Las maras trastocan la matemática del fútbol

La evidencia está en la propia Federación Salvadoreña de Fútbol (Fesfut), a la vista de quien la quiera ver. Apenas se ingresa en el edificio principal, a mano derecha se encuentran los cubículos reservados para la Segunda División, con su gran tablón de anuncios al fondo y un rótulo explícito: Campeonato 2011-2012. Debajo, perfectamente ordenadas y sostenidas por tachuelas de colores, 10 hojas con las alineaciones de los equipos. C.D. Chalatenango, dice el primero; luego, nombres de sus jugadores y el número asignado: con el 1, fulano; con el 2, mengano; con el 3, con el 4, el 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, todo normal hasta ahora, con el 12, con el 51, el 14, 15, 16, 17, con el 52, el 19… No hay 13, no hay 18.

De 20 equipos inscritos en la llamada liga de plata, el Chalatenango forma parte de la docena que han dejado de utilizar los dorsales 13 y 18. Los clubes que han tomado la misma medida en la Tercera División son 27 (de 36), y ni siquiera la máxima categoría, la Primera División, escapa al fenómeno: ni Luis Ángel Firpo ni Isidro Metapán ni Juventud Independiente asignaron esos números, mientras Atlético Marte y Vista Hermosa creyeron conveniente que ningún jugador llevara el 13 en su espalda.

En las tres máximas categorías del fútbol nacional son 66 los clubes inscritos, de los que apenas 14 –el 21%– consideraron oportuno en esta temporada usar el 13 y 18, números relacionados con la Mara Salvatrucha (o MS-13) y con el Barrio 18, las principales pandillas que operan en el país. Con la medida, aseguran quienes la están ejecutando, se pretende evitar ataques contra los jugadores.

Pero no todos comparten que sea una iniciativa acertada. Marcelino Díaz, un sicólogo forense que desde 1993 trabaja en el Instituto de Medicina Legal, cree que de alguna manera se está legitimando a las maras y reconociendo su influencia en la sociedad. “Es al Estado al que le corresponde controlar, mediante leyes, la conducta de las personas, pero en El Salvador muchos aspectos de la conducta social los controla un grupo delincuencial, y esto que sucede con el fútbol es un claro ejemplo”, dice.

El Salvador presenta una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo: 65 por cada 100 mil habitantes en 2010, cuando Naciones Unidas considera epidemia si se alcanzan los 10 por cada 100 mil. Según la Policía Nacional Civil (PNC), más de la mitad de los asesinatos están relacionados con las maras. La Fuerza Armada va más allá y habla del 90%.

“El miedo es la forma más efectiva para controlar una sociedad y las pandillas lo saben”, agrega el sicólogo Díaz.


La génesis

La decisión de renunciar al 13 y al 18 no es tan nueva. El mundo del fútbol comenzó a valorarla –por iniciativa propia y bajo absoluta discreción– hace al menos cuatro años. Después de recibir algunas quejas de jugadores que portaban esos números, la medida se discutió en juntas de presidentes de cada una de las categorías y se aprobó como una sugerencia, para que fueran los equipos los que en última instancia tomaran la decisión.

En lo que podría interpretarse como un síntoma de la expansión del fenómeno de las maras, el paso de los años no ha hecho sino incrementar el número de equipos que prescinde de esos números.

“Es para proteger a los jugadores”, dice Osvaldo Pinto, presidente de la Segunda División y del Santa Tecla F.C. Todos los representantes de equipos consultados coinciden en definir la iniciativa como una apuesta por la prevención, para prevenir agresiones. “El tema de las maras se ha desbordado –detalla Pinto–, al gobierno central se le salió de las manos, y lo que hemos hecho como liga es prevenir, para que a nuestros jugadores no les pase nada”.

La concesión afecta de forma transversal a todo el fútbol salvadoreño, pero basta analizar las nóminas oficiales que los equipos enviaron este año a la Fesfut para concluir que la prudencia –o el miedo, según se mire– se ha extendido más en las categorías inferiores. Resulta significativo, sin embargo, que en la Primera División solo cinco equipos estén utilizando los números 13 y 18: Águila, Universidad de El Salvador, FAS, Once Municipal y Alianza.

“Es una decisión del fútbol en general”, acota Pinto, “aunque cada presidente es libre de hacer lo que quiera con su equipo”. Lo decidido, eso sí, no parece tener marcha atrás. Para la presente edición del Torneo de Apertura, la Segunda incluso optó por zanjar el asunto y sustituir el 13 y el 18 por el 51 y el 52, respectivamente.

Un sondeo entre dirigentes de distintos equipos confirma las causas y permite conocer detalles del porqué de un cambio así. “Para un jugador es un peligro ir con esos números en la espalda cuando viene desde Soyapango o zonas así”, dice Orsy Tejada, presidente del Brasilia, de Suchitoto (Cuscatlán). “Nosotros para esta temporada dejamos de usarlos, después de escuchar a otros equipos que tenían ese problema”, dice Hernán Vargas, representante del ADI de Intipucá (La Unión). “Nuestro portero aún juega con el 13 en la espalda, pero estamos valorando quitar ese número porque algunos jugadores viven en otros lugares y los pueden atacar”, dice Elba Josefina Peña, presidenta de La Asunción, de Anamorós (La Unión). “Muertes por esta causa no ha habido aún, pero sí golpes, improperios, agresiones verbales, piedras, etcétera”, dice Pinto.

¿Por qué 13, por qué 18?

El Barrio 18 o la 18 (conocida erróneamente también como Mara 18) es el nombre hispano de la 18th Street Gang, una pandilla creada en la década de los sesenta en la ciudad de Los Ángeles. Formada originalmente por migrantes mexicanos, distintos investigadores le atribuyen el hecho de haber sido la primera pandilla de origen latinoamericano que se abrió a personas de origen distinto. En la actualidad en El Salvador se encuentra dividida en dos facciones llamadas Sureños y Revolucionarios que, si bien mantienen entre sí una rivalidad a muerte, ninguna ha renunciado al 18 como seña de identidad.

Los orígenes de la pandilla rival, la MS-13, son más recientes. Surge también en Los Ángeles, pero bien entrada ya la década de los setenta, y también en el área de Rampart, el mismo sector en el que nació la 18. Algunos investigadores consideran que la Mara Salvatrucha es una escisión del Barrio 18, singularizada porque en sus inicios el grueso de sus integrantes eran migrantes salvadoreños.

Tanto la MS-13 como el Barrio 18 son pandillas sureñas, es decir, están bajo el paraguas de una misma estructura criminal superior llamada la Mexican Mafia o la eMe. El número aglutinador de identidad de la eMe es el 13 –la letra M es la decimotercera del alfabeto–, y por esa razón todas las pandillas sureñas se identifican con ese número. Contrario a la creencia popular, el 13 las une; no las divide. Cientos de pandilleros de la 18 tienen el 13 tatuado sin que ello suponga problema alguno.

El 18, por el contrario, es un número prohibido y denostado entre los integrantes de la Mara Salvatrucha, por ser de uso exclusivo de la pandilla rival, que lo adoptó porque en sus orígenes comenzó a hacerse fuerte en algunos sectores de la calle 18 de Los Ángeles.

La simbología en torno a estos dos números se gestó, pues, en Los Ángeles, a miles de kilómetros de El Salvador. Centroamérica la importó y la radicalizó. Y el fútbol salvadoreño está pagando hoy un peaje.

Las valoraciones

El Faro consultó a tres comisionados de la PNC sobre el hecho de que dos de cada tres equipos de fútbol salvadoreños hayan, por temor a las maras, renunciado a números de uso habitual. Ninguno de los tres dijo haber sido informado oficialmente de la medida.

Gersan Pérez es el comisionado que está al frente de la Delegación San Salvador Centro, y eso le obliga a estar pendiente de los planes de seguridad para todos los partidos oficiales que se juegan en la capital, lo que incluye los juegos de Alianza, Atlético Marte, Universidad de El Salvador y también los de la selección nacional. “No tengo información de que ya no se estén usando esos números, pero, si lo están haciendo, supongo que lo harán para evitar problemas, aunque creo que es una exageración, darle más importancia a las cosas que la que en realidad tienen”, dice Pérez.

El comisionado Douglas Omar García Funes, director hasta hace unas pocas semanas del Centro Antipandillas Transnacional, tampoco estaba al tanto de la eliminación generalizada del 13 y el 18, pero lo valora como algo en sintonía con la evolución y la propagación que han tenido las maras: “No tenía esa información, pero me imagino que será porque hay algún tipo de amenaza de equis pandilla”.

La noticia resultó menos sorpresiva para los responsables de oenegés que trabajan, con el fútbol como anzuelo, en el área de la prevención de la violencia. Alejandro Gutman preside Fútbol Forever, una oenegé asentada desde hace varios años en la zona norte de Soyapango. Gutman lo valora como una “medida de protección” que responde a la realidad del país. “El fútbol es un ambiente vivo en todo el mundo, que refleja lo que sucede en cada sociedad, y en El Salvador las pandillas forman parte de la cotidianidad en la sociedad, están absolutamente incorporadas en el diario vivir de infinidad de comunidades”, dice.

Para Jorge Bahaia, presidente de la Fundación Educando a un Salvadoreño (FESA) –que trabaja en la formación integral de jóvenes de diferentes estratos sociales–, el fútbol y su arraigo en El Salvador no representan una amenaza, sino una oportunidad que hay que aprender a canalizar: “A los jóvenes en riesgo hay que apoyarlos, porque nadie nace malo; los salvadoreños con conciencia social debemos dedicar tiempo para orientar bien a los jóvenes, que aporten al país”.

