Crónica de un viaje a la Isla del Coco, en Costa Rica


Por Roberto Valencia


La isla es tan pequeña que cabe en una billetera. Es chiquita, y la empequeñece aún más su destierro en el más inmenso de los mares, el océano Pacífico. Una aguja de tierra en un pajar de agua. Está lejísimos de todo. No tiene hoteles ni carreteras ni buses ni estadios de fútbol ni puerto ni cementerio. No tiene casi nada. Lo único que sobra es vida. Y esa es su grandeza, aunque no se pueda apreciar en un billete.
Desde 1997, y por decisión del Banco Central, los costarricenses ven el dibujo de una pequeña isla grabado en sus billetes de 2,000 colones. Aparece en el anverso, junto a la cara de un investigador llamado Clodomiro Picado Twight. En el reverso, nadan en el vacío un delfín y un tiburón que, por tener la cabeza como un martillo, lo llaman tiburón martillo. Son dos de los habitantes de un lugar donde el hombre no ha sabido asentarse en cinco siglos. Quizá a su aislamiento deba su grandeza.
La isla cumple buena parte de las características que se suponen a una isla desierta. Hay cocos y cocoteros, cangrejos, sol, pájaros, revoloteos y hasta parches turquesa en el mar que la acorrala. Lo que estropea la estampa es que allí donde el estereotipo pide playa, lo que se ve son acantilados; allí donde pide arena fina y blanca, lo que se ven son paredes rocosas y verticales.
Es la Isla del Coco, una isla natural, casi cruda.





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Una definición enciclopédica diría lo que sigue: la Isla del Coco es un territorio insular que pertenece a Costa Rica desde 1869. Los colonizadores españoles la descubrieron en la primera mitad del siglo XVI, aunque hay divergencias sobre el año exacto. Lo seguro es que para 1542 apareció por primera vez en un mapa francés, bautizada ya como Ysle de Coques. Su nombre lo debe, según cronistas de la época, a la obviedad: abundaban los cocos y los cocoteros, mucho más que en la actualidad, que no es poco.
Los tres siglos entre su descubrimiento y la izada de la bandera costarricense son décadas en las que se convierte en un estratégico punto de abastecimiento para piratas primero, para balleneros después y, más después, para buscadores de los tesoros quizá escondidos por los piratas.
Cocos suena en El Salvador, suena a terremoto. Es la placa que se introduce debajo de la del Caribe, y genera sismos. La placa debe su nombre a la isla minúscula.
Su superficie es de apenas 24 kilómetros cuadrados, un tercio de la extensión del lago de Ilopango, y tiene forma rectangular. De largo, lo máximo que llega a medir son 7.6 kilómetros y de ancho, 4.4 kilómetros.
Si hubiera que elegir un elemento que la singularice, ese sería la lluvia. Caen entre 5,000 y 7,000 milímetros de agua al año. Para hacerse una idea basta señalar que en El Salvador no hay sitio alguno en el que se registren más de 2,500 milímetros. Esa cantidad, que se distribuye durante los 12 meses, es la que provoca todo lo demás: lo verde, los ríos, las cataratas, la vida.
No se sabe con exactitud cuántas especies de plantas y animales hay. Lo que sí se sabe es que, entre las identificadas, hay un considerable porcentaje de endemismo, es decir, de especies que no se encuentran en ningún otro lugar del mundo.
Desde 1978 es Parque Nacional en Costa Rica, nombre que años después evolucionó a Área de Conservación Marina. En 1997, la UNESCO la declara Sitio Patrimonio de la Humanidad, y en 1998 le cae el reconocimiento de Área Ramsar. Este currículum le está sirviendo para ser seria aspirante a convertirse en una de las Siete Maravillas del Mundo Natural. La Isla del Coco se está codeando con referentes como el monte Everest o el río Amazonas, y es, del largo, la más fuerte representante centroamericana de la competencia. La excusa perfecta para ir a conocerla.
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El barco lleva 34 horas huyendo del continente. Zarpó hace 500 kilómetros, y desde que abandonó el muelle lo único que ha hecho es adentrarse en el océano. Poco antes de las 5 de la mañana, la travesía está a punto de finalizar. El sol no asoma todavía, lo hará en unos minutos, pero clarea lo suficiente. Se identifica a lo lejos el perfil de la isla. Tierra firme, al fin.
Se acerca un pájaro grande, marrón oscuro y de pecho blanco. Llegarán más, similares y diferentes. Algunos vuelan tan a ras que parece que la punta de sus alas golpeará la superficie del mar.
—¿Qué pájaro es?
—Sula leucogaster —responde Michel Montoya, consultor ambiental.
A Montoya le gusta llamar por su nombre científico a los animales. Si ha conseguido una cara de asombro, lo traduce: “Piquero pardo”. Calza cachucha, es bajito y tiene barba canosa a lo Sean Connery. Nació hace 68 años, y 25 los ha pasado de una u otra manera relacionados con la isla. En su currículum se amontonan una veintena de artículos con títulos como “Sobre la formación de una colonia de Sula dactylatra en la Isla del Coco”. Él es uno de los dos instructores contratados en calidad de experto por los organizadores del viaje que recién inicia.
Las aves son el verdadero comité de bienvenida, pero, cuando el barco entra en una bahía, una de nombre Wafer, también se acerca un poderoso motor fueraborda Honda. Dentro van un par de guardaparques del Ministerio de Medio Ambiente costarricense. Uno maneja, el otro se rasca el brazo derecho.
Para entonces, el sol ha salido, y buena parte del cielo está ya azul. Donde no hay azul, hay nubes. Blancas, menos blancas, grises y más grises. Debajo, la isla, una inmensa roca compacta y elevada, sin espacio para playas, y verde, insultantemente verde. El francés Jacques Cousteau (1910-1997), quizá el oceanógrafo más famoso de la historia, también llegó con su buque Calypso aquí. Él lo describió así: “Emerge como un verdadero paraíso en medio del océano... es la Isla del Coco la más bella del mundo de todas cuantas he visitado”.
Hoy es 28 de abril, aunque eso poco importará durante los próximos cuatro días.
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Los costarricenses tienen una expresión que los singulariza: Pura vida. Es algo así como el Chico cubano o el Che argentino. Los ticos la usan para saludarse, para agradecerse o como señal de aprobación. Es una especie de comodín, muy extendida, pero de la que casi nadie conoce su origen. Por lo visto, comenzó a usarse a mediados de los cincuenta, después del estreno de una película mexicana titulada de esa forma: ¡Pura vida! Tardó unos años en popularizarse, pero hoy la expresión incluso sirve para promocionar turísticamente el país.
La traducción no es fácil, pero la palabra “Vergón” es lo más parecido que hay en El Salvador a la Pura vida de Costa Rica. Hasta en detalles de este tipo pueden mirar por encima del hombro.
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Pasan unos pocos minutos de las 7 de la mañana del primer día en Isla del Coco. El barco, que hará también las veces de hotel, está fondeado ahora en la bahía Wafer. Desde aquí saldrán en unos minutos tres embarcaciones tipo zodiac para dar la vuelta a la isla. Incluidas las paradas constantes para escuchar las explicaciones de Montoya, circundarla tomará apenas tres horas y media. Es pequeña.
Parece una fortaleza. Desde la misma línea de la costa, se alzan grandes precipicios, con dos únicas excepciones, las bahías Wafer y Chatam, que tienen unos pocos metros de playa y se puede desembarcar. En el resto, los acantilados son rocosos, pero cubiertos de vegetación. Ni la verticalidad de las paredes impide que el verde oculte al gris.
Las zodiac avanzan alrededor en sentido contrario a las agujas del reloj, y una de las primeras paradas es frente a una catarata. De entre la espesa vegetación, surge un chorro que cae blanco y espumoso, y se estrella a pocos metros del mar. Dentro de eso que llaman paisaje, estas cascadas son lo más característico de la Isla del Coco, lo que más ha impresionado desde siempre a sus visitantes. Ya en el siglo XVI, recién descubierta, el español Gonzalo Fernández de Oviedo, uno de los primeros cronistas de América, lo plasmó así: “Tiene de circunferencia cuatro leguas, poco más o menos (...); descienden della muchos caños de agua muy altos, y encima es mucha parte della llano”.
El salto de esta que está enfrente mide unos 100 metros. La llaman cascada Gissler. A unos pocos metros está la punta Gissler y también hay una roca Gissler. Augusto Gissler fue un alemán a partir de 1891, y en nombre del Gobierno de Costa Rica, encabezó el único intento serio de colonización. Dicen que solo pretendía encontrar tesoros piratas escondidos, pero lo cierto es que logró juntar a un puñado de familias en la isla y él mismo residió y se empobreció aquí hasta 1906.
Avanzan las zodiac. Los pájaros se acercan a apenas dos metros, menos incluso. A los piqueros pardos de la llegada se suman otros parecidos, pero unos tienen las patas azuladas y otros la cara negra.
—Son Sula nebouxii y Sula dactylatra —dice Montoya— piquero patiazul y piquero enmascarado.
Se suceden una y otra y otra cascada. Y el verde. Y el cabo Lionel, la punta Turrialba, el cabo Dampier, la gigantesca cascada Yglesias, los cabos Descubierta y Atrevido, la roca Ulloa, bahía Chatam, el islote Manuelita y regreso a Wafer.
Tres horas y media de homogénea belleza que compensan la piel que ni el factor 50 pudo proteger.
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En cualquier referencia histórica a Isla del Coco, por muy superficial que sea, aparece relatos de piratas, de saqueos, de tesoros maravillosos, de grutas y de mapas.
Lo cierto es que durante los siglos XVII y XVIII la isla fue utilizada como base de abastecimiento y descanso por navíos dedicados a la piratería. Alguno que otro incluso la convirtió en su base de operaciones. De esta realidad a que se crearan mitos sobre fabulosos tesoros escondidos el paso era muy pequeño, y se dio. A partir de mediados del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, fue verdadera fiebre la que se desató. Se organizaron decenas las expediciones expresamente para la búsqueda de tesoros, un fenómeno sin precedentes en todo el planeta. Muchos aún creen que hay riquezas escondidas.
Hoy, la fiebre por los tesoros no es tanta, pero la isla alimenta otro tipo de mitos. Un ejemplo es la relación con Parque Jurásico, obra escrita por Michael Crichton y llevada al cine por Steven Spielberg. El ficticio parque de atracciones, donde viven los dinosaurios está en la ficticia Isla Nublar, situada en el libro a 120 millas al oeste de Costa Rica. La distancia es menos de la mitad, pero están muy extendidas las creencias de que Crichton pensaba en la Isla del Coco cuando concibió Isla Nublar, y de que Spielberg rodó la película en la Isla del Coco. Lo primero solo el escritor lo podría aclarar; lo segundo es falso.



