faltaban unos minutos para las 4, justo para el inicio de la misa en la que confirmaron a un buen número de jóvenes. Al finalizar, hubo pláticas con los campesinos, entrega de víveres para el Hospitalito y se tomó alguna que otra fotografía con los recién confirmados.

Entre unas cosas y otras les atardeció en el cantón Calle Real. Se despidieron de los pobladores, se subieron al carro, Salvador lo puso en marcha y los tres regresaron a la casa familiar. Allí cenaron sin saber que sería la última cena.

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Este perfil fue publicado el 20 de marzo de 2011 en Séptimo Sentido, la revista dominical del diario salvadoreño La Prensa Gráfica.
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