Consultado sobre si renunciar al uso del 13 y del 18 no supone reconocer tácitamente que las maras han doblegado al fútbol salvadoreño, prefiere no opinar. “Es una medida que desconocía”, dice. Sin embargo, el Turín Fútbol Club, el equipo integrado por los muchachos más destacados de FESA, es uno de los 27 de la Tercera División que han descartado los números.

Un país violento

Al margen de la interpretación que se haga, de si se trata de un acierto o un error, de si la medida es una exageración o se queda corta, en lo que hay unanimidad es en que la eliminación de los números está directamente relacionada con la inseguridad y la violencia que afectan a El Salvador.

Los números 13 y 18 son de uso corriente en el fútbol. En la liga española, por citar un ejemplo recurrente, el Real Madrid tiene asignado el 13 a Antonio Adán (el suplente de Iker Casillas) y el 18 a Raúl Albiol, mientras que en el FC Barcelona el 13 lo carga Juan Manuel Pinto (suplente del portero Víctor Valdés) y el 18 está a la espera de adjudicación desde la salida en junio de este año de su último propietario: el argentino Gaby Milito.

Para el sicólogo Marcelino Díaz, la supresión es un paso atrás como sociedad: “Evidencia que las pandillas, con sus muertes violentas y sus descuartizamientos, han logrado intimidar a una sociedad”.

En su lectura, lo que está pasado en el mundo del fútbol no dista tanto de otras realidades también motivadas por el desarrollo de las maras, como el hecho de que algunos institutos públicos estén en la práctica alineados con una u otra pandilla, lo que los convierte en centros vetados para jóvenes que viven en áreas bajo influencia de la pandilla contraria, aunque no estén integrados en la mara.

“Poco a poco estamos dejando que los pandilleros nos impongan lo que tenemos que hacer. Aunque esto del fútbol parezca algo mínimo o simbólico, si se empieza a ceder en estas cosas, luego llegarán más peticiones”, concluye el sicólogo Díaz.

Barrio Jorge Dimitrov


Sobre la Pista de La Resistencia, uno de los ejes viales más transitados de la capital nicaragüense, se alza imponente una estatua de seis metros de altura que se trae un aire al Cristo de Corcovado de Río de Janeiro. Ubicada en medio de una gran rotonda, levanta sus brazos como si se dispusiera a abrazar a alguien, pero un chascarrillo regado por Managua dice que no, que los tiene levantados porque lo están atracando. Ni Cristo se libra de los asaltos en las inmediaciones de esa rotonda, la rotonda de Santo Domingo, donde empieza y termina el barrio Jorge Dimitrov. 

Cuando a un nicaragüense se le pregunta por las colonias más conflictivas de su capital, por esas que nunca visitaría de buena gana, se suceden nombres como Villa Reconciliación, el Georgino Andrade, Las Torres o el reparto Schick, pero es el barrio con nombre de vodka barato, el Dimitrov, el que siempre aparece en todas las respuestas. ¿Un estigma generalizado entre quienes nunca han puesto un pie aquí? Seguramente también haya algo de eso, pero los mismos vecinos se saben residentes de un lugar especial, pecaminoso, casi maldito, el barrio nicaragüense violento por antonomasia.

Quizá en verdad lo sea.

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Las instrucciones que ayer me dio por teléfono José Daniel Hernández sonaron tan sencillas como un mensaje cuneiforme sumerio: de la rotonda Santo Domingo una cuadra al lago, de ahí otras dos cuadras abajo y 75 varas al lago, y pregunte por la casa comunal. Vaya en un taxi de su confianza, apostilló. Pero los taxistas rehúyen el Dimitrov. Dicen que mucho asaltan, que no merece la pena arriesgarse por los 30 o 40 pesos (menos de dos dólares) de una carrera... Muchos prefieren perder al cliente. Tres he parado esta mañana antes de que uno haya aceptado a regañadientes llevarme, y la plática durante el trayecto ha sido sobre la leyenda negra que el barrio aún tiene entre el gremio. Algo parecido sucederá el resto de días.

Es julio y es martes, pasan las 2 de la tarde. Nubes grises cubren Managua pero esperarán a que anochezca.

José Daniel tiene 57 años, seis hijos y la piel tostada como un hombre de campo, aunque vive en el Dimitrov desde que se fundó. Combatió por la Revolución –estuvo en el Frente Sur a las órdenes de Edén Pastora, el Comandante Cero en la toma del Palacio Nacional–, pero ni la militancia guerrillera ni su lealtad al Frente Sandinista y a Daniel Ortega le han permitido prosperar lo suficiente como para irse del barrio. Yo aquí soy el responsable de infraestructura de la comunidad, me dice al nomás conocernos. Tener un rol en la comunidad, por pequeño que sea, parece ser motivo de orgullo en Nicaragua.

—Tengo que visitar a una señora a la que un árbol le cayó en la casa –me dice–, ¿me acompaña?

El Dimitrov es un barrio ofensivamente pobre, de esos en los que hay familias que ni pueden pagar la caja cuando alguien fallece. En casos así la comunidad provee. Dice José Daniel que con los años se ha perdido mucha de la genuina solidaridad entre vecinos, pero algo queda, y sin pretenderlo ahora se dispone a interpretarlo.

—¿Ve? –dice José Daniel al llegar a la casa de Angélica, en la que vive con su esposo y tres hijos pequeños–. El ventarral de ayer botó el palo de mamón sobre la casita y la desbarató –y en efecto, una casucha desbaratada–. Es una familia humilde, pero ya hemos pedido el material para hacer la casa a la señora.
—¿Y quién da esa ayuda?
—La alcaldía ha regalado las láminas. Llamamos al distrito, vinieron ayer mismo y nos dijeron: mañana traemos el material. Y ¡bang! Aquí está. Y ahora le ayudaremos a colocarlas. A mí me toca andar en estas vainas.

El improvisado paseo prosigue.

El Dimitrov es descomunal: 21 mil almas, según el letrero de la municipalidad ubicado en una de las entradas. Bajo una maraña de cables se amontonan las casas, una tras otra, sin que haya dos iguales. Las hay de dos plantas, bien repelladas, algunas hasta con su pedacito de acera. Las hay también que son un montón de láminas ensambladas de mala manera, o hechas con desechos. Pero todas –todas: las plantosas, las dignas, las míseras, las infrahumanas– tienen en común que cuentan con algún mecanismo de defensa: vidrios rotos que coronan muros, rejas con soldaduras toscas en puertas y ventanas, el recurrente alambre de púas retorcido y oxidado... Las calles anchas son las únicas que conocen el pavimento, pero apenas pasan carros y se echa en falta lo demás: buses, paradas, semáforos, bancas, aceras… Las calles más estrechas de este laberinto, la mayoría, son de tierra, lo que intensifica la sensación de abandono.

—De tres meses para acá está más calmado, casi ni se escuchan balazos. Siempre hay muchachos que siguen robando porque es el billete más fácil… Si viene usted solo por aquí, lo agarran, le ponen la pistola y le quitan las cuestiones. Pero hace un año era peor, ahora se ha calmado…
—¿Y a qué lo atribuye usted? –pregunto.
—Pues a que los pandilleros más dañinos están presos, se les han recuperado todas las armas, y bueno, porque la comunidad ya no aguantaba y comenzó a bombiar. Así se le dice aquí a señalar: fulano en tal parte esconde tal cosa, fulano en tal parte esto otro, fulano esto, fulano lo otro…

La comunidad ya no aguantaba, dice. La comunidad.

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Hay quien no concibe un relato periodístico sin un buen vómito de números.

El resumen numérico del Dimitrov diría algo así: 54% evangélicos, 39% católicos. Diría también que en el 61% de las casas conviven seis o más personas, que en el 70% de los hogares los ingresos mensuales son inferiores a 316 dólares y en el 19% no alcanzan siquiera los 106 dólares. Diría que el techo del 99% de las casas es de zinc, con paredes de concreto (67%) o de madera (14%), diría que el 84% posee las escrituras, que el 24% cocina con leña, que apenas el 18% tiene chorro de agua dentro de la casa, que el 98% de las casas están conectadas a la red eléctrica, sí, pero el 20% son conexiones fraudulentas. Diría también que el 60% de los residentes no ha cumplido los 30 años, y que el 36% –uno de cada tres– son menores de edad. Sobre la violencia, el resumen diría que el 92% de los vecinos creen que el Dimitrov es violento o muy violento, y que cuando se les piden ejemplos de violencia, citan los asaltos, luego las peleas entre pandillas, luego las balaceras; diría también que el 24% opina que la violencia más común es la intrafamiliar, que el 64% pide más y mejor presencia de la Policía Nacional, y que el 52% cree que hay un problema real de venta de drogas, marihuana y crack sobre todo. Tan solo el 0.9% de las casas tienen acceso a internet, diría también. Y todas estas cifras son nomás una fracción de las incluidas en el “Diagnóstico socioeconómico en el barrio Jorge Dimitrov”, realizado por una ONG llamada Cantera, tras visitar y hacer encuestas en 214 viviendas entre el 9 y el 14 de febrero de 2011.

Pero el Dimitrov es mucho más que un buen vómito de números, la coraza que demasiadas veces impide escuchar los latidos de un lugar.