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Robert Chaverri es el segundo de los dos instructores contratados en calidad de experto por los organizadores. Tiene 61 años, es alto, claro de piel y de ojos y derrotado por las canas. Nació en Estados Unidos, de padre costarricense. Dice que eso le ha permitido tener una mentalidad diferente, más crítica.
—De la isla se pueden hablar muchas cosas, pero lo que me interesa contarles es lo que la hace peculiar.
En las charlas educativas que impartió, Chaverri dibujará un cuadro crítico y pesimista. Dirá que antes de la llegada de los españoles ya la han habían habitado indígenas, dirá que los pescadores costarricenses se acabaron toda la pesca de Centroamérica, dirá que son paja la mayoría de las historias de tesoros, dirá que a la humanidad solo le quedan 120 años de existencia, dirá que el aleteo sigue diezmando la población de tiburones, dirá que la ballena azul en la zona bajó de 50,000 ejemplares a unos 30 en la actualidad.
—¿Y usted votó por la Isla del Coco como maravilla natural?
—Sí —asiente y sonríe.
—¿Por qué, después de todo lo que ha dicho?
—Porque la isla es como la bolsa genética de todo lo que había.
Chaverri lleva una década buscando información sobre la Isla del Coco, y ahora pretende sacar provecho de tanto trabajo. El concurso de las siete maravillas naturales ha puesto la isla en la agenda, hay interés creciente en el país, y cree que es el momento oportuno para que salgan a la luz las cuatro versiones de un libro en las que recopila todo lo recabado.
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Segundo día en Isla del Coco. Diluvia. Empezó durante de madrugada, quién sabe a qué hora, y la claridad de la mañana confirma lo obvio: el cielo gris, triste, la cortina acuosa entre el barco y lo verde. Hoy estará lloviendo, más fuerte o más suave, hasta el atardecer. Esto se asemeja a un día de temporal en El Salvador, pero acá no es una situación excepcional. Acá puede caer así cualquier día del año. Solo así podrían sumar los 6,000 litros por metro cuadrado anuales.
A mediodía, las cascadas de la isla se han multiplicado en número y el volumen de agua que expulsan al Pacífico es también mayor. Ya no es clara y espumosa, ahora desciende enlodada. Los caños que salen disparados son color tierra, y pronto toda la bahía Wafer estará achocolatada.
A la mañana siguiente, el sol brillará, como si nada hubiese pasado. Y la bahía volverá a transparentarse, como si nada hubiese pasado.

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El trabajo de guardaparque exige estar no menos de 30 días sin poder ver a la familia. Antes era peor. Raro era cuando alguno podía regresarse sin haber transcurrido dos meses.
—¿Cómo termina uno en un trabajo así?
—En el caso mío, fue algo que me llamaba la atención, y fui a solicitar trabajo y topé con la suerte de que estaban buscando gente para acá.
—¿Lo considera una suerte?
—Sí, porque a mí me gusta, aun cuando no deja de ser un inconveniente cuando hay familia e hijos de por medio. Pero una cosa compensa la otra, porque yo he podido traer a mis hijos a conocer esto.
Responde Walter Madrid. Aparenta más juventud, pero tiene 49 años, y 15 los ha pasado yendo y viniendo a la isla. Hoy lleva 24 días sin ver a sus hijos: Vladimir, Mahyrrand, y Wolfgang Kalef. Tiene el pelo largo y recogido con una goma, la barba arreglada y viste camisola sin mangas, pantalón corto, sandalias y un reloj plateado en su muñeca derecha. Está solo, la señal de televisión se perdió hace semanas, y parece agradecer las visitas. Lleva desde ayer en la Base Chatam.
Este nombre suena rimbombante, pero no es más que una amplia casa hecha de bloques y de madera y cubierta por un destartalado techo de láminas. Está junto a un mástil con la bandera de Costa Rica y un letrero de madera que da la bienvenida. Hay una hamaca de cuerdas negra recogida, dos bancas de madera y dos sillas plásticas, y a través de la ventana se ven un dispensador de agua, un botiquín y unos pocos libros. A un costado del edificio, está pintado el logo del Área de Conservación Marina Isla del Coco, en el que se destaca el tiburón martillo. Junto a Walter hay un gato dormido sobre una alfombra. Hay quien cree que los gatos deberían correr la misma suerte que los cerdos de la isla, pero de eso se hablará más luego.
Guardaparques hay otros 13, pero raro es que en la isla se queden más de ocho al mismo tiempo. Su principal labor es evitar que los pescadores faenen a menos de 12 millas, donde la pesca está estrictamente prohibida. A veces lo consiguen, a veces no. Dicen que el grupo se ampliará, pero Walter aún no se lo termina de creer.
—Pensamos que con el concurso de las maravillas habrá un boom y que va a traer más turistas, y yo no sé, la capacidad de carga de la isla...

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Costa Rica tiene fama, en todo el mundo, de ser uno de los países más respetuosos con su medio ambiente. Distintos y variados informes avalan esa fama. Lo verde es el gancho, además, por el que llegan buena parte de sus turistas. Por todo eso, sorprendió escuchar una y otra vez, durante siete días, conversaciones entre ticos hablando con dureza de su Gobierno, de la pasividad para solucionar temas urgentes de la agenda ambiental. Y sorprende más cuando uno viene desde El Salvador.
Ningún gobierno salvadoreño se ha atrevido a cerrar un hotel de una cadena internacional por no tratar sus aguas negras. Ningún gobierno costarricense ha otorgado permisos para construir una gigantesca planta que generará electricidad con la quema de carbón. En la carretera que desde San José baja hasta Puntarenas apenas se ve basura regada a ambos lados, los postes son de color poste, y los árboles son de color árbol. No son tricolores.

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Tercer día en Isla del Coco. Toca abrirla, conocerla por dentro. Ayer, día del diluvio, se hizo una caminata de 2.5 kilómetros entre las bahías Wafer y Chatam, pero hoy el objetivo es más ambicioso: trepar el cerro Yglesias, el punto más alto de la isla. El sendero arranca en Wafer, junto a la base principal de los guardaparques. Ir y regresar llevará la jornada entera. Para quienes lo logren habrá merecido la pena.
La primera sorpresa es un puente que hay apenas se abandona la Base Wafer. Se construyó, lógica pura, para atravesar un río, un río llamado Genio. No soporta el peso de más de cinco personas, hace un ruido de mil demonios y se siente inestable, pero es una obra de ingeniería que asombra. Salvando las distancias, su forma es como la del Golden Gate de San Francisco, pero en vez de acero se construyó con todos los materiales decomisados a los pescadores. Es un conjunto multicolor de boyas, redes enrolladas, cuerdas y flotadores puestos de tal manera que incomprensiblemente forman un bello puente.
De ahí para adelante, verde. Dicen que los esquimales tienen varias palabras para nombrar el blanco. Su mundo es blanco, y no tuvieron más remedio que diferenciar entre blancos y blancos. En la Isla del Coco pasa algo parecido con el verde. En el recorrido se ven helechos que parecen hojas de marihuana, musgo suave como esponja que trepa los troncos, hojas grandes como un comal o chiquitas como una moneda, hojas secas y mojadas por doquier y raíces, resbaladizas raíces que apenas permiten que se reconozca el sendero. Y entre todo ese verde, asoman pájaros y más pájaros, y lagartijas y ratas y venados y cerdos.
Después de cuatro horas de deleite y sacrificio, la cima. La cima es una pequeña explanada pelada de no más de seis por cinco metros. Hoy se ve inofensivo, pero alguna vez esto fue el cráter de un volcán. Tirado hay un viejo letrero de madera oscura con letras amarillas. Dice Cerro Yglesias. A unos seis metros, clavado en el suelo, hay otro viejo letrero también de madera oscura, y también con letras amarillas. Dice Cerro Yglesias 634 msnm. Está desfasado, la nueva altura oficial es 574 metros, pero no importa. Acá todos quieren una foto junto al viejo letrero.
Hace calor, pero corre brisa, y el mar que desde abajo parece plateado se ve desde acá arriba más azul que nunca. A la belleza natural se suma esa satisfacción que se tiene cuando uno ha logrado lo que se proponía.
—¿Acá se puede decir Pura vida?
—Claro, este es el lugar ideal —responde alguien.
En verdad, la isla está lejísimos de todo, cruda, y lo único que sobra es vida.


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De vez en cuando ocurren cosas que botan al traste cualquier razonamiento basado en las leyes de la probabilidad. Algo de eso sucedió en la Isla del Coco la tarde del 15 de octubre de 1943.
Si en el Pacífico se trazara una circunferencia que tuviera en sus extremos la Costa Rica continental y las Islas Galápagos, el resultado sería un círculo de más de un millón de kilómetros cuadrados. Todo estaría cubierto por agua excepto el espacio ocupado por la diminuta isla. En números, sería un 99.998% de agua frente a un 0.002% de tierra firme.
Pues bien, el 15 de octubre de 1943, en plena II Guerra Mundial, el piloto Lester R. Ackeberg y su copiloto Robert E. Moore empotraron contra el cerro Yglesias el bombardero “Little Fury”. Lester, Robert y los otros ocho tripulantes murieron. Lo tragicómico del caso es que el avión estrellado sobrevolaba la zona para localizar un hidroavión militar extraviado el día anterior.
Algunos restos del “Little Fury” aún se encuentran en el cerro, ocultos entre lo verde. Es una zona de muy difícil acceso, sin ruta abierta. En 1943, pasaron 10 días desde que el ejército supo dónde se había estrellado hasta que pudieron rescatar los cuerpos.
El avión era el número 799 de los 2,698 bombarderos de la serie B-24D, construidos entre 1940 y 1942, en su mayoría en San Diego, California. Cuatro motores de hélice, un volante similar al de un carro para pilotarlo y su inconfundible parte delantera, acristalada y armada con dos ametralladoras.
Como suele ocurrir en este tipo de tragedias, a los 10 fallecidos les dieron una medalla póstuma, y hoy, 65 años después, no son más que una anécdota para contar a los turistas que pueden permitirse llegar a la isla.
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Cuarto día en Isla del Coco. Toca conocer lo más valioso de la isla. Toca snorkelear. Resulta curioso como, a pesar de tanto llamado desesperado a preservar el castellano, las palabras anglosajonas siguen ganando terreno. Y todo eso que ahora han convenido en llamar deportes extremos son un ejemplo claro: rafting, kayaking, jumping, surfing, snowboarding... snorkeling.
Son pasadas las 2 de la tarde y llueve, pero eso no representa problema alguno para estar bajo el agua. La zodiac se dirige a la isla Manuelita, uno de los mejores lugares, aseguran, para esta práctica. El snorkeling es algo así como el buceo de los pobres. Consiste en ponerse una máscara en la cara, un tubo de plástico en la boca, aletas también de plástico en los pies y un chaleco salvavidas. Este último es opcional. En realidad, todo es opcional. Nada que ver con los costosos tanques de oxígeno y trajes de neopreno.
Sumergidos hay peces con forma de trompeta a los que llaman trompeteros, hay peces regordetes de color amarillo y negro, los hay con forma de media luna y los hay planos. Los hay también plateados, negros, blancos, anaranjados y de todos esos colores mezclados. Apenas hay que moverse para contemplar todo eso y más. Morenas, erizos negros, langostas, cangrejos... tiburones.
Aparecen tres juntos. Los tres son grises con las puntas de la cola y de la primera aleta dorsal blancas. Después alguien explicará que todos los de esa especie son así. Quien les eligió nombre no se rompió mucho la cabeza. Se llaman cazón punta blanca –Triaenodon obesus, diría Montoya–, pueden medir hasta dos metros y se les considera inofensivos si no son provocados. Steven Spielberg y su prodigiosa imaginación.
Los dedos están arrugados después de dos horas de snorkeleada, pero sabe a poco. Además, la isla Manuelita es lugar de anidación de aves. Cuando uno saca la cabeza del agua, lo que ve son decenas de piqueros con sus polluelos. Y los picos de esas aves son azules, blancos, amarillos. Un orgasmo de vida y color dentro y fuera del agua. Pura vida.

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En 1793, un barco llamado HMS Rattler llegó a Isla del Coco. Lo capitaneaba James Colnett, un marino inglés de 40 años. La Marina Real Británica le había encargado identificar en el océano Pacífico rutas y puertos de abastecimiento para la creciente flota de barcos balleneros, naves que permanecían meses, años enteros en alta mar. Entonces había mucho trabajo, había muchas ballenas. Ni siquiera se había escrito aún la novela “Moby Dick”.
En su breve visita, Colnett tuvo tiempo de dibujar un rudimentario mapa del contorno de la isla, de bautizar las dos bahías principales, y de soltar cerdos. Aquí había agua potable, aves, pescado y marisco en abundancia, pero quizá creyó que los marineros, entre ballena y ballena asesinada, preferirían comer algo de chancho. Abandonó unos pocos, y esos pocos se convirtieron en más, en muchos, en plaga. Se estima que la población de cerdos cimarrones —así los llaman— ronda hoy los quinientos ejemplares.
En la actualidad, se ejecuta un proyecto financiado por la cooperación internacional que tiene como uno de sus objetivos erradicar las “especies exóticas invasoras”. El cerdo es exótico en la Isla del Coco, si bien no se refieren solo al cerdo. En los últimos cinco siglos, sin querer queriendo, el hombre introdujo las únicas seis especies de mamíferos que habitan en isla. Además del cuche, hay cabras, gatos como el de Walter, venados cola blanca y dos tipos de rata, también exóticas. Con las plantas ocurrió algo parecido. En Costa Rica, sigue vivo el debate, incluso jurídico, entre quienes creen que hay que eliminarlos y quienes piensan, pasados dos siglos de subsistencia, que se han ganado el derecho a permanecer en la isla.
Cuando dijeron todo esto se desvaneció por completo la idea original, la concebida antes de llegar, de titular esta crónica “La isla perfecta”.


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Cuesta más de un día llegar en barco, pero lo que vuelve la Isla del Coco inaccesible no es la lejanía. Para millones, la barrera infranqueable son los precios. El pasaje más barato en este viaje, el más económico de cuantos se ofertan en la actualidad, costó $1,815. Pura vida para unos pocos. Y en la cifra no se incluyeron los $25 diarios que cobra el Gobierno por día de permanencia, ni tampoco el vuelo hasta y desde San José.
—¿Qué ocurre con las personas que no pueden gastarse $2,000 en una semana?
—En realidad, no le tengo la respuesta. Cuando comenzamos a trabajar, trabajamos con el sector empresarial y con niños en el tema de sensibilización, con prioridad en las zonas costeras. No hemos pensado en abrir la isla a todos los costarricenses, lo que hemos pensado es en llevar la isla allá con afiches, videos, materiales lúdicos, títeres, sombreros con forma de tiburón martillo...
Quien contesta es Álex Cambronero, gerente de proyectos de la Fundación Amigos de la Isla del Coco (FAICO), la institución que, junto a la Organización para Estudios Tropicales (OET), ha coordinado este viaje turístico etiquetado como Biocurso.
FAICO se fundó en 1994, y se autoimpuso como misión conservar la biodiversidad del Área de Conservación Marina Isla del Coco. Para ello, recaudan fondos entre los estratos más altos de la sociedad costarricense. Además de viajes como este, organizan torneos de golf, vendes artículos promocionales y entregan un galardón anual a instituciones benefactoras, como el Banco de Costa Rica y la Corporación de Supermercados Unidos.
Esta fundación fue también la que promovió la inscripción de la isla en el concurso de las maravillas.
—Es lógico suponer que más turistas querrán venir. ¿No es eso una amenaza para un ecosistema tan pequeño?
—Sí, sí lo es, si no se regula.
—¿Sacarla de su relativo anonimato no será contraproducente?
—Eso lo valoramos desde un inicio, pero con las regulaciones...
—¿Regulaciones?
—La Isla del Coco puede tener una capacidad de desarrollo mayor si se dan las condiciones. Por ejemplo, en un sendero solo se permite caminar a grupos de 20 personas; si hubiera 10 senderos, se podría atender a más personas.


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Víctor Acuña es la persona que está al frente del grupo de guardaparques asignados por el Gobierno a la Isla del Coco. Lleva nueve años en este parque nacional, y dice haberse encontrado con seres extraterrestres en numerosas ocasiones. Hasta cuatro veces por semana.
Son las 8 de la noche del 2 de mayo, y Acuña está sentado junto a mí en la barra del Tortuga bar, en la cubierta del barco. Un empleado pasa el aspirador. Hay poca gente, abajo aún están sirviendo la cena. Tiene 37 años, la cabeza rapada al cero, es musculoso, lleva un reloj deportivo en su mano izquierda, y ahora está pidiendo un jugo. No toma nada que tenga alcohol.
La conversación, que no entrevista, está al inicio dentro de lo que dicta la lógica entre un periodista y un funcionario. “No queremos más turistas, sino investigadores”, me dice. De repente, aparece el tema.
—Estoy totalmente convencido de que hay vida en otros planetas.
Ante la cara de extrañeza, se anima a dar el porqué de su convicción. Cuenta cómo entre todos los empleados está extendida la misma idea, cuenta cómo un día se les paró la patrulla en alta mar y un disco volante los iluminó, cuenta incluso que una vez lo regresaron en el tiempo, pero se recrea en especial con un suceso en concreto, el ocurrido el 26 de diciembre de 2004,
—Fue cuando el tsunami. Aunque usted no lo crea, está relacionado. Apareció un disco sobrevolando Wafer, se detuvo y me dio la información: “Estamos extrayendo energía bajo tierra”. Lo estaban haciendo a seis millas de la isla y a 22 kilómetros de profundidad. Los compañeros que salieron a patrullar vieron luces esa noche a seis millas, y hay un historiador que estaba esos días por aquí que tomó una fotografía en la que aparece un disco raro.
La teoría de Acuña, lo dice convencido y convincente, es que los extraterrestres amortiguaron esa noche posibles réplicas en este lado del Pacífico del poderoso terremoto que originó el tsunami en el Índico.
—¿Y no te importa que publique esto?
—Sé que la gente se ríe, pero todo lo que te he dicho es verdad.
Víctor Acuña, repito, es la persona que está al frente del grupo de guardaparques asignados por el Gobierno a la Isla del Coco.


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Son las 5 de la tarde en el aeropuerto Juan Santamaría de San José, la capital. El vuelo de regreso a El Salvador despegará dentro de 25 minutos por la puerta de embarque número 5. Cerca, frente a la puerta 4, hay una tienda llamada Britt Shop que vende recuerdos.
Es un negocio bien iluminado, limpio y amplio. Tiene forma de L y para recorrerlo entero es necesario caminar 36 pasos. Venden variedad, con la única premisa de que identifique al país. Café, ropa con guiños nacionales, artesanías, bisutería, peluches de fauna autóctona. Entre todo eso, hay también muchos y variados objetos que tienen la inscripción “Pura vida”: imanes, camisetas naranjas para mujer, grises para hombre, cachuchas, una pegatina de una iguana surfeando, llaveros...
Se acerca una de las dependientas.
—De la Isla del Coco poco tienen, ¿no?
—Sí, viene muy poco —responde ella con una blanca sonrisa.
—Gracias.
—Un gusto.
La Isla del Coco está fuera del menú turístico que ofrece Costa Rica a sus visitas. No tiene hoteles ni carreteras ni buses ni estadios de fútbol ni puerto ni cementerio. Ahora ha salido del anonimato para convertirse en el estandarte regional de la competencia para la elección de las Siete Maravillas del Mundo Natural. Y lo ha conseguido manteniéndose como es: virginal, enigmática, verde, cruda.
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Esta crónica fue publicada en la edición del 6 de julio de 2008 de la revista Séptimo Sentido (página 12).

Una ejemplo de la cooperación española en El Salvador

Un puente a ninguna parte


Por Roberto Valencia.


Hasta el rey de España ha oído hablar del nuevo puente de Cacaopera.
No es una exageración literaria. A Juan Carlos Alfonso Víctor María de Borbón y Borbón-Dos Sicilias, a Juan Carlos I, alguien le contó que un majestuoso puente comunica dos recónditos caseríos de Cacaopera. Desde hace seis meses, el río Torola ya no es obstáculo para los escasos –escasos– vecinos de esa zona. Quizá por eso, el rey sintió la necesidad de felicitarlos.
—Quiero expresar mi calurosa enhorabuena a las comunidades salvadoreñas del departamento de Morazán, cuyas comunicaciones, economía agrícola, desarrollo turístico y bienestar social se verán multiplicados por la construcción del puente.

La felicitación la oyeron las 300 personas que el 16 de enero en la mañana estaban en el Teatro Real de Madrid. Ramiro Cortez, Ramiro, la escuchó recostado en una silla de plástico negro y aluminio. Viajó desde Morazán hasta España, y lo sentaron a tres metros del rey. Como le habían sugerido-ordenado días atrás, iba vestido para la ocasión. Llevaba un saco azul marino, zapatos bien lustrados, una camisa blanca abotonada hasta el cuello y corbata a rayas.
—El rey es grande, pero... será que yo no estoy acostumbrado a estar con personalidades así, yo lo miraba como que éramos iguales... en la sociedad. Le saludé, le di la mano, y hablamos un poquito.