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El escritor Sergio Ramírez, uno de los referentes de la literatura nicaragüense, describe periódicamente Managua, y lo hace sobre un mismo texto base escrito hace una década titulado “Managua, Nicaragua is a beautiful town”, al que le suma o le resta metáforas y datos. Lo que no ha cambiado es el tono de desdicha que da a la ciudad; tampoco el referente que usa para ilustrar las barriadas pobres y peligrosas. Managua es, dice Ramírez en la versión de junio de 2010, “un campamento de un millón y medio de habitantes, un cuarto de la población total del país. Las casas, construidas en serie, como cajas de cerillos, cerradas con barrotes, como cárceles o como jaulas, porque los que tienen poco, en la colonia Independencia, o en la colonia Centroamérica, se defienden de los más pobres, que viven en barrios como el Jorge Dimitrov, bautizado así en tiempos de la Revolución”.

De los que viven en lugares como el Dimitrov, dice Ramírez, hay que defenderse. 


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Roger Espinales es uno de los agentes de la Policía Nacional destacados en el Dimitrov. Es sicólogo. Entre sus funciones está reunirse a diario con los principales actores de la comunidad, también con pandilleros y sus familias. El barrio tiene fuerte presencia de pandillas, si bien esta palabra en Nicaragua tiene muy poco que ver con el fenómeno de las maras. Muy poco que ver.

En esta parte de Centroamérica la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 suenan tan exóticas como la Camorra napolitana o la Mafia rusa. Los nombres de las pandillas presentes en el barrio parecen la lista de equipos de una liga amateur de fútbol: Los Galanes, Los Parqueños, Los Pegajosos, Los Gárgolas, Los Puenteros, Los del Andén 14, Los Diablitos… El agente Espinales también cree que el Dimitrov es un lugar complicado, pero está optimista por lo que encontró a su llegada. La comunidad, dice, aún se ve relativamente bien organizada, y las pandillas tienen muy poco que ver con los monstruos que operan en los países ubicados al norte de la frontera norte.

—Lo que me sorprende de El Salvador o de Honduras –se sincerará el agente Espinales al final de una de las pláticas– es que una comunidad entera se deje dominar por 30 o 40 pendejitos de una pandilla; se llame como se llame. Es algo insólito.

En su boca, la palabra comunidad suena distinto. Suena a comunicación, a comunión, a comuna… Suena a comunidad.

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Aletta fue el nombre con el que se bautizó en 1982 la primera tormenta tropical en el ccéano Pacífico. Entre el 22 y el 24 de mayo descargó un mar sobre Nicaragua: los muertos se contaron por docenas, los evacuados por miles, y las pérdidas por millones, en un país que apenas comenzaba a empaparse de su nuevo rol en el tablero político internacional. En Managua, una de las zonas más afectadas fueron los asentamientos de la orilla del lago Xolotlán. El agua se tomó barrios como La Tejera, Las Torres o La Quintanilla, y, tras la orden de evacuación gubernamental, cientos de familias salieron en camiones de la Fuerza Armada rumbo a un predio vasto e inhóspito, pero bien ubicado, no muy lejos de la Universidad Centroamericana (UCA).

—Aquí donde estamos ahora –dice José Daniel, el líder comunal– era una arbolizada grande. Había vacas, como que antes era hacienda o algo así, dicen que propiedad de la familia Somoza. Nosotros vinimos y comenzamos a destroncar, cada uno su parte pues, ¿me entiende?

Se repartieron terrenos de 10 por 20 metros, alineados todos, y cada quien levantó lo que pudo con lo que tenía a mano. Como comunidad en ciernes, las prioridades fueron el agua y la luz. Para el agua, adquirieron entre todos materiales, cavaron zanjas y pronto abrieron chorros colectivos. Para la energía, la embajada de la República Popular de Bulgaria, país con el que se habían abierto relaciones diplomáticas tras el triunfo de la revolución, donó la electrificación.

Sin Aletta y sin revolución no existiría el Dimitrov, al menos no con ese nombre.

—Todavía no nos llamábamos de ninguna manera, y nosotros, agradecidos con el embajador, le dijimos que eligiera el nombre de algún líder de Bulgaria. Jorge Dimitrov, dijo, y Jorge Dimitrov le pusimos, sin saber ni quién era. Ya luego nos trajeron libros y comenzamos a ver la historia de él…

Georgi Dimitrov Mijáilov (1882-1949) destacó desde joven como dirigente sindical y, tras una vida sazonada de juicios, conspiraciones, clandestinidades y exilios, el máximo líder de la URSS, Iósif Stalin, lo recompensó con el cargo de secretario general de la Internacional Comunista. Tras la II Guerra Mundial, Bulgaria quedó al otro lado del telón de acero, abandonó la monarquía, y Dimitrov se convirtió en 1946 en su primer primer ministro. Falleció tres años después, por lo que hubo tiempo para la exaltación de su figura al más puro estilo soviético. Pero en 1990 el socialismo colapsó en Bulgaria, el héroe pasó a ser un proscrito, su cuerpo –embalsamado por cuatro décadas en una urna de cristal– terminó en el cementerio general, y el regio mausoleo que lo albergaba fue demolido.

En la actualidad, fuera de Europa sobrevive una avenida Dimitrov en la capital de Camboya, otra en la ciudad cubana de Holguín, una modesta plaza en México DF, una estatua en una ciudad africana llamada Cotonou, y poco más; el barrio de Managua, claro. Por esos pliegues irónicos que a veces depara la historia, Dimitrov, el apellido del otrora influyente líder comunista, amigo y estrecho colaborador del genocida Stalin, en Nicaragua es hoy sinónimo de violencia e inseguridad.

—¿La gente sabe quién fue Dimitrov? –pregunto a José Daniel.
—No, poca gente lo sabe. De los jóvenes, nadie o casi nadie, pero creo que la mayoría de los que nos vinimos adultos se acordará.

“Mi profesor de sexto grado nos enseñó que era un guerrillero ruso que estuvo apoyando al Frente Sandinista”, me respondió un joven universitario del barrio, uno de los pocos que se atrevió a contestar.

El pasar de los años hizo más que diluir el porqué del nombre. También trajo mejoras –centros educativos, clínica, alumbrado, una rudimentaria cancha de béisbol…–, aunque a un ritmo insuficiente comparado con el bum urbanístico en los alrededores. Cuando uno mira hoy un plano de Managua, el Dimitrov está casi en el medio, un área muy codiciada. Ni siquiera este bolsón de pobreza evitó que en pocas cuadras a la redonda se construyeran el centro comercial Metrocentro, la nueva catedral, el Consejo Supremo Electoral, el hotel Real Intercontinental y hasta las oficinas centrales de la Policía Nacional. Aminta Granera, la primer comisionada, la mujer paradigma del buen hacer en materia de seguridad, tiene su despacho a unos pasos del barrio bravo de la ciudad.

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Lo dice Naciones Unidas: Centroamérica es la región más violenta del mundo. Con esta tarjeta de presentación, cualquier iniciativa tendente a rebajar esos indicadores se antoja como un buen anzuelo para pescar en el río revuelto de la cooperación internacional. Donde hay violencia no tardan en aparecer programas que se ofrecen como preventivos –algunos incluso lo son–, para aflojar las chequeras de los financiadores europeos y norteamericanos. En este sentido, en el Dimitrov no faltan las oenegés y seguirán llegando.

El Centro de Comunicación y Educación Popular Cantera es una ONG nicaragüense que trabaja en el barrio desde hace nueve años. En un ambiente oenegero centroamericano en el que en materia preventiva prima lo efectista, de dudosa eficacia y de corta duración –semanas, meses lo más–, el solo hecho de haber permanecido casi una década en un mismo lugar pone a Cantera en un plano diferente. Su base es una especie de centro comunal llamado Olla de la Soya, ubicado en el mismísimo corazón del barrio. La coordinadora del Programa de Juventud de Cantera es una socióloga llamada Linda Núñez. Se ve más joven, pero tiene 40 años, y con el Dimitrov mantiene un vínculo emotivo desde sus años como estudiante de la UCA, cuando participó aquí en campañas de alfabetización.

—¿Sientes el barrio ahora más sano? –pregunto.
—Si lo comparo con hace 15 años, yo sí tengo un mal sabor con este barrio… Cuando llegaba como voluntaria, salíamos caminando a las 8 de la noche y nunca pasaba nada; ahorita no me atrevería. Sí, lo encuentro más violento.

El grueso de los voluntarios y del personal de Cantera es del barrio, la política de puertas abiertas en la Olla de la Soya redunda en un constante ir y venir de niños y jóvenes, avivado por el amplio abanico de opciones que se ofrece: danza, clases de inglés, fútbol, béisbol, teatro, taekwondo, fotografía… Todo gratis. El buque insignia es un programa que permite a una treintena de jóvenes aprender un oficio –gratis también–, formación que se complementa con una capacitación en valores, bautizada con el sugerente nombre de Habilidades para la vida.

Pero Linda, franca, admite que incluso en Nicaragua –que se va a los penales con Costa Rica por el título de país centroamericano más civilizado– el problema de violencia sobrepasa los intentos por contrarrestarla. Confiesa además una preocupante falta de coordinación entre las distintas oenegés e instituciones que compiten por los euros. Y por muy efectivo que sea un esfuerzo en concreto, la matemática es como un huacal de agua helada: a los programas de Cantera asisten unos 90 jóvenes, cuando se estima en 4 mil las personas entre los 15 y los 25 años de edad que hay en el Dimitrov.

—Linda, ¿se puede ser optimista con estos números?
—La realidad invita a las dos cosas: a la depresión y al optimismo. Es cierto que a veces sentís que no estás cambiando nada, porque atendés a 10 entre mil, y te preguntás: ¿hasta dónde? Pero luego comenzás a ver la multiplicación de estos jóvenes y te decís: sí, algo se puede hacer. Nunca vas a llegar a los mil, pero atender a 20 o 30 ya es algo. El problema es cuántos años llevamos de deterioro y cuánto estamos invirtiendo en programas de prevención.

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“Para que se den cuenta, el Dimitrov está apestado de drogadictos, delincuentes de todo calibre que viven ahí, pero que operan alrededor del sector, en lugares específicos como las paradas de buses de la rotonda de Santo Domingo, detrás de la catedral de Managua y en el lugar conocido como el puente de Lata, situado unas cincuenta varas arriba de la entrada principal de Plaza del Sol”.

(Extracto del reportaje “Ruta de escape y refugio de la delincuencia”, publicado en El Nuevo Diario el 16 de mayo de 2002)

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—… Mire, toque aquí, la bala no salió –me dice el joven.

Cerca de la rodilla, cubierta por una cicatriz poco estridente, tiene una protuberancia: una bala calibre .22 que le acertaron el año pasado, que lo mantuvo dos semanas en el Hospital Lenin Fonseca, pero que decidieron no extraérsela. El joven se llama Miguel Ángel Orozco Padilla, nació en el Dimitrov, vive con su madre, su hermana y su sobrino en una modesta casa del andén 14, y cumple 17 años en marzo de 2012. Delgado, mirada viva, nariz ancha, rostro maltratado por el acné… Es un adolescente y se expresa como tal, pero para la Policía Nacional es un “joven en alto riesgo social”.

Cuando mañana comente su caso con el agente Espinales, me convencerá de que se puede al dedillo su historia y lo ubicará en la órbita de Los Galanes. El joven Orozco Padilla niega ser pandillero, dice que el balazo fue un error, que no iba para él, que hasta disculpas le pidieron los que dispararon, pero aun así ya está quemado, dice, y no puede acercarse al sector de Los Gárgolas.

—Fue por un primo mío… Vos sabés… Él sí es pandillero, y de espaldas somos igualitos... Por eso me pegaron el cuetazo… Mire, toque aquí, la bala no salió –me dice el joven–. Yo venía de espaldas y escuché: allávaChus, allávaChus… Chus es mi primo el pandillero, y me gritaron: Padilla, detenete, porque así lo llaman a él, y yo me vuelvo y disparan. Y oigo: pero si no es Chus… Pero ya habían tirado.
—¿Y conocés a los que dispararon?
—Sí. Uno ya murió. El Yogi. Lo apuñalaron este año.

Hay disputas, disparos, machetazos, fallecidos incluso, pero en Nicaragua las pandillas tienen muy poco que ver con las maras, afortunadamente. La Policía Nacional las tiene bien cuadriculadas: son muy locales y raro es que superen el centenar de miembros, sin violentos rituales de iniciación, casi todos viven con sus familias, los grafitos y tatuajes de pertenencia son limitados, la actividad criminal es reducida, el uso de armas de fuego es eventual, los encarcelados no tiran línea a los que están en la libre, y –quizá la diferencia más importante– la pandilla se puede dejar cuando se quiere, sin represalias.

Seleccionado por la comunidad y becado por una oenegé, el joven Orozco Padilla estudia enderezado y pintura en el Instituto Nacional Tecnológico. Quizá algún día le arregle su auto.

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Miércoles, faltan 10 para las 3 de la tarde.

El taller Habilidades para la vida se realiza a diario en el aula más nueva de la Olla de la Soya. Es un lugar espacioso en el que se agradecen los ventiladores taladrados al techo, lleno de fotos motivadoras. Asisten unos 30 jóvenes, y hoy lo conducen Sean y Megan, dos cooperantes estadounidenses.

La reunión se interrumpe cuando en la puerta asoman un grupo de turistas gringos, su traductor y Martha Núñez, la coordinadora de Cantera en la Olla de la Soya. Llegaron hace unos minutos en microbús, son una veintena, y dicen ser estudiantes de medicina y de liderazgo en el Augsburg College de Mineápolis. Llevan turisteando desde el domingo por Managua, en una modalidad que bien podría etiquetarse como Conoce-el-infierno-para-luego-no-quejarte-tanto. Han visitado el centro histórico, el mercado Huembes, un hospital público, una oenegé feminista… y ahora están cámara en mano en el mismísimo corazón del Dimitrov.

Tras unas palabras explicativas de Sean en inglés, se abre un turno de preguntas, pero los gringos no se animan. Tic-tac… segundos… tic-tac… incómodos… tic-tac… hasta que una pregunta rompe el silencio.

—¿Qué están aprendiendo hoy? –presta su voz el traductor a una de las turistas.
—Sobre la autoestima –responde un joven.

El traductor traduce. Murmullos…

—Más o menos ¿qué edades tienen en el grupo?
—De 15 a 29… –consensuan los jóvenes.

Más murmullos en ambos mundos…

—Any more questions? –se dirige el traductor a los suyos.
—…
—Are you good dancers? –eleva la voz una gringa, pura sonrisa.
—Ahhhh, ella quiere saber si hay buenos bailarines en esta sala…

Murmullos y risas. Luego, la despedida. Los turistas suben al microbús y abandonan, seguramente para siempre, el barrio bravo de Managua.

*** 

Este autobús de la 102, una ruta que bordea buena parte del Dimitrov, es un destartalado Blue Bird bautizado con nombre de mujer, un clon del que podría verse en cualquier capital centroamericana. Sábado, mediodía, y la unidad es un horno insuficiente –una docena vamos parados–, pero nadie se atreve a pedir a la señora que quite la gran bolsa que ocupa un asiento, mucho menos que se calle.

—¡A su madre, a su propia madre! –grita ella, desdentada y en pie, el pelo alborotado y canoso, gruesa como tambo de gas.

Habla de una noticia que días atrás ocupó algunos segundos en los noticiarios: un hombre de 31 años detenido por secuestrar y violar en repetidas ocasiones a su madre. Pero antes la señora ha voceado un sinfín de formas de incesto presentes en la sociedad nicaragüense: padres con hijas, tíos con sobrinas, abuelos con nietas…

El viaje se hará más pesado, más crudo, como su retrato de Nicaragua.

—… ahora cualquiera te engaña. Si vas al mercado y compras 25 libras de fruta, el del puesto por lo menos te robará 2 o 3. ¿Y los abogados? Si vas donde el abogado pa´ que te saque un reo, te saca hasta lo que no tenés de dinero, vendés tu casa y todo, pero el reo no te lo sacó… –grita la señora, grita pero no pide ni pedirá monedas–. Y así sucesivamente, queridos hermanos. Yo les sigo sacando pañales al sol… ¿Adónde queda ya que no se encuentre un ladrón? La gente dice: esos ministros son ladrones, esos gobernantes… ¡Pero ladrones somos todos, hermanos! ¡Lance la piedra el que se sienta libre de culpa! Lo dijo Cristo, no yo. Miren lo varones, los papás. Reciben un sueldo, y cuando lo reciben se van adonde las mujeres...

La voz de la conciencia en Nicaragua viaja en los autobuses públicos.

*** 

Al fondo de la Olla de la Soya hay unos rudimentarios servicios sanitarios. Sobre la pared externa, como si fueran las tablas de Moisés, están pintados blanco sobre azul los nombres del primer grupo de 24 jóvenes graduados en el proyecto Jóvenes Constructores. Casi al final de la primera columna, entre Marianela y Meylin, se lee Nilson Dávila L.

Es miércoles, 4 de la tarde.

Nilson no esconde su satisfacción por ver su nombre escrito. Es el menor de nueve hermanos y tiene 22 años vividos todos y cada uno en el Dimitrov. Habita en el sector de Los Gárgolas, pero ha sabido mantenerse al margen. Nada de bróderes pero tampoco discriminación, dice. Nilson aún duerme en la casa en la que se crio –de la escuela Primero de Junio tres cuadras al lago–; la comparte con su mamá y dos hermanos, incluida Kenia Dávila L., otros de los nombres sobre la pared.

Además del aprendizaje de un oficio y de la capacitación en valores, Jóvenes Constructores incluía un componente adicional de entrega de un capital semilla para poner en marcha una microempresa.

—Nuestra idea pionera era una tortillería exprés –dice Nilson–, pero se fue modificando. El maíz subió de precio, y a mi hermana se le ocurrió lo de la pulpería. No se pudo la tortillería por los altos costos de producción, y ahora nos quedamos trabajando con frijoles y leña… Vendemos frijoles cocidos en diferentes porciones.
—Los venden preparados…
—Sí, pero sin nada del otro mundo: solo sal y ajo.

Nilson se presenta como un microempresario. Pero la venta de frijoles y leña apenas está arrancando, y para poder cubrir los gastos familiares vende enciclopedias Océano en Granada, adonde viaja un par de veces por semana. También estudia en el turno nocturno primer año de ingeniería electrónica en la Universidad de Nicaragua. Y también es voluntario de Cantera porque quiere que los niños crezcan con un mayor apego por el ambiente. Me gusta contribuir, dice.

Las historias que permiten reconciliarse siquiera momentáneamente con el género humano germinan en lugares como el Dimitrov.