Fue muy poco lo que hablaron. No hubo tiempo para los detalles ni para la polémica. No hubo tiempo para contar la historia que hay detrás del puente de Cacaopera.


Oí hablar por primera vez de ese puente el 4 de marzo en la mañana, mes y medio después de que lo elogiara en Madrid Juan Carlos I. Fue en la Embajada de España. Ante su inminente marcha del país, el embajador saliente, Jorge Hevia, invitó a desayunar a los periodistas que trabajamos en El Salvador y que tenemos pasaporte de aquel país. El puente de Cacaopera fue parte de lo comentado por Hevia. Lo citó como un ejemplo del poco eco mediático que tienen algunas obras construidas por la cooperación española. No fueron estas sus palabras, pero lo que quiso decir fue que la inauguración de un puente que lo conoce hasta el rey había pasado sin pena ni gloria por la agenda periodística nacional.

La cooperación española es de las que más coopera. Los números de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) de 2006, los últimos que están consolidados, ubican a España como el país que más dinero destina al desarrollo de El Salvador: $53 millones en esos 12 meses. En segundo y tercer lugar están Estados Unidos y Japón. Juntos –juntos– suman $55 millones.

Las cifras llegaron a mi correo electrónico dos meses después, pero desde el mismo día del desayuno en la embajada el puente de Cacaopera se perfiló como la excusa perfecta para abordar el poco explorado tema de la cooperación internacional, y para retratar si una obra de esta envergadura cambia la vida de sus beneficiarios. Así estaba concebido este artículo... hasta la llamada.

Esto es lo que se escucha cuando uno marca el 2651-0206: “¡Presente por la patria! Se ha comunicado con la Alcaldía de Cacaopera. Si desea comunicarse con el señor alcalde, marque 20; enviar un fax, 21; secretaria...” Marqué el 20, y logré hablar con un señor que se llama José William Argueta Canales y es el alcalde. Gobierna este municipio de 11,000 habitantes bajo la bandera, obvio, del partido ARENA.

Unos pocos minutos de plática telefónica con Argueta fueron suficientes. Debajo del discurso políticamente correcto –“Quiero agradecer al rey Juan Carlos...” “Es una obra de desarrollo más para mi pueblo”– había cierto de grado de resentimiento por su construcción, por haberse construido donde se ha construido y, sobre todo, por ser una obra que llegó al pueblo por la gestión de comunidades que simpatizan con el FMLN.

Fue una primera impresión. Semanas después, cuando entrevisté a Argueta en un restaurante de San Miguel, se disiparon las pocas dudas que quedaban.
—¿No suena más sensato hacerlo donde lo use más gente? –le pregunté. Ya les ampliaré más luego, pero hay quien opina que el puente excede las necesidades de la zona.
—Realmente suena más sensato, pero en realidad, si yo me hubiera puesto a hacer esas situaciones... De por sí es una comunidad contraria a mi persona y a mi ideología, así que si yo hubiera hecho eso, se habrían puesto peor, porque al principio manejaban que el FMLN era el que estaba haciendo el puente, y yo me paré y les dije: “Si es así, pues lo paramos”. Porque lo está haciendo la cooperación española.
—Entonces, está metida la política en este asunto.
—Claro, sí, sí.
—¿Son comunidades que simpatizan más con el FMLN?
—Un 90%.
—¿Y cómo miden si una comunidad es más afín a un partido o a otro?
—Mire, el territorio de Cacaopera está como marcado. Yo tengo mis cantones, como son el cantón Calavera, el cantón Ocotillo, cantón Sunsulaca, el área urbana... Y ellos son fuertes en Agua blanca, Guachipilín, Junquillo... pero son comunidades pequeñas.


Lo había visto ya en fotografías, pero no fue hasta el 9 de abril cuando pude admirarlo. Lo primero, precisar que llamarlo puente de Cacaopera es correcto, porque pertenece a Cacaopera. Pero, por lo escondido que está, su uso hoy por hoy se limita a los habitantes de dos caseríos: El Rodeo y Colón, al sur y al norte del río Torola, respectivamente.

Hay dos placas conmemorativas en la estructura. Las dos son doradas y relucen como si las limpiaran todas las mañanas. Parecen espejos. Aún nadie se las ha robado. Es Morazán. A una de ellas le han dado un par de pedradas –“Cipotadas”, me dijo un lugareño–. La otra revela la inversión total: $434,700. Mucha plata. Es, con diferencia, la obra más cara que se ha concluido en el municipio desde la llegada de Argueta a la alcaldía hace dos años, pero los méritos son de líderes de los cantones de la oposición. Quizá por eso el resentimiento.

Con ese dineral se levantaron en apenas seis meses los 57 metros de longitud que tiene el puente. Es de concreto armado, pero lo nuevo y el sol casi consiguen que se vea blanco. Dentro de las vallas que lo delimitan a lo largo hay espacio para dos grandes arcos que lo singularizan, un amplio carril para vehículos, y dos zonas peatonales, una a cada lado del carril. Casi ningún peatón usa la zona peatonal.

Debajo está el Torola, el río al que solo el Lempa y el Grande de San Miguel le quitan el honor de ser el más extenso del país. El día anterior había llovido, y bajaba más cantidad de agua y más achocolatada que lo que se suele ver en abril. No había silencio, tampoco ruido. Allí suena a río. Alrededor no hay residenciales, ni centros comerciales, ni letreros que recuerdan el sentido humano ni nada por el estilo. Tampoco hay asfalto. Se mire hacia donde se mire, lo que se ven son grandes árboles en un primer plano, y detrás, cerros.

Un lugar idílico. Y el puente, me cuentan, está sirviendo como reclamo para que comience a llegar gente. Turistas, los llaman. La mañana de mi visita no vi ni uno solo, pero puedo afirmar que llega gente. En el suelo, regados alrededor de uno de los pilares de concreto que sostiene el puente conté una bolsa de Papasitas Bocadelli, una de Palitos Diana, un minipack Campero “Tierno, jugoso y crujiente”, un envoltorio de un helado Palykakao de Río Soto, una botella de Aqua Pura de 600 ml, un pamper usado, un vaso desechable y desechado, dos paquetes de cigarrillos Delta rojo, una tarjeta de Tigo de $1.50, dos bolsas de Buenachos, hormigas, una botella de Salvacola aplastada, otra tarjeta de Tigo de $1.50 y una botella de Coca-Cola de dos litros, entre otros elementos que en El Salvador parecen ser indispensables para disfrutar de un buen día de playa en un río.

Ocho días antes de conocer ese tramo del Torola, me había reunido con Guillermo en Antiguo Cuscatlán, en su oficina-hogar de la residencial Lomas de San Francisco. Guillermo Candela García vive en El Salvador desde 1993, tiene esposa e hijos salvadoreños, pero él y su acento son españoles. Nació hace 42 años y es ingeniero de Caminos. Su especialidad, dice, los puentes. Él diseñó el de Cacaopera, y la empresa de la que él es director de ingeniería lo construyó. No solo eso; sin su intervención, nunca se podrían haber puesto en contacto los cooperantes con los cooperados.
—¿Cuántos carros estarán usando el puente?
—Pues muy pocos. A lo mejor pasan cuatro o cinco camioncitos diarios.
—¿Y no le queda la espinita de haber hecho un puente que casi no se usa?
—No, en absoluto.

Esas preguntas fueron casi al final de la entrevista. Antes me había explicado algo que requería una explicación: cómo las personas que financiaron la obra supieron desde Madrid las necesidades de los caseríos El Rodeo y Colón, y el porqué de la generosa donación.

En España hay un grupo empresarial que se llama Acciona. Hoy es un monstruo que aglutina a más de 100 empresas, que opera en los cinco continentes y que, pese a la tan traída y llevada crisis, en los tres primeros meses de este año tuvo ingresos brutos por casi $1,000 millones. A ver, de otra forma. Este grupo promedió del 1.º de enero al 31 de marzo ingresos brutos diarios por $11 millones, más de lo que el Gobierno salvadoreño le asigna al Hospital de Maternidad para todo un año.

Al frente del emporio está la familia Entrecanales. El presidente de Acciona se llama José Manuel Entrecanales y el vicepresidente, Juan Ignacio Entrecanales. Existe una fundación que lleva el nombre del abuelo –Fundación José Entrecanales Ibarra—, y que el año pasado creó el premio Cooperación al Desarrollo. Básicamente, consiste en que ellos entregan 300,000 euros, unos $470,000, para construir un puente en algún país subdesarrollado. No piden contraparte. Solo seriedad en la ejecución.

Guillermo, el ingeniero, trabajó años atrás para los Entrecanales. Sabían de él y de su trabajo, y lo llamaron para que les presentara algún proyecto. Él se puso en contacto con Ramiro –el que platicó con el rey–, y prepararon a la carrera la propuesta que a la postre resultó ganadora. Ambos se conocían de antes. A mediados de la década pasada, Guillermo diseñó otro puente en Cacaopera. Este está sobre el río Chiquito, un tributario del Torola, y es parte de la carretera –hoy– pavimentada que desde el centro urbano –es un decir– de Cacaopera se dirige al centro urbano –ídem– de Corinto. En aquella ocasión lo financió la cooperación francesa; hoy, la española.
—Nosotros –dice– les apoyamos técnicamente e hicimos la intermediación, pero la propuesta debía ser de la asociación.

Que sobre el puente vehicular que diseñó casi no pasen vehículos no es algo que le quite el sueño a Guillermo. Dice que el que se inauguró en 1996 sobre el río Chiquito era –también– “un puente a ninguna parte”. Esas fueron sus palabras. Y hoy forma parte de la pavimentada a Corinto.
—¿Un puente peatonal no habría sido suficiente?
—Vamos a ver... Es que ese es el eterno dilema de la cooperación en todas las partes. ¿Cómo hago las cosas? ¿Medio mal, pero para todos, o las hago bien para unos pocos? ¿Le pongo una champita con cuatro palos a mil gentes o hago una casa un poquito más en condiciones para 50? El planteamiento mío ha sido dejar una obra de calidad que no sea pan para hoy y hambre para mañana, y que sirva como puerta de entrada para futuros proyectos.


Cuesta llegar hasta donde está el puente. Nadie llega allí por casualidad. No hay buses ni microbuses ni mototaxis que se atrevan a echarse ese camino. No hay calles asfaltadas que lleguen a El Rodeo, el caserío ubicado al sur del río. Quizá por eso, la destartalada carretera Cacaopera-Corinto es todo un referente. A pesar de sus mil y un baches, la llaman con respeto La pavimentada. Pero está a más de tres kilómetros.
—Para llegar al puente hay tres kilómetros de infarto –me había advertido Guillermo.

Es aún peor en el otro lado, del Torola hacia el norte. Cuando se deja el puente, hay un pequeño tramo terraceado hasta las primeras casas del caserío Colón. Después solo hay una estrecha vereda, transitable en todo caso por mulos y caballos. Si hubiera calle, aunque fuera polvosa, se podría llegar a Joateca, pero no la hay.

Para la inauguración oficial de la obra, el pasado 1.º de diciembre, los invitados especiales llegaron en helicóptero. Y sí ameritaban el calificativo de especiales. El vicepresidente del emporio Acciona, Juan Ignacio Entrecanales, vino desde España para cortar la cinta, y para ver con sus propios ojos que el casi medio millón de dólares donado se había invertido bien. El puente lleva el nombre de su abuelo. Dicen quienes estuvieron allí que el nieto se regresó satisfecho, complacido.

Esa inauguración es la que pasó casi inadvertida en la agenda mediática nacional, y la que originó, semanas después, el velado reclamo del ex embajador español Hevia. Pero no se trata solo de que apenas hubiera periodistas. Tampoco llegaron ministros ni diputados ni el gobernador departamental. Ni siquiera un representante de la Alcaldía de Cacaopera hizo acto de presencia. El territorio de Cacaopera está políticamente marcado. Fue, prácticamente, un evento para los españoles benefactores y para los vecinos beneficiados.

Conocí y platiqué con un buen número de estos últimos en mi visita al puente. Vicente Ramos Pereira –60 años, sombrero blanco, corvo envainado–, a quien la obra le permite ahora ampliar el recorrido de su paseo matutino. José Geovanny –mochila al hombro, quinto grado, camiseta de la selección argentina–, a quien se le facilita ir a la escuela de El Rodeo desde Colón. Santos Pérez –30 años, cachucha, bigote–, quien junto a su primo pasó toda la mañana llevando costales de arena sobre un mulo de nombre Canelo y un caballo llamado Oso, de un lado a otro del puente.

Impensable hace tan solo un año. Antes, sobre todo durante la estación lluviosa, el río solo se podía atravesar con cable y garrucha. Ahora, se benefician de la inversión de $434,700 unos 600 pobladores de los dos caseríos y algún que otro visitante ocasional. ¿Mereció la pena? Hay repuestas para todos los gustos. Lo que sí parece más claro es que se le fue un poco la mano a quien escribió el comunicado oficial que emitió la Casa Real española: “La construcción de esta obra permitirá resolver los grandes problemas de desarrollo económico y social, educativo y sanitario del municipio de Cacaopera, derivados de su difícil acceso”.


El número del celular de Ramiro me lo dio Guillermo. Ramiro Cortez nació hace 32 años en Cacaopera, y sigue viviendo allí. Quizá haya sido el primer vecino de ese municipio que saluda y platica con un rey. Es moreno de piel, bajito pero fornido, y un bigote es lo más distintivo que hay en su rostro. El deseo de entrevistarlo era por ser el director de Campesinos para el Desarrollo Humano (CDH), la organización no gubernamental que intenta amortiguar la práctica ausencia del Estado en la zona norte de Cacaopera.

La cita con él fue en la clínica comunal del caserío El Rodeo. Es una especie de unidad de salud con la salvedad de que no depende del Gobierno, sino que la sostiene la comunidad. Hay otra diferencia que salta a la vista. Está pintada de rojo y blanco, en vez del azul y blanco que caracteriza a los centros que dependen del Ministerio de Salud.

Allí estaba Mónica Dhand, la doctora, y su apellido no engaña. Es extranjera. Tiene 28 años, voluptuosa y lleva piercing en la nariz. Nació en Filadelfia, y allí vivía hasta que el año pasado se interesó en un programa que la universidad en la que estudia ofrece a sus alumnos. La oferta se puede resumir en realizar las horas sociales en países subdesarrollados. Un grupo se fue a Tanzania; ella prefirió El Salvador.

En la habitación donde platiqué con Ramiro, dentro del edificio que alberga la clínica, me encontré con Monseñor Romero y Schafik Hándal. Fuera, sobre la fachada principal, se leía en grandes letras de colores Bienvenidos Feliz Navidad y próspero Año Nuevo. En abril.

Durante una hora, Ramiro me contó sobre los proyectos financiados por la cooperación internacional, sobre el puente, sobre la visita a Madrid, sobre la polémica con el alcalde. Y, viviendo tan cerca del puente, pensé que era la persona indicada para resolver de una vez por todas la pregunta.
—¿Cuántos carros pasan por el puente al día?
—Ahorita, quizá dos o tres, que van a traer o a dejar cosas al otro lado, y todo eso. Digamos que viéndolo así, a corto plazo, pues puede ser que no esté dando el gran beneficio por lo que costó, pero para nosotros sí, porque el simple hecho de que pasen más favorable los niños, y los ancianos también, eso ya es para nosotros ganancia.

La obra vino como caída del cielo. Todo fue muy rápido. Tanto que incluso se obviaron algunos requisitos legales, como el permiso ambiental, por citar un ejemplo. Ahora, hasta Ramiro admite que supera las expectativas que tenían.
—Talvez en un momento no esperábamos ya tener un puente vehicular, sino que más que todo pensábamos en una pasarela.
—¿Una peatonal?
—Sí, correcto, una peatonal, pues por la cuestión de que no querían financiar...
—¿Una de hamaca?
—Correcto. Pero luego nos financian en su totalidad el proyecto, y se hizo el puente vehicular, que hasta el momento es el mejor que está aquí en El Salvador, según dicen.

Su solidez no está en discusión, pero sí su futuro. El puente se ha construido en una zona que se inundaría si alguna vez se concretan los planes de la Comisión Ejecutiva Hidroeléctrica del Río Lempa (CEL). El agua lo cubriría por completo.

Si de represas se habla, el río Torola aparece ligado a la palabra Chaparral desde hace años. Este proyecto afecta a la zona norte del departamento de San Miguel, lejos de Cacaopera; sin embargo, no es el único embalse que la CEL tiene contemplado crear en ese afluente a medio y largo plazo. Y una de esas otras represas dejaría bajo agua el puente José Entrecanales Ibarra.

Ya llegaron incluso a El Rodeo algunos técnicos a hacer mediciones. Y un grupo de vecinos se desplazó después a pedir explicaciones en la CEL, y les confirmaron que el proyecto está ahí, engavetado porque hoy no es la prioridad, pero con la idea de realizarse. Lo sabe Ramiro –“Si hacen la represa, sí, se pierde”– y lo sabe Guillermo –“Habrá problemas cuando CEL decida hacer el total aprovechamiento hidroeléctrico del río”–, pero el puente se hizo, los $434,700 fueron invertidos.


Dicen ahora que El Salvador es un país de renta media –casi– alta, pero Cacaopera sigue pobre, apagada, sedienta. Al municipio ya llegó Red Solidaria, el programa de entrega de bonos mensuales de $15 o $20 para que los niños estudien y vayan al médico. Es uno de los municipios más pobres de El Salvador, y los caseríos El Rodeo y Colón son dos de los más pobres de Cacaopera.

Ya se ha dicho que no llegan el asfalto ni los buses. Tampoco hay agua potable. Los que han podido pagar cientos de metros de manguera la traen por cuenta propia desde el cerro El Boquerón. Junto al puente hay un puñado de esos tubos negros que cruzan suspendidos en los árboles el río Torola. Tampoco hay energía eléctrica. Unas pocas familias de El Rodeo han podido comprar un panel solar. La cooperación alemana los instaló en la clínica comunal, se ve que funcionan para lo básico, y cundió el ejemplo entre quienes se lo podían permitir. Tampoco hay instituto para estudiar bachillerato. Por no haber, no hay ni iglesias evangélicas.

Lo que no parece faltar es el optimismo.
—¿Aquí mucha gente tiene caballo? –pregunto a Ramiro.
—Antes era más. Era una necesidad. Pero aquí ahora, aunque no llega el transporte, sí hay facilidades. A cualquiera se le pide un viaje y se le da aventón.
—¿Y hay muchos carros en esta zona?
—Sí, por lo menos hay unos cuatro vehículos

Nacido en Cacaopera, el alcalde Argueta también irradia optimismo. A pesar del puente, aspira a ser reelegido. Cuando me lo encontré llevaba una camisa de botones con el emblema del partido. Lo había ido a buscar a la alcaldía, pero me dijeron que estaba en San Miguel.

La alcaldía, en pleno centro, está recién remodelada. Gastaron $60,000 y la dejaron con un suelo embaldosado y brillante, tan brillante que parece mojado. Le añadieron una segunda planta, le redecoraron la fachada con pintura blanca, azul y roja, y compraron unas sillas plásticas para comodidad de los visitantes. Casualmente, son de los mismos tres colores.

Para la inauguración oficial, el pasado 24 de octubre, llegó el presidente de la República, Antonio Saca. También diputados y el gobernador departamental. Era miércoles, pero suspendieron las clases de algunos centros educativos para que los niños pudieran ver a su presidente. Una plaza llena luce más.

Mes y medio después, se inauguró el puente en El Rodeo. Y otro mes y medio más tarde fue el evento en el Teatro Real de Madrid con el rey.
—Me dijeron –dice Argueta– que íbamos a ir a España a recibir el premio y después no me invitaron.
—¿No le llegó invitación?
—No.
—Pero usted fue invitado a la inauguración, y no asistió.
—Cierto, me invitaron, pero yo me disculpé porque estaba fuera del país, y puedo demostrarlo con el pasaporte y todo.
—¿Y no pudo llegar nadie en su representación?
—Yo delegué en el segundo concejal propietario, pero no fue, y ahí yo no podía obligarlo.
—¿Y al acto de Madrid ni lo invitaron?
—No.
—¿Y cómo lo interpreta usted? ¿Una represalia por no haber asistido al primer evento?
—Sinceramente, no sé. Yo, como creo mucho en Dios, pensé que si no me habían invitado era porque quizá algo me iba a pasar.

Hablamos un poco más sobre el puente, sobre su mantenimiento y sobre las diferencias políticas al interior del municipio. Si en algo se mostró claro Argueta fue en asegurar que llevar el asfalto hasta la nueva estructura no es algo que pueda hacerse con los montos que maneja la alcaldía. Salvo que el Gobierno o la cooperación extranjera tomen cartas en el asunto, el de Cacaopera seguirá siendo un majestuoso puente a ninguna parte.


Vea mas imágenes del puente aquí.
Esta crónica apareció publicada en la edición del 25 de mayo de 2008 de la revista Enfoques, de La Prensa Gráfica.