—Nilson, si pudieras, ¿te irías del barrio?
—Sí, yo creo que sí me iría… Cada uno de nosotros busca mejorar en la vida, y salir es una mejoría. El ser humano es producto de su entorno. Está, además, el estigma que supone vivir aquí. Mis amigos de la universidad no se atreven a venir.

Casi todos responden lo mismo. Escapar algún día es algo interiorizado incluso entre los más comprometidos de la comunidad.

*** 

Reunida el 21 de agosto de 2003 en la isla de Roatán, Honduras, la Comisión de Jefes y Jefas de Policía de Centroamérica y el Caribe acordó que era urgente un plan regional contra la violencia juvenil en general, y las maras en particular. Hubo unanimidad a la hora de identificar la enfermedad, pero no el remedio. Unas semanas después de aquella cita, el gobierno de El Salvador presentó su Plan Mano Dura; Nicaragua optó por crear dentro de la Policía Nacional una Dirección de Asuntos Juveniles (Dajuv) con un enfoque eminentemente preventivo.

El agente Espinales cumplía una década de uniformado cuando en 2005 se integró en la Dajuv. Desde entonces ha sido asignado a distintos barrios de Managua, siempre entre pandillas y pandilleros. Al Dimitrov llegó hace tres meses, pero verlo cruzar el barrio de acá para allá sobre su ruidosa motocicleta es ya estampa habitual.

—Como ya te dije, soy sicólogo. A los jóvenes de pandillas nos toca darles terapias, individuales y grupales, y también nos acercamos a las familias, conversamos, entramos en los hogares para ganarnos la confianza…

Incluidos los viáticos, el agente Espinales gana 7,000 córdobas al mes, unos 315 dólares. Yo lo miro bien, dice.

Este jueves lo he citado para hablar con más tranquilidad sobre las pandillas del Dimitrov…

—Acá –dice–, lo que nos preocupa es el semillero, ¿ya? Si en la familia hay un patrón de violencia, los niños lo heredan… Ahí tenemos que estar trabajando siempre.

La plática saltará pronto, por interés del agente Espinales, al terreno de las maras. Él ha asistido a encuentros regionales entre policías de Honduras, Guatemala o El Salvador, pero el fenómeno le interesa sobremanera, quizá porque le suena tan pero tan lejano…

—Y aquí, en el Dimitrov, ¿los pandilleros no cobran renta a los negocios, o a los taxistas? –pregunto.

El agente Espinales sonríe de tal manera que me hace sentir como si hubiera preguntado una estupidez.

—No, acá no tenemos de eso. No se dejaría la comunidad. También porque nosotros inyectamos en nuestra juventud que esa cultura no es la nuestra, que es algo extranjero.

En El Salvador, el país que le apostó a la Mano Dura, los homicidios por cada 100 mil habitantes subieron de 36 a 65 entre los años 2003 y 2010. En Nicaragua, con la mitad de policías y con una inversión pública en seguridad que en 2010 fue cuatro veces inferior, la tasa en el mismo período apenas pasó de 11 a 13.

*** 

Viernes, 9:30 de una mañana gris tropical.

Alrededor de una botella de vidrio de Coca-Cola –destapada, vacía– hay 14 personas en pie, un círculo deforme. Todos tienen las manos en la espalda. Una persona está uniformada y armada: el subinspector Pedro Díaz, la máxima autoridad policial en el Dimitrov. El resto son un joven ex pandillero llamado Fidencio, representantes de oenegés como el Ceprev, la Fundecom y la propia Cantera, está José Daniel, está una guapa vocal de las Juventudes Sandinistas, alguna psicóloga, dosquetres vecinos y vecinas, un periodista metido… hasta 14. Todos tienen una pita de lana amarrada a la cintura, y los otros 14 extremos convergen en un lapicero Bic suspendido en el aire sobre la botella, pura tembladera. Desde lo alto se ve como un gigantesco e irregular asterisco.

El reto es meter el Bic dentro de la botella sin usar las manos siquiera para halar las pitas.

Pegate un poquito. Halala, halala. Acercate, vos. Ganas de meterlo con la mano dan. Acercate. Ahora vos, ahora vos… El lapicero entra al fin, y se generaliza la satisfacción. La facilitadora pide luego evaluar la experiencia. La importancia de trabajar en equipo, dice una. Es bueno que haya un líder pero siempre necesitará apoyo, dice otro. Unidos podemos salir adelante, abona alguien.

—Si no trabajamos en equipo, no lograremos nada –concluye el subinspector Díaz, uno de los más entusiastas para mover el lapicero a golpe de cintura.

Han sido varios los encuentros de este tipo y alguno falta todavía. El de hoy terminará en comilona de baho, un plato típico de Nicaragua. La idea es crear una comisión intersectorial –intersectorial– de desarrollo y progreso del barrio Jorge Dimitrov, así la bautizarían, pero se quiere que arranque con bases sólidas, que el grupo inicial –jóvenes, Policía, oenegés, vecinos…– se conozca y se respete. A largo plazo, la idea es bastante más compleja que introducir un Bic entre 14 en una botella vacía de Coca-Cola. Se busca que esto sea el germen para reducir la violencia en el Dimitrov, una idea suena demasiado ambiciosa, ingenua, utópica.

Quizá en verdad lo sea.

Eva del Carmen Menjívar, la hermana Evita




Es sábado, casi domingo, pero el parque central de Aguilares es un hervidero. Parece que todos quieren ver de cerca los tres cadáveres que yacen en un pasillo del convento, cerca de la iglesia El Señor de las Misericordias. Los ametrallaron poco antes de las 5 de la tarde, cuando se dirigían en un Volkswagen Safari blanco hacia El Paisnal, un pequeño pueblo a no más de diez minutos en carro desde aquí. Nelson Lemus era un acólito de apenas 16 años al que le gustaba repicar las campanas y del que se dice que sufría ataques de epilepsia; tiene cinco balazos. Don Manuel Solórzano, el mayor de los tres con sus 72 años, era uno de los más activos colaboradores de la parroquia; presenta 10 perforaciones. El tercer cuerpo, de un hombre fornido de 48 años de edad, es el del párroco, y los 18 orificios de bala son la prueba de que se ensañaron con él. Se llamaba Rutilio Grande, el padre Rutilio Grande.

Entre la multitud está la hermana Evita, una carmelita de San José. Ha llegado desde Guazapa pasadas las 8, en bus, junto al padre José Luis Ortega, jesuita, como jesuita también era el padre Grande. Es tanto el gentío que les ha costado acercarse hasta el convento y más aún acceder al pasillo donde están los cuerpos.

A los tres los tienen sobre unas mesas y semi-envueltos nomás con sábanas blancas, para que todos los vecinos de Aguilares, de sus cantones y de los cantones de los pueblos vecinos vean qué les han hecho. Una de las balas atravesó el cráneo del padre Grande y, aunque han transcurrido casi siete horas, todavía sangra. A la hermana Evita le parece demasiado, pide una toalla al padre Salvador Carranza, otro de los jesuitas presentes, y comienza a pasársela por la cabeza. En ese momento el silencio se torna más silencioso. Entran dos obispos. Uno es Monseñor Romero y aparece vestido de riguroso negro. El sacerdote que está acribillado sobre la mesa es su amigo. Se acerca ensimismado, desconcertado, y de inmediato reconoce a la mujer que limpia el rostro con delicadeza, como si limpiara la estatua de un santo.

—Si hoy no cambiamos, no habrá cuándo, ¿verdad, hermana? –le dice Monseñor Romero.

La noche recién comienza.

*** 

Eva del Carmen Menjívar Brizuela nació 30 de enero de 1939 en La Laguna, un pequeño y enmontañado pueblo del departamento de Chalatenango, cerca de la frontera con Honduras. Su padre, Simeón Menjívar, fue un inquieto agricultor al que su esposa le enseñó a leer y escribir. Su madre, Secundina Brizuela, fue una maestra de escuela profundamente religiosa a la que el matrimonio confinó en su hogar. Eva del Carmen, Evita, tuvo cuatro hermanas y cinco hermanos, toda una prole que le garantizó juegos en la infancia, pero que no impidió que, en la transición a la adolescencia, La Laguna le pareciera un lugar demasiado rural como para labrarse un futuro allí. Solo se podía estudiar hasta tercer grado y, en un hogar en el que el dinero no sobraba, una de las pocas opciones reales para huir era hacerse monja. Con 15 años llegó a la ciudad de Santa Tecla a conocer el colegio Belén, que administraban y sigue administrando las Hermanas Carmelitas de San José.

—Son la única congregación de aquí, salvadoreña, y a mí eso me llamó la atención –dice Evita.

Se consagró joven, apenas 21 años. Su primera década como religiosa la pasó recluida en centros educativos de las carmelitas en El Salvador y en Honduras. Pero en 1972 surgió la oportunidad de realizar trabajo pastoral social en la parroquia de Ciudad Barrios, el pueblo natal de Monseñor Romero. Pasó más de cuatro años entre comunidades eclesiales de base, ayudando a crear algo así como una sucursal del polémico Centro de Promoción Campesina Los Naranjos que los padres pasionistas tenían en Jiquilisco.

Tanto Ciudad Barrios como Jiquilisco pertenecen a la diócesis de Santiago de María, de la que Monseñor Romero fue nombrado obispo a finales de 1974. Por tratarse de una diócesis tan pequeña –apenas una veintena de parroquias–, el contacto con él era fluido. Todos los meses se organizaban reuniones del clero con su obispo en el colegio Santa Gema, situado no muy lejos de la sede episcopal.