Crónica de una visita a la desahuciada iglesia El Carmen



Abandonada a su propia suerte


Si se concretara alguna vez la idea de crear una diócesis para La Libertad, su catedral sería la iglesia El Carmen de Santa Tecla. Hasta el 13 de enero de 2001 estaba claro. Pero lo ocurrido aquel día lo cambió todo. Hoy, más de siete años después, el centenario templo sigue malherido, con sus puertas cerradas y sin visos de que esto cambie, al menos a mejor.

Por Roberto Valencia.



Él cree que poco se puede hacer ya. Han pasado más de siete años desde el terremoto de 2001 y el templo está igual. Igual de mal. Grietas, muebles apilados, láminas, maleza, soledad, decadencia. Por todo eso pidió como favor una copia de las fotografías que ilustran este reportaje. Es posible, dijo, que sean de las últimas que se hagan: “Las queremos por si se cae, para tener un recuerdo“. Aunque dolido por tratarse de una parte de su vida, él cree que ya poco se puede hacer para evitarlo.

Es la iglesia El Carmen, la de las dos torres que apuntan hacia el cielo, la que se ganó el honor de ser uno de los emblemas de Santa Tecla. En 2010 se cumplirán —se cumplirían— 100 años desde que se terminó su portada, en madera y de estilo neogótica, la que durante décadas ha convertido este edificio en el referente católico de la joven ciudad. Un siglo de primeras comuniones, de funerales, de coros, de bautizos y de bodas. Todo se detuvo aquel 13 de enero.

Hoy, el templo está como está, y después de haber escuchado a los voceros de las instituciones que más tienen que decir sobre su futuro —Iglesia católica y Consejo Nacional para la Cultura y el arte (CONCULTURA)—, la metáfora que mejor se ajusta a la situación de El Carmen es pensar en ella como en uno de esos reos estadounidenses condenados a muerte, esos que esperan vestidos de naranja el día de su ejecución.

Quien pidió las fotografías como un recuerdo es Andrés Salvador Carranza Oña. Para sus feligreses y conocidos es simplemente el padre Chambita. Desde hace 17 años él es el párroco, pero está ligado a ella desde mucho tiempo antes. Nacido en Burgos —provincia española famosa por su imponente catedral gótica—, llegó a El Salvador en 1956. Él es parte de ese grupo de jesuitas sin los que resulta difícil explicar la historia reciente del país. Le gusta hablar, escarbar en sus recuerdos y llamar “mi hermano“ a sus interlocutores. Es alto, delgado y, a pesar de su espesa barba vencida por las canas, aparenta menos de los 71 años que tiene.



Él fue el guía para el recorrido, para mostrar cómo está el templo siete años después de que se estremeció.

Incluso antes de entrar, El Carmen llama la atención. Sus torres pueden verse de varias cuadras a la redonda. La dirección es avenida Manuel Gallardo y 1.ª calle poniente, arteria que la alcaldía rebautizó como la calle Padres Jesuitas. En salvadoreño, es la que está dos cuadras al norte del parque Daniel Hernández, frente a la parada de bus del Banco Agrícola.

Desde esa parada, a través de una puerta gris, se ve casi toda la fachada. La madera luce vieja y arrugada, como un papel que se ha secado después de estar mojado. Se echa en falta la imagen de la virgen, que la bajaron tras el terremoto. Ahora está junto al hangar anexo, donde el padre Chambita y otros jesuitas celebran misa todos y cada uno de los días de la semana. Salvo esa puerta gris, toda la verja que rodea lo que podría considerarse el atrio está cubierta con oxidadas láminas de zinc, como si se quisiera ocultar la decadencia. Al otro lado, hay helechos queriéndose adueñar de las agrietadas paredes exteriores, hay troncos, hojas y ramas secas esparcidas por el suelo, y hay un par de matas de guineo que uno no sabe bien qué hacen ahí.

Las láminas de zinc están rematadas con alambre de espino o alambre razor. Pero no sirvió de mucho. Desde hace poco más de un año el templo cuenta con alarma. La instalaron después de que unos ladrones se llevaron un buen número de bancas, la Carmela y poco faltó para que también desapareciera la Chaleca. Ellas son dos de las tres campanas que estaban en las torres.



Una vez dentro de El Carmen, el panorama cambia. El padre Chambita lleva un casco plástico gris que de poco le serviría si el edificio se viene abajo, como teme, y narra con pasión cómo fue el día del terremoto. Por la pared que desapareció casi por completo, la oriental, salieron unos estudiantes que estaban de visita en el templo. El gigantesco hueco de 12 metros de longitud sigue ahí, cubierto por una endeble estructura de láminas. Se colocó en 2001, y nadie ha hecho nada más desde entonces. Sin ellas, se verían las matas de guineo de fuera.

No están las alineadas bancas, y la nave parece por ello más larga y más desnuda. Se mire donde se mire, no hay más de tres metros de pared sin grietas o sin agujeros en toda la mitad inferior. La situación cambia en la mitad superior, la sostenida por las columnas, que no ha perdido su encanto. Si se mira a algunas partes del suelo, uno se encuentra con las evidencias de que algún animal ha estado arriba. Si se mira hacia arriba, se ven palomas de Castilla revoloteando. Ni el alambre de púas ni la alarma han frenado a estos animales, los que más ganaron con el tácito abandono de una iglesia que era la candidata número uno para convertirse en la catedral de Santa Tecla.

En toda la estructura hay luz natural más que suficiente, y tiene mobiliario eclesiástico de madera amontando en la parte delantera. La sensación ahí dentro es también de decadencia, pero es distinta a la que se tiene fuera. La nave y sus 32 columnas mantienen intacto su poder de seducción, ese que durante más de nueve décadas estuvo al alcance de cualquier feligrés o visitante. Ahora está bajo llave.




El recorrido termina en las entrañas del templo, que El Carmen las tiene en sus dos emblemáticas torres. Son, escribieron los entendidos, las que menos sufrieron aquel 13 de enero. Son de madera, y no de adobe o mampostería, como los muros colapsados. Pero que no les afectara tanto el terremoto no significa que gocen de buena salud. Un siglo es mucho tiempo para la madera.

Para subir, la entrada está en una puerta casi oculta y situada en la parte inferior de la torre derecha. Dentro, hay distintos bloques de escaleras y hay oscuridad. Sobra la oscuridad. Algunos peldaños se mueven, la madera está agujereada y cruje. Todo eso, unido al hecho de ser un edificio cerrado por peligro de colapso, hace que la incertidumbre sea difícil de vencer. Hay tramos, los más altos, en los que la oscuridad hace a uno ir a tientas. Y ni el sonido de las palomas ni su olor contribuyen a la tranquilidad.

Antes de llegar al primer nivel, si es que se puede llamar así, el padre Chambita explica la primera sorpresa: “La fachada que hoy vemos es una fachada añadida. La fachada principal es un triple arco, porque El Carmen iba a ser al principio mucho más baja, neocolonial, y la que se ve es la añadida“. En las entrañas se ve con claridad lo que quiere explicar: un muro macizo y oculto tras la estructura de madera.

El segundo nivel es el tejado de la nave, con láminas de zinc blancas marcadas por el óxido. Es el lugar donde estaban las campanas y la imagen de El Carmen. Desde ahí arriba, se ve el pecado que se cometió al construir las residenciales que trepan las cordillera del Bálsamo; se ve la renovada iglesia de la Inmaculada Concepción; se ve el bullicioso mercado; se ve el volcán de San Salvador; se ven decenas de tejados donde hay más láminas que tejas. En definitiva, se ve Santa Tecla, la ciudad creada vía decreto.

Aún se puede subir más, hasta las estilizadas cúpulas de las torres. Hay más escaleras, pero ya no merece la pena. Lo que se intuye arriba, entre la oscuridad, es solo una maraña de vigas y tablas.

Ahí termina el recorrido, y empiezan las preguntas. ¿Se puede salvar El Carmen? ¿Por qué no se ha hecho nada en siete años? ¿Y si ocurriera otro terremoto mañana? En función de a quién se le pregunte se obtienen respuestas distintas, contrapuestas.

Hay un chiste por ahí que dice que cuando en El Vaticano se va la luz, el dominico se sienta a reflexionar sobre la luz y las tinieblas, el franciscano se arrodilla y saluda a la hermana oscuridad, y el jesuita sale y arregla los fusibles.
En 2001, la Compañía de Jesús, que administra El Carmen desde 1914, no se quedó de brazos cruzados. Allí han rezado, cantado y orado Ignacio Ellacuría, Jon Sobrino, Segundo Montes, Nacho Martín Baró, Chema Tojeira… También Jon Cortina. Ingeniero además de sacerdote, fue quien encabezó el equipo que evaluó los daños. “Después de haber estudiado la estructura, me vino el padre Jon, una persona que era todo corazón, y con unos lagrimones en su cara me dijo: ‘Chamba, el templo no se puede salvar’”, recuerda el párroco. Las conclusiones de este estudio fueron concluyentes: demoler la estructura existente, y recuperar los materiales decorativos para una nueva edificación. Entre lo salvable estaban la fachada y sus torres.

En CONCULTURA no dan credibilidad a este estudio. Héctor Sermeño, director nacional de Patrimonio Cultural, dice tener otros tres que aseguran que, si se interviene, no habría que demoler nada. Cita como argumento lo ocurrido en 1986 con la basílica del Sagrado Corazón de San Salvador, la situada en la calle Arce. Muy parecida a El Carmen en cuanto a estilo y materiales, se dañó aquel fatídico 10 de octubre, se intervino, y hoy está más parada que nunca.

Las acusaciones entre una y otra parte van más allá, bastante más allá. El padre Chambita afirma que un dinero que hizo llegar para El Carmen a través de CONCULTURA la estadounidense Fundación Getty se estaba consumiendo más en gastos de administración que en las necesarias obras. Sermeño, por su parte, no se queda atrás. Cuando se le preguntó por la pared que no existe, esta fue su respuesta: “Puede que la estén botando de noche. Piedra por piedra, y adobe por adobe. ¿Quién me asegura a mí que no han permitido el ingreso para hacerlo?“ Con esa insinuación, está acusando a los jesuitas de destruir el templo, su templo.

Así están las cosas entre los actores llamados a ayudar a El Carmen.

Por un lado, la comunidad jesuita, que es la usufructuaria de un templo que pertenece al arzobispado de San Salvador, dice no poder asumir los costos ni siquiera de lo que el estudio de Jon Cortina concluyó. Con cifras preliminares de 2001, era alrededor de $1 millón lo que había que invertir para demoler lo inservible, conservar lo conservable y levantar un edificio nuevo. “Antes del terremoto, el sueño era que terminara convirtiéndose en la catedral de Santa Tecla, pero hoy no merece la pena hacer un gasto de millones en invertir en una cosa que no va a poder ser iglesia“, se sincera el padre Chambita.