En diciembre de 1976 la congregación trasladó a Evita a Guazapa, muy cerca de Aguilares, un sector donde los jesuitas, con el padre Grande a la cabeza, llevaban años de intenso trabajo con las comunidades. A mediados de 1979 hubo profundos cambios en las Hermanas Carmelitas de San José, y tanto la superiora general como el resto de autoridades se replantearon la línea pastoral, que hasta entonces había sido anuente con las ideas progresistas bombeadas desde Medellín. Inconforme con los nuevos lineamientos, Evita renunció.

—¿Por qué dejó la congregación? –le pregunto.
—No fui yo sola. Las que pensábamos igual éramos unas 15, aunque al final solo ocho nos salimos. Nos fuimos porque era muy difícil estar amarradas a las estructuras de una congregación. En un primer momento la congregación tuvo su razón de ser, pero después, cuando conocimos los problemas del país, comenzamos a cuestionarlo. Y la madre superiora nos lo planteó así: o dejábamos la labor pastoral o nos salíamos. Además, nos lo pidieron cuando más dura estaba la represión. Irme de Guazapa habría sido lo más fácil, pero…
—Optó por salirse.
—Sí, aunque no fue tan sencillo. Lo hablamos mucho con Monseñor, nos pidió que lo meditáramos, incluso hicimos un retiro en Apulo. La decisión nos tomó meses, pero él siempre nos apoyó.

En la tarde del sábado 16 de febrero de 1980 Monseñor Romero presidió una misa en Guazapa que sirvió para presentar ante los líderes comunales la atípica decisión tomada por Evita y las otras hermanas. En la homilía preguntó a los presentes qué les parecía que las hermanas no vistieran ya como carmelitas. El hábito no hace al monje, le respondió un catequista.
Estallada la guerra civil, ni el asesinato de Monseñor Romero ni una bomba en la casa en la que vivían en Guazapa evitaron que Evita se involucrara aún más en comunidades eclesiales de base. De entre las hermanas que salieron de la congregación surgió, de hecho, la semilla que en 1990 germinó en un pequeño grupo llamado Biblistas Populares de El Salvador (BIPO), que hoy trata de revivir, mediante lecturas comunitarias, talleres de formación bíblica y modestas publicaciones, ese espíritu organizativo que tanto se diluyó durante la guerra y la posguerra. Voluntariado en estado puro. 
Evita nunca se casó ni tuvo hijos.

*** 

Faltan 11 días para que lo asesinen.

El padre Grande ha salido esta mañana temprano de Aguilares. Se dirige a Domus Mariae, unas instalaciones que el arzobispado tiene en Mejicanos, y se ha detenido en Guazapa para recoger a Evita y a otras hermanas. Como cada primer martes de mes, toca reunión del clero de la archidiócesis. Hoy es 1 de marzo de 1977, y entre los alicientes está que será el bautismo del nuevo arzobispo en este tipo de encuentros.

—Pónganse en oración, hermanas, que tenemos que hacer que nuestro obispo cambie –comenta el padre Grande en algún punto de la carretera que conduce hasta San Salvador.

La hermana Evita conoce bien a Monseñor Romero, desde Santiago de María, donde lo vio hacer cosas que en San Salvador ni siquiera se sospechan, como cuando se presentó solo en la delegación de la Guardia Nacional de Ciudad Barrios para pedir que liberaran a dos catequistas que estaban siendo torturados; sin embargo, el nombramiento también fue una decepción para ella.

Monseñor Romero tomó posesión una semana antes, el martes 22 de febrero, y acude a la reunión consciente de que hay un sentimiento generalizado de hostilidad hacia su persona. En el salón del Domus Mariae son mayoría los que en cierta manera lo siguen viendo como un usurpador del cargo que correspondía a monseñor Rivera Damas. Por si fuera poco, el ambiente político de estos días también contribuye a crispar los ánimos. El 20 de febrero hubo elecciones presidenciales y las ganó el candidato oficialista, el general Humberto Romero, pero las denuncias de fraude son sonoras y están organizadas. El domingo hubo una multitudinaria concentración en el parque Libertad de la capital. En la madrugada del lunes, cuando la cifra de manifestantes bajó a unos 6,000, la Fuerza Armada ordenó el desalojo. Ante la negativa, se abrió fuego a discreción. La iglesia del Rosario, a un costado del parque, se convirtió en el improvisado refugio. Al amanecer hubo más enfrentamientos en todo el centro de la ciudad. Todo eso ocurrió ayer, pero la información aún es escasa a esta hora de la mañana por la férrea censura implementada por el Gobierno. Con el tiempo se sabrá que el número de masacrados fue de entre 40 y 60; algunos reportes elevarán la cifra hasta los 300.

El ponente principal de la reunión del clero es el padre Grande, y la idea inicial es hablar sobre el trabajo pastoral que realizan en Aguilares. Pero la agenda se cambia por completo cuando el padre Alfonso Navarro, uno de los presentes ayer en el parque Libertad, toma la palabra y comienza dar algunos brochazos que permiten hacerse una idea de lo ocurrido. Monseñor Romero propone crear 14 grupos para debatir realidad nacional, cada uno integrado en función del departamento de nacimiento. El tono de las discusiones está marcado por la preocupación, y las conclusiones convergen en la idea de que la Iglesia no debería permanecer pasiva ante tanto atropello. Monseñor Romero habla poco, prefiere escuchar. Al final se muestra condescendiente pero cauteloso con las ideas planteadas.

—Por favor –les pide–, ayúdenme, porque yo solo no puedo.

De regreso a Aguilares el padre Grande maneja satisfecho. Él ha visto un cambio que invita al optimismo.

—Es una señal –le hace saber a Evita y a las demás.

*** 
—Y usted –pregunto a Evita–, ¿cree que Monseñor Romero es santo? —Yo sí creo.
—¿Dónde ve esa santidad?
—La veo en sus grandes valores. El hombre era muy humilde, de mucha oración. Si uno se fija en sus homilías, en cómo las iba ordenando, dan pie a pensar que Monseñor no solo iba a hablar, sino que hacía profundas reflexiones, y no solo hacia fuera. Fue una profunda reflexión decirse a sí mismo en un momento muy importante de su vida: ahora me toca cambiar a mí. Y nos lo dijo algunas veces: esto nos lo han enseñado así, pero tenemos que hacer esto otro.
—¿Le parece que fue alguien comprometido?
—El compromiso que asumió en sus últimos años fue muy sincero, desde la verdad, y él no se quería equivocar. Que alguna vez se equivocara como humano, tal vez, pero siempre escuchaba. En sus homilías no denunciaba por denunciar, pero lo hacía cuando uno le llevaba todos los datos y testimonios, y hasta mandaba gente a investigar cuando tenías dudas.
—¿Usted se convenció de su santidad antes de que él muriera?
—Yo siempre admiré que tuviera ese cambio tan radical, algo que no es tan fácil a sus años y en su puesto. ¡Todo un arzobispo! No es tan fácil cambiar.

***

Noche cerrada, pero Monseñor Romero aún no ha salido hacia Aguilares. Está tratando de digerir la noticia del asesinato cuando le avisan de que el presidente de la República, el coronel Arturo Armando Molina, quiere platicar con él. Se conocen desde hace años, son amigos, y la llamada se enmarca dentro de la lógica. El coronel Molina le da el pésame y le promete una investigación seria y un informe oficial.

Es casi medianoche cuando Monseñor Romero llega a Aguilares. Lo acompaña monseñor Rivera Damas. Entra en el convento, mira los tres cadáveres, mira a la hermana Evita con la toalla ensangrentada en sus manos, y mira al nutrido grupo de jesuitas encabezados por su provincial, el padre César Jerez. Pronto sabrá que las armas utilizadas son pesadas (calibre .45 o .51) y que la ausencia de las autoridades para investigar ha sido tan notoria que los jesuitas han traído a su propio médico forense. La sospecha de que los asesinos son miembros de la Guardia Nacional ya se ha apoderado de Aguilares.

En junio de 1975, cuando una matanza similar ocurrió en el cantón Tres Calles, Monseñor Romero escribió una carta al presidente Molina: “Con esta misma limpia intención pastoral ruego al Señor Presidente su decisiva intervención a fin de que retorne al cantón Tres Calles la paz de los hogares, perdida ante la amenaza y el temor, y se haga justicia a las víctimas del atropello y se restituya, de alguna manera, a las familias, por la pérdida de quienes eran su sostén”.
Dentro de dos días escribirá una carta también al presidente Molina, pero el tono será este otro: “Me dirijo a usted para manifestarle que surgen en torno a este hechos unas serie de comentarios, muchos de ellos desfavorables a su Gobierno. Como aún no he recibido el informe oficial que usted me prometió telefónicamente el sábado por la noche, juzgo de suma urgencia que usted ordene una investigación exhaustiva de los hechos. […] La Iglesia está dispuesta a no participar en ningún acto oficial del Gobierno mientras este no ponga todo su empeño en hacer brillar la justicia sobre este inaudito sacrilegio que ha consternado a toda la Iglesia”. 

Algo está ocurriendo esta noche. El padre Jon Sobrino, también presente en la vela del padre Grande, describirá años después muy gráficamente lo que a su juicio hoy le sucederá a Monseñor Romero. Se le cayó la venda de los ojos, dirá. 