El Gobierno, a través de CONCULTURA, dice estar interesadísimo en su conservación, pero ese interés no se traduce en dólares. El artículo 32 de la Ley Especial de Protección de Patrimonio Cultural permite expropiar un bien “cuando el propietario o tenedor no cumpla con las medidas de conservación“ o “cuando haya sido declarado monumento nacional“, petición que en siete años no ha llegado a la Asamblea. “Los propietarios siguen sin presentarnos alternativa de reconstrucción“, responde Sermeño al sugerirle la pasividad de la institución que representa.

En lo que ambos están de acuerdo es en que para cualquier cosa que se quiera hacer por El Carmen habría que realizar más estudios, actualizar las cifras e invertir una desconocida pero elevada suma de dinero que ni la Compañía de Jesús ni CONCULTURA están, hoy por hoy, dispuestos a poner sobre la mesa. Se perdieron ya siete años, y este es un país en el que cualquier día puede temblar. Por eso la metáfora sobre el reo vestido de naranja esperando el día de su ejecución.

El padre Chambita, 17 años de párroco y 51 desde que se instaló por primera vez en la residencia anexa a El Carmen, cree que poco se puede hacer ya, y no lo intenta ocultar.
—A usted ¿que le gustaría que hubiera aquí dentro de 50 años?
—Pues... un buen centro cultural, abierto a la religión y a los religiosos, algo así como una extensión de la UCA.




Puede ver más fotografías de la iglesia pulsando aquí.
Este artículo se publicó en la edición del 2 de marzo de 2008 en Revista Dominical, de La Prensa Gráfica.

Crónica de un cangrejo en el Bajo Lempa.


Mucho que decir sobre los punches

Incluso en un país al que llaman Pulgarcito hay zonas, como el Bajo Lempa, que suenan lejanas para quien vive en la capital. Ahí se está cuajando un conflicto que tiene al punche como involuntario protagonista, una disputa que suena lejana, distante, pero que ilustra por qué el medio ambiente está como está. Mal.

Por Roberto Valencia

Hay conversaciones que duelen. Esta tuvo lugar el 13 de febrero, tras haber pasado el día escuchando quejas de los pescadores artesanales en la desembocadura del río Lempa, en confianza. Aquella es zona que depende en gran medida del punche, un cangrejo que supo hacer del manglar su hábitat y que hoy en día intenta sobrevivir a sus principales enemigos: el mapache y el ser humano. Hay poco que decir sobre a quién debería tenerle más miedo.

-El mapache —habla José Mario Martínez— es listo. Cuando el punche está en la trampa, le hace así con una manita, mete la otra, y ya, saca el punche.
-Solo le hace falta fabricar las trampas, ¿no?
-Solo fabricarlas, sí, pero son buenos los mapaches. Yo, cuando los hallo, los mato y me los como asados, o en sopa.
-Ah, pero se refiere a que son buenos de sabor.
-Sí, ahhh.
-Y, aparte del mapache, ¿qué hay por aquí? ¿Hay venados?
-No, se los acabaron. Mire, cuando se dieron los Acuerdos de Paz aquí había una especie de venados... y se los acabaron los grandes, porque a veces nos piden a los pobres que respetemos el ambiente y los grandes no respetan.
-¿A quién se refiere?
-A los grandes, a los cuelludos. Cuando acabó la guerra venían hasta siete y ocho tiradores en grandes carros...
-...a matar venados.
-Sí, a matarlos, y se llevaban cinco o seis. Este muchacho —y señala a un hombre cuarentón que rápido asiente con una sonrisa— tiene una foto en la que hay tres venados colgados de un solo. A nosotros nos daban 50 pesos por arriarlos hacia donde estaban ellos disparando. Nos daban los 50 colones, y nos dejaban el animal después de quitarle las piernas, los brazuelos y el lomo. Y así mataron todo ese animalero que había.
-Cuche de monte, ¿queda?
-Nada.
-Lo más grande que queda, ¿qué es?
-Solo el mapache… y el gato de monte.

José Mario tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 50 años, es un punchero de la comunidad La Chacastera, en Jiquilisco, y sus palabras, si bien se circunscriben a una zona concreta, ilustran por qué El Salvador está como está en términos medioambientales. Mal. Lo dice él y lo dice también la prestigiosa Universidad de Yale (Estados Unidos), que en enero hizo pública su actualización del llamado Índice de Desempeño Ambiental. De entre los 149 países evaluados en todo el mundo, en el apartado de Hábitat y Biodiversidad El Salvador tiene a 140 encima y solo 8 debajo.

El país —lo dice Yale— está mal, pero ni ese sombrío panorama impide que todavía haya algunos oasis de vida silvestre regados por el territorio. Una de esas excepciones es la ribera oriental de la desembocadura del río Lempa. Ahí es donde viven José Mario, un indeterminado número de mapaches y miles, decenas de miles, cientos de miles de punches.



En Perú lo llaman cangrejo del manglar; en Ecuador, cangrejo rojo; y en Centroamérica, punche. Su nombre científico es Ucides occidentalis. Se reconoce con facilidad. Sus patas y sus tenazas son moradas, y su caparazón, anaranjado, puede llegar a medir lo mismo que una tarjeta de crédito. Su vida está ligada al mangle, al fango, y quienes los han estudiado afirman que se alimenta de hojas, que tarda un mínimo de dos años en desarrollarse, y que una hembra pone no menos de 120,000 huevos cada año. De esa cifra, con suerte, apenas un puñado llegará a la adultez.
Así es, a grandes rasgos, la vida del punche.

“Si los de la isla Montecristo no se hubieran puesto a cuidar este cañón, no hubiera punches ahora, ni chimbolos hubiera”, exagera José Mario. Habla sobre El Izcanal, un canal de agua salobre que para los residentes en ese sector del Bajo Lempa se ha convertido estos días en motivo de preocupación, de tensiones, de conflicto.

La isla Montecristo que menciona, en realidad, no es una isla. Se puede salir caminando hasta San Juan del Gozo, algo que toma unas cuatro horas, y desde allí hay una calle sin asfaltar que permite alcanzar la carretera El Litoral. Sobre un mapa, la mal llamada isla pertenece a Jiquilisco, pero ellos miran más hacia San Vicente. El caserío La Pita, de Tecoluca, lo tienen a apenas 15 minutos en lancha si atraviesan el Lempa, y hasta allí llegan buses.

La comunidad Montecristo, sin embargo, sí es una comunidad, si como comunidad se entiende a un conjunto de personas que vive en un mismo lugar y bajo unas mismas normas. Son 37 familias, unas 120 personas. En su día se taló mucho, y hay espacio. Las casas están separadas unas de otras, y si hubiera que llamar plaza a algo, sería a la explanada situada frente al embarcadero principal.

En esa plaza, lo que se ve cuando uno desembarca son gallinas que pasean libremente, troncos apilados en el suelo, unos pocos árboles —vivos— que dan una agradecida sombra, casas de bloque y casas de madera, niños, mujeres, perros, hombres, redes para la pesca, hamacas, un pozo, una letrina pública, una vaca tan delgada que se le pueden contar las costillas y un suelo reseco y polvoso en el que se quedan marcadas las huellas de las patas de las gallinas.


Completan el cuadro la Tintorera I, la Sulmita II, las Conchas II y Brasil. Son lanchas, las que no habían salido a faenar. Casi todos se dedican a la pesca artesanal, pero en los espacios usurpados al manglar se cultiva maíz, pipián, ayote y hay una incipiente apuesta por el marañón.

En Montecristo, digan lo que digan las compañías telefónicas en sus campañas publicitarias, no hay señal de celular.

Reyes Cruz Parada también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 48 años, punchea aunque no depende de ello para subsistir, usa una cachucha que le cubren las canas y es la persona que la comunidad Montecristo designó para ser su representante. Preside la asociación de desarrollo comunal.

Da la impresión de ser una buena persona. En parte, porque admite errores propios, algo que no encaja muy bien en la forma de ser del salvadoreño promedio. Reyes no tiene reparo en reconocer que la comunidad que representa, la Montecristo, también se pasea en el medio ambiente: “A veces, nosotros mismos somos un poco farsantes, porque no somos todos 10, y es bueno reconocer los errores que estamos cometiendo para ir mejorando”.

Con idéntica claridad —“Aquí han venido a alborotar el panal”— señala al Gobierno, al Centro de Desarrollo de la Pesca y la Acuicultura (CENDEPESCA), como la entidad que causó la preocupación que se ha apoderado estos días de la ribera oriental de la desembocadura del Lempa.

El conflicto se puede resumir así. El ya mencionado cañón El Izcanal ha representado desde hace décadas el sustento para muchas familias del sector. De ahí se extraen punches, también bagre y chimbera y pargo y róbalo... La Montecristo está justo en la entrada a este paradisíaco canal de agua.

Hace casi un año, y por iniciativa propia, la comunidad decidió proteger El Izcanal. La idea la apoyan personas de otras comunidades de la zona, y en todos se percibe un sentimiento de pertenencia sobre el cañón. Ante la cada vez más mayor presencia de pescadores foráneos, aprobaron que vigilarían la entrada y, de buenas maneras, explicarían a quienes lleguen que no se puede extraer recursos. Dicho y hecho.

Todo iba razonablemente bien hasta que CENDEPESCA llegó a “alborotar el panal”. Iba bien porque la medida parece haber beneficiado al ecosistema. Lo dicen los pescadores y lo dice también la Universidad de El Salvador. Un estudio del Instituto de Ciencias del Mar (ICMARES) avala la tesis de que El Izcanal generó más recursos que otros canales sin el acceso restringido. Los técnicos llegaron a esa conclusión después de pasarse buena parte de la segunda mitad el año pasado contando y midiendo punches y peces.

Pese al comprobado éxito de la medida, CENDEPESCA aprobó y publicó en el Diario Oficial a mediados de enero la resolución de la discordia. En ella, se decreta una veda total en el cañón desde el 1.º de enero hasta el 31 de marzo. Pero a partir de esa fecha, cualquier pescador que tenga su licencia vigente podrá llegar a El Izcanal y llevarse cuanto quiera si usa las redes apropiadas y respeta los tamaños. Pueden llegar de La Libertad, de Acajutla, de El Cuco y hasta de Meanguera del Golfo; sin embargo, a los que más temen en la Montecristo, por la cercanía y por su número, son a los de San Luis La Herradura, en La Paz.

Manuel Fermín Oliva Quezada también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Él es el director general de CENDEPESCA, y es la persona que estampó su firma en la polémica resolución. Sentado en su despacho, ubicado en Santa Tecla, defiende lo que firmó, alegando que es inconstitucional que un grupo de personas se apodere de un cañón, y escudándose en un recién elaborado plan de manejo de los recursos pesqueros en el sector Estero de Jaltepeque-Bajo Lempa.