*** 

Si hacemos a un lado los sectores de ultraderecha que promovieron o celebraron su asesinato y a sus ahijados políticos, cuesta en la actualidad encontrar a alguien que critique en público a Monseñor Romero. El paso de los años lo ha convertido en un referente mundial de lucha contra la desigualdad, de compromiso con los más desprotegidos, de respeto a los derechos humanos, de promotor de la verdad como premisa para la reconciliación, de… Pero no siempre fue así. Hubo un tiempo en el que muchos de los que hoy le aplauden lo criticaron con dureza. En la calentura por convertir El Salvador a cualquier precio en una república socialista, Monseñor Romero también fue cuestionado por muchos compas. Tras el apoyo expreso al golpe de Estado de octubre de 1979, lo llamaron viejo burgués, lo acusaron de olvidarse del pueblo, lo presentaron como un promotor de los intereses gringos. “Hubo un tiempo en que buena parte de la dirigencia de las organizaciones populares estaba convencida de que se había cambiado de bando”, me dijo, bajo condición de anonimato, un entrevistado.

Cuando uno plantea hoy este tema, hay quien prefiere pasar de puntillas, quizá para evitar retratarse como lo que fueron: personas que durante semanas o meses creyeron que Monseñor Romero era un traidor. Por eso, como periodista se agradece tanto la naturalidad con la que Evita admite que la izquierda política cometió con él gruesos errores, errores que algunos ahora tratan de ocultar o redimir con estatuas y palabras de falsa admiración.

—Con eso de la Junta de Gobierno –admite Evita–, hubo organizaciones que le mandaron cartas fuertes. Le decían que cómo era posible que estuviera apoyando eso.

Monseñor Romero lo llamaba fanatismo. Y lo criticó, fiel a sus convicciones, en repetidas ocasiones. “Ilusionados por esa misma tentación del poder –dijo en su homilía del 30 de diciembre de 1979, cuando arreciaban las críticas–, están cometiendo muchos errores también los grupos de izquierda y las organizaciones populares que pierden de vista el objetivo legítimo de sus presiones, que debe ser el bien común del pueblo y no el fanatismo de su grupo o la obediencia de consignas extranjeras”.
Fanatismo hubo, hay y quizá nunca deje de haberlo en El Salvador. 



***



La noche recién comienza.



Entre los presentes persisten dudas sobre cómo actuará Monseñor Romero ante los tres cadáveres, y seguramente él también las tiene. Es la máxima autoridad eclesiástica presente en Aguilares, pero su actitud se limita a escuchar sin proponer. Una pregunta atormenta su cabeza: ¿qué debe hacer la Iglesia después de esto?



Pasada la medianoche se decide oficiar una misa. Trasladan los cuerpos del convento a la iglesia, y los colocan frente al altar. A pesar de la hora, son cientos los presentes. Tras la misa, Monseñor Romero propone que todos los sacerdotes y religiosas, Evita incluida, se reúnan en privado, reunión a la que invitan a un pequeño grupo de líderes comunales. ¿Qué debe hacer la Iglesia después de esto? Entre las respuestas que escucha están las que podrían considerarse lógicas, como publicar un comunicado de condena o exigir al Gobierno que esclarezca el caso. Pero también se plantean dos medidas que, de ser aceptadas, supondrán un puñetazo sobre el tablero. Por un lado, se pide a Monseñor Romero que no asista a ningún acto oficial del Gobierno hasta que se esclarezcan los asesinatos. Por otro, se propone que, para evidenciar qué significa perder a un párroco, se cierren todas las iglesias de la arquidiócesis un día y se convoque a una misa única en Catedral metropolitana.



La reunión termina sin decisiones firmes. El sol asoma cuando Monseñor Romero emprende el camino de regreso a San Salvador.



Las ideas propuestas se llevarán el martes a una reunión extraordinaria del clero en el Seminario San José de la Montaña. Monseñor Romero está consciente de que lo planteado redefiniría el rol de la Iglesia en una sociedad tan polarizada como lo es la salvadoreña, y quiere escuchar las opiniones de todas las tendencias que hay en el seno de la Iglesia, no solo las de los jesuitas.



Pero llegado el día, no habrá marcha atrás. El domingo 20 de marzo Catedral metropolitana acogerá, en contra de la voluntad de Emanuele Gerada, el nuncio apostólico, un hecho sin precedentes en la historia de El Salvador: una única misa.



***



La misa está recuperando en este momento todo su valor; porque quizá, por multiplicarla tanto, la estamos considerando simplemente, muchas veces, como un adorno y no con la grandeza que en este momento está recobrando. […] Estamos en la primera parte precisamente, la palabra de Dios, llamando a los hombres para que comprendan que en su palabra está únicamente la solución de todos los problemas: políticos, económicos, sociales, que no se van a arreglar con ideologías humanas, con utopías de la tierra, con marxismos sin horizontes, con ateísmos que prescinden de la única fuerza. La única fuerza que puede salvar es Jesús, que nos habla de la verdadera liberación. […] Mi corazón siente alegría profunda al tomar posesión de la arquidiócesis y sentir que mi propia debilidad, mis propias incapacidades, encuentran su complemento, su fuerza, su valentía, en un presbiterio unido. Queridos sacerdotes, permanezcamos unidos en la verdad auténtica del evangelio, que es la manera de decir, como Cristo, el humilde sucesor y representante suyo aquí en la arquidiócesis: el que toca a uno de mis sacerdotes a mí me toca…



(Monseñor Romero, homilía en la misa única, el 20 de marzo de 1977)

Ricardo Urioste Bustamante, el vicario general




Aquella mañana Monseñor Romero y sus dos acompañantes llegaron con tiempo a la plaza de San Pedro y se mezclaron entre la multitud. Era 25 de junio de 1978, su último domingo en Roma antes de que los tres emprendieran viaje de regreso a El Salvador. No se habría perdonado dejar de rezar el Ángelus junto al papa Pablo VI, que cuatro días antes lo había recibido en una cálida audiencia privada. El Papa se asomó al balcón cuando aún faltaban unos minutos para mediodía y sorprendió a todos con unas sentidas palabras sobre Mauro Carassale, un niño de 11 años secuestrado dos meses atrás.

—Querido Mauro –dijo Pablo VI en italiano–, tú eres el símbolo, pequeño cordero, de la bondad inocente, y tu gesto se eleva como ejemplo para todos, invitando al heroísmo del sacrificio de sí en favor del hermano que sufre.

El caso de Mauro, un niño de un pequeño pueblo llamado Olbia, en la isla italiana de Cerdeña, había conmocionado al país entero. Cuando a finales de abril los secuestradores llegaron a la casa, se quisieron llevar al hermano mayor, Enrico, pero Mauro les hizo saber que él estaba enfermo y se ofreció a cambio.

—Nosotros invocamos a la Virgen –agregó el Papa–, la compasiva por sublime excelencia, para que venga desde el cielo en tu socorro y en el nuestro.

Monseñor Romero escuchó con atención las palabras de Pablo VI, las rumió en silencio, y concluyó que el mensaje iba de alguna manera dirigido a él. Fiel a su parquedad, no comentó nada a sus acompañantes: el obispo de Santiago de María, Arturo Rivera Damas; y Ricardo Urioste, el vicario general de la arquidiócesis.

—Era muy perspicaz, se fijaba en todo –responde Urioste cuando le pregunto por esta anécdota tres décadas después.

Cuando estuvo a solas, Monseñor Romero se desahogó ante la grabadora en la que registraba su diario. Narró con detalle lo ocurrido aquella mañana, y finalizó con un paralelismo entre su admirado Pablo VI –quien fallecería seis semanas después– y su labor como arzobispo de San Salvador: “Me llenó de satisfacción esta denuncia del Papa, porque mi modo de predicar coincide con este gesto de comprensión con el sufrimiento humano. Le doy gracias a Dios de encontrar aquí una nueva motivación para seguir adelante en mi trabajo pastoral”.

Y Monseñor Romero siguió adelante.

***

Ricardo Urioste Bustamante nació el 18 de septiembre de 1925 en San Salvador, en una casa situada sobre la avenida Independencia, que entonces era una elegante calle que servía como puerta de entrada a la capital. Hijo de Adrián y de Amada, y hermano menor de sus dos hermanas, la familia Urioste no nadaba en la abundancia, pero tampoco pasaba apuros, ni siquiera cuando en 1928 falleció Adrián, un aplicado contador que trabajaba para la International Railways of Central America, la empresa que operaba el ferrocarril.

Amada era muy religiosa, fue terciaria franciscana, y Urioste desde niño se vio tentado por la idea de convertirse en sacerdote. La posibilidad se presentó casi por casualidad cuando tenía 11 años, en un día de clases cualquiera en el colegio marista donde estudiaba.

—Entró el hermano Manuel –recuerda–, que era el director, y llamó a cuatro: a Salvador López, un muchacho que era muy bueno con el acordeón, a Matialena, a Mario Eloy Guerrero y a mí. Afuera estaba un viejito vestido de sotana que resultó ser monseñor Belloso, el arzobispo. El hermano Manuel le dijo: monseñor, estos son los que quieren ir al seminario. Pero ninguno de nosotros había nunca hablado de eso.