Aunque Oliva intenta matizarlo, lo cierto es que la resolución tiene un tufo a querer castigar a quienes decidieron cuidar, y beneficiar a quienes sobreexplotaron los recursos que tenían más cerca. Y en todas las conversaciones aparece Jaltepeque, que en su mayor parte pertenece a San Luis La Herradura. Allí, por la pesca descontrolada, hay muchos puncheros y pocos punches; muchos pescadores y pocos pescados. Hasta Oliva está consciente de eso: “Las comunidades grandes, de San Luis La Herradura, de La Zorra (un cantón), si se vienen para El Izcanal, sí va a ser un problema”. Aun así, firmó la polémica resolución.

El Izcanal es un cañón de agua que supera los seis kilómetros de longitud. Arranca en el Lempa, hace un giro curioso alrededor de la Montecristo, y se introduce, paralelo a la costa, en el municipio de Jiquilisco. Salvo algunos claros abiertos para cultivos en la primera mitad, todo lo que se ve a un lado y a otro es mangle, el hábitat del punche. Sin manglar, no hay punche.

Surcar El Izcanal en lancha impresiona. Los últimos dos kilómetros, donde el cauce es más estrecho, son de una espesura tal que adentrarse da la sensación de que comienza a anochecer. El mangle es alto, de hasta 30 metros de altura, y pertenece, dicen quienes saben de esto, a la variedad mangle rojo espigado. Se asemeja a un árbol con dos ramajes: arriba, el tradicional, con sus hojitas; abajo, otro formado por las raíces.

Esa parte inferior, que es la que caracteriza visualmente al manglar, es como si un gigante hubiera arrancado los árboles corrientes de otra parte, les hubiera quitado sus hojas una a una, y los hubiera clavado boca abajo en El Izcanal, dejando la mitad de las peladas ramas fuera del fango.
Así es, a grandes rasgos, el lugar donde vive el punche.

Pablo Ramírez también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 56 años, vive en La Tirana y, aunque hay una veda de CENDEPESCA que lo impide, punchea. Lo lleva haciendo años. El 13 de febrero, a eso de las 4 de la tarde, salía del manglar embarrado, con su cachucha, descamisado, y con botas de hule. Junto a su perra Mika había llegado ahí remando en su humilde cayuco a las 7 de la mañana. En la retirada lo acompañaban dos costales llenos con seis docenas de punches. Con suerte, al día siguiente le pagarían unos $8.

Pablo salía sonriente. Conoce a Reyes, el presidente de la Montecristo. Hay camaradería. Los dos son oriundos. Creen que pueden punchear sin poner en peligro el recurso, que pueden ignorar la veda de CENDEPESCA. El temor es a los de fuera, a los que se acabaron el estero de Jaltepeque.

El oficio de punchero no está al alcance de cualquiera. Hay que despertarse antes de que salga el sol, adentrarse en un canal, caminar sobre las estrechas pero resistentes raíces del mangle, saber dónde dejar las trampas, y al final, si un mapache no se ha adelantado, exponerse a un doloroso pellizco al agarrar el punche y o al amarrarle las tenazas con tul o un material al que llaman penca de caulote. Esta es la manera fácil.

La sufrida es sin las trampas, como lo hace Pablo. El fango sobre el que se asientan las raíces del mangle es tan blando que con solo pararse uno se hunde hasta los tobillos. De ahí la importancia de saber caminar sobre las raíces. Cuando esto se domina, un punchero se enfrenta a cientos de agujeros en el lodo, y solo unos pocos tienen premio. Para acertar, hay que saber detectar finísimos aruñazos en la entrada. Con el tiempo, el punchero llega a conocer si es un ejemplar macho o hembra lo que hay en el fondo.

Y la expresión “en el fondo” es literal. Sacar el punche a mano desnuda requiere la mayoría de las veces meter el brazo entero en el fango, hasta el sobaco. La misma operación, y dando por sentado que se acierta en la elección del agujero, hay que repetirla unas 80 o 90 veces para que el día se pueda considerar productivo. Así es, a grandes rasgos, como se captura el punche.




Nathan Weller también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Tiene 28 años, estudia en el Monterey Institute de California, y es alto, seco y chele, chelísimo. No le hace falta decir que es estadounidense para que uno infiera que es estadounidense. Llegó en enero al país para trabajar como voluntario de la Asociación Mangle, una ONG local, y lleva varias semanas encuestando a puncheros para radiografiar esta forma de ganarse la vida.

Su trabajo ha permitido conocer que en más de la mitad de las 70 familias de la comunidad Las Mesitas, siempre en Jiquilisco, hay algún punchero. Y que cada uno, en promedio, saca de El Izcanal más de 400 punches semanales desde enero a junio. Y que durante esos meses no tienen otra fuente de ingreso. Por eso el temor a la resolución de CENDEPESCA, a la oleada de pescadores foráneos. “No se llevan 10 ó 20 docenas; son lanchadas”, ilustra la preocupación colectiva el veterano Atlixco Funes Serrano, de la Montecristo.

Carlos Giovanni Rivera también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa. Él es uno de los investigadores del ICMARES que estuvo contando punches. Las conclusiones sorprenden. Son cálculos preliminares, advierte, pero en la porción de 30 kilómetros cuadrados en torno a El Izcanal se estima que hay 550,000 docenas. En otras palabras, en un pedazo de tierra poco más grande que Soyapango viven más punches que salvadoreños en todo El Salvador.
Así son, a grandes rasgos, las estimaciones sobre cuánto punche queda en la zona.

Suena a abundancia, pero el propio Giovanni se encarga de contener la euforia. Si 120 puncheros extraen ocho docenas diarias en un año se habrán llevado 350,000 docenas. No hay que ser un experto matemático para suponer qué ocurriría se llegaran 200 puncheros al sector a partir del 1.º de abril. De ahí la preocupación.

Oliva, el de CENDEPESCA, cree que en la Montecristo se está sobreestimando el problema. Dice que a El Izcanal les esperan tiempos mejores por la veda —esa que no se está respetando—, por las disposiciones en cuanto a aperos de pesca que se permiten usar, y por haber decretado tamaños mínimos para poder sacar un punche o un pez.

Al preguntarle quién hará respetará todo eso, contesta que las comunidades, CENDEPESCA y la PNC. La respuesta está cargada de optimismo, pero amerita el calificativo de estúpida si se tiene en cuenta que los que en el discurso de Oliva deberían evitar que un punchero use más de 40 trampas —PNC, CENDEPESCA y comunidades— no han sabido poner freno a un fenómeno ilegal y estruendoso como es la pesca con explosivos.

José Mario, el que se come los mapaches asados o en sopa, lo ilustra así: “Es bombardeo lo que hay en la bahía de Jiquilisco”. Óscar Carranza, un biólogo que trabaja en la zona para la Asociación Mangle, es igual de explícito: “De la isla de Méndez hacia oriente (prácticamente toda la bahía), parece como que es feria, bomba tras bomba”. No está de más recordar que la onda expansiva que en el agua provoca el explosivo revienta a todo bicho viviente que esté cerca.

El Ministerio de Medio Ambiente es el tutor legal de las áreas naturales del país, pero su presencia en este sector es casi nula. Se limita a visitas esporádicas y a canalizar la ayuda de países cooperantes hacia algunos pequeños proyectos. Estados Unidos, a través del el Fondo de la Iniciativa para las Américas (FIAES) es uno de los países que invierten ahí. Ni el hecho de que la bahía de Jiquilisco sea área Ramsar y Reserva de la Biósfera parece haber cambiado mucho la falta de recursos. Basta señalar que este año el presupuesto que el Gobierno destinó al Ministerio de Medio Ambiente bajó un 20%.

Lo que sí apadrina esta cartera son estudios y más estudios. En abril de 2004, en el documento elaborado para pedir que la bahía de Jiquilisco fuera área Ramsar, esto es lo que se constató: “Existe un gravísimo problema de pesca con explosivos a lo largo de toda la bahía (se estima que hay alrededor de 150 personas desarrollando esta técnica de pesca ilegal); existen graves amenazas a la biodiversidad, producidas porque los barcos arrastreros que se dedican a la pesca industrial del camarón faenan muy cerca de la costa, afectando a las tortugas que se aproximan a anidar a la playa, quedando atrapadas en las redes de arrastre. La sobreexplotación tanto de los recursos pesqueros como de las poblaciones de casco de burro y punches es un hecho constatado en toda la bahía.”

Casi cuatro años después, ni el optimismo oficial que encarna Oliva puede afirmar que esas situaciones se han solucionado.

José Mario, Reyes Cruz Parada, Pablo Ramírez, Nathan Weller y Carlos Giovanni Rivera tienen mucho que decir sobre lo que ocurre con los punches de El Izcanal. Todos saben que, ni siquiera respetándose las disposiciones de CENDEPESCA, se evitaría que decreciera el número de ejemplares. Están las cuentas del estudio de ICMARES y están los antecedentes. Lo que auguran ya ocurrió años atrás con el cangrejo azul, que prácticamente ha desaparecido en el Bajo Lempa, y temen que se vaya a repetir con el punche.

CENDEPESCA, cuestionado sobre esta situación, dijo que lo que aprobaron no está escrito en piedra, que es posible que la resolución se revierta, y que El Izcanal no se abra el 1.º de abril para todo el que quiera llegar. Paradójicamente, esa posibilidad, que es lo que quisieran escuchar en la comunidad Montecristo, no dejaría de ser una nueva muestra de debilidad institucional y de falta de rigor en la toma de decisiones que incluso aparecen en el Diario Oficial.

Alfredo Guardado también tiene mucho que decir sobre lo que ocurre en el Bajo Lempa, aunque él no lo sepa. Tiene 23 años y trabaja en el puesto de mariscos “Gaby”, en el mercadito de Ciudad Merliot, en Antiguo Cuscatlán. Vende la docena de punches a $6. Los tiene vivos, con las tenazas amarradas con tul, igual a como los sacan del manglar. A Pablo, el de La Tirana, le pagan $1.50 la docena si son grandes, y solo —solo— por su traslado a la capital se multiplica por cuatro —por cuatro— su precio. Si los vende cocinados, con salsa de aiguashte y tortillas, Alfredo pide $1.25 por cada punche, $15 la docena.

Por eso también, por ser el que menos gana en toda esta cadena, por no tener alternativas, Pablo tiene que ir cada día con su perra Mika al manglar, a embarrarse, y a sacar seis o siete docenas de punches. O todas las que pueda.

Publicado en la edición de 24 de febrero de 2008 en la revista Enfoques, de La Prensa Gráfica.

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