Urioste ingresó en el Seminario San José de la Montaña el año en que se inauguró: 1938. Siete años después, con 20, marchó hacia España a estudiar Teología. Para ser ordenado sacerdote tuvo que pedir dispensa ya que el Derecho Canónico lo impide antes de los 24. La ordenación fue el 18 de julio de 1948, con 22 años y 10 meses. Un día después viajó a Nueva York, ciudad en la que ofició su primera misa. De allí a California, donde residían madre y hermanas, y a las pocas semanas voló de nuevo desde Estados Unidos a Europa para en septiembre iniciar sus estudios en Derecho Canónico en la Universidad Gregoriana de Roma.

Estando en Roma, un día de 1950 recibió una carta con matasellos de El Salvador. La firmaba el padre Óscar Arnulfo Romero, director del semanario Chaparrastique. El 1 de noviembre de ese año el papa Pío XII haría público el dogma de la Asunción de la Virgen María, y cuando el padre Romero se enteró de que en Roma había un sacerdote salvadoreño, se le ocurrió pedirle un artículo. Urioste lo escribió y se lo envió.

—Aún recuerdo que terminaba diciendo: “El obelisco de granito de la plaza de San Pedro parecía cantar con nosotros ¡Cristo vence! ¡Cristo reina! ¡Cristo impera!”.

La relación ahí quedó. Urioste ni siquiera recibió algún tipo de comunicación de agradecimiento o para confirmar que el artículo había llegado a San Miguel. De hecho, nunca ha sabido si se publicó o no.

Urioste regresó a El Salvador cuando concluyó sus estudios a finales de 1951. El arzobispo, monseñor Chávez y González, lo acogió con los brazos abiertos y de inmediato lo puso a trabajar con él. En 1957 le asignó su primera parroquia: la de San Francisco, en el centro de San Salvador, donde permanecería hasta que en octubre de 1977 Monseñor Romero lo llamó para convertirlo en vicario general.

Pero antes de eso, en 1968, acaeció el primer encuentro personal con el padre Romero. Ocurrió en San Miguel, y más que encuentro fue encontronazo. Urioste llegó a la Perla de Oriente invitado por el obispo, Lorenzo Graziano, a dar una charla a los sacerdotes. Al final de la conferencia buscó al padre Romero, cuyo nombre ya sonaba en todo el país por su laboriosidad y dedicación, pero también por su tradicionalismo y por sus conflictos de personalidad con otros sacerdotes. Lo halló recostado en una hamaca, y se acercó para comentarle uno de los discursos sobre la doctrina social de la Iglesia del papa Pablo VI. Con las palabras justas, ni una más, y no sin cierto grado de altanería, el padre Romero se incorporó para hacerle varias correcciones. Cuando regresó a San Salvador, Urioste releyó sus revistas y confrontó su interpretación original con la que había hecho el padre Romero, y terminó dándole la razón.

—Fue el hombre –reflexiona Urioste– que más conoció el magisterio de la Iglesia en este país, y nadie después ha podido conocerlo tan bien.

Entre 1967 y 1974 Monseñor Romero vivió en San Salvador, pero los contactos entre ambos fueron mínimos, por no decir nulos. “Él vivía como aislado, no se mezclaba mucho con el clero”, recuerda Urioste ese período.

***

“¿Quieres café o no?”, me pregunta Urioste. Es esta una mañana de agosto de 2010, y estamos sentados en el jardín de su casa, en la colonia Roma de San Salvador, alrededor de una vieja mesa forjada. La espesura que nos rodea la preside un vigoroso palo de aguacate. Por el tronco, salpicado de musgo, ayer descendieron dos ardillas, miraron con descaro a los intrusos y se subieron. “Son muy trabajadoras, hasta los cocos de esas palmeras han aprendido a abrir”, comentó Urioste al percatarse de mi asombro.

Además del recipiente con café y de las tazas, sobre la mesa forjada hay un cenicero con cabuyas –a sus 84 años conserva el vicio del cigarro– y un montón de revistas y libros apilados. Dos llaman mi atención: uno es Don Quijote de la Mancha; el otro, una edición en inglés de El precio de la gracia, de Dietrich Bonhoeffer, un teólogo alemán que también fue asesinado por la intransigencia; en su caso, encarnada por el nazismo. Bonhoeffer y Monseñor Romero tienen en común algo más que la admiración de Urioste. A los dos les erigieron una estatua en la Galería de los Mártires del Siglo XX que decora unos de los pórticos de la abadía de Westminster, en Inglaterra. Están el uno junto al otro, como si alguien hubiera querido que se contaran sus intimidades para toda la eternidad.

—Y usted –pregunto a Urioste–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Yo no tengo la más mínima duda, pero ni la más mínima. Incluso tengo la certeza de que está en el cielo desde el primer momento, con Dios, y creo también que, ante tantas acusaciones que se hicieron y aún se hacen en su contra, me imagino que el Señor le estará diciendo: no te aflijás, Oscarito, tú aquí estás conmigo. No hagás caso de lo que dicen allá abajo.

***

Urioste está convencido de que Dios inspiró a Monseñor Romero en todas y cada una de las decisiones tomadas. Esa es la razón, dice, por la que se comprometió a seguirlo.

—Muchos lo admiran por su defensa de los derechos humanos, y yo también. Por su defensa de la vida, por su cercanía con los pobres, por su amor por ellos, y todo eso es muy correcto, pero yo –y enfatiza el yo– lo admiraba más por su búsqueda de Dios y su afán de comunicarse con él, porque de ahí arrancaba todo lo demás. 

Admiración que suena muy sincera, a pesar de que en esta larga entrevista por momentos me dará la impresión de que la relación entre ambos nunca abandonó el ámbito de lo estrictamente profesional.

—¿Alguna vez llegó a considerarlo su amigo? –pregunto.
—Pues depende de cómo entendamos la palabra amigo. Si se trata de decir amigo en el sentido de: mire, Monseñor, ¿no quiere que vayamos a comer hoy? O vamos hoy al cine, Monseñor, ¿le parece? Pues no. Yo creo que en ese sentido él solo tenía un único amigo: Salvador Barraza.

***

Como le ocurrió a la gran mayoría de los religiosos y religiosas de la arquidiócesis, Urioste no se alegró cuando la Santa Sede designó a Monseñor Romero. Y el descontento no era porque en la capital se desconociera quién era este migueleño. Entre 1970 y 1974 se había desempeñado como obispo auxiliar en San Salvador, en una atípica y mal avenida terna de mando integrada por monseñor Chávez y González como arzobispo y por monseñor Rivera Damas también como auxiliar. Ambos simpatizaban con las ideas progresistas surgidas del Concilio Vaticano II y de la conferencia de obispos latinoamericanos de 1968 en Medellín, Colombia.

—Recuerdo –me dice– algo que monseñor Rivera Damas me confió antes de morir: poco tiempo antes de que en Roma decidieran quién sería el arzobispo, a él le dijeron que necesitaban a alguien menos crítico con el Gobierno, y por eso escogieron a Romero. Yo siempre digo que cuando la Iglesia se deja llevar por motivaciones humanas, el Espíritu Santo hace otra cosa, ¿verdad?

Urioste lo admite: hay un antes y un después en su relación con Monseñor Romero. En los primeros días de febrero de 1977, cuando ya se rumoraba quién sería el sucesor de monseñor Chávez y González, no ocultaba su disconformidad. Pocas semanas después, a finales de marzo, fue el único que lo acompañó en el primer viaje a Roma. Algo ocurrió en ese intervalo de tiempo. Al teólogo jesuita Jon Sobrino le gusta usar la palabra conversión para definir la transformación, y señala como detonante el asesinato del padre Rutilio Grande. Urioste prefiere hablar de un proceso; para ilustrarlo, recurre al evangelio de San Marcos.

—Monseñor fue alguien que siempre, desde joven, fue viendo qué es lo que Dios pedía de él, y poco a poco Dios lo fue llevando por los caminos que lo llevó. Yo siempre comparo esto con lo que ocurre con Jesús y el ciego de nacimiento al que cura en Betsaida. El Señor le toca los ojos –y Urioste gesticula como si fuera él quien está sanando–, y le pregunta que si ve, y el ciego le dice: veo a los hombres como árboles que caminan; o sea, que no estaba viendo bien. Entonces, el Señor le vuelve a tocar los ojos y le pregunta de nuevo que si ve. Y el ciego le dice: ahora veo perfectamente. Algo así ocurre en la vida de Monseñor. Él fue siempre muy cercano a los pobres y con una gran sensibilidad, pero los veía como personas a las que había que tratar paternalmente. Pero el Señor le va tocando los ojos para que vaya viendo por qué son pobres, por qué están en esa condición, cómo hay que escucharlos y verlos.
—¿Y cuándo le tocó los ojos al punto de cambiarle de forma tan radical?
—Yo creo que se los va tocando desde San Miguel, y sobre todo cuando es obispo de Santiago de María. Considero que esos años en Santiago de María le sirvieron muchísimo para ir viendo de otra manera a los pobres, a tal grado que cuando regresa a San Salvador nosotros ignorábamos la apertura que había tenido.

***

Enviado por la Santa Sede, el cardenal brasileño Aloísio Lorscheider aterrizó el último día del año 1979 en el aeropuerto de Ilopango en calidad de visitador apostólico. Monseñor Romero y Urioste fueron a recibirlo. Lorscheider llegaba con la misión expresa de investigar quién era el causante de la tensa relación que se vivía al interior de la Iglesia. Para ello se marcó una apretada agenda de entrevistas con distintos personajes, tanto defensores como detractores de Monseñor Romero. “Eran muchos los que no lo soportaban, entre ellos también hombres de Iglesia”, escribiría años después Lorscheider.

El 1 de enero se celebró en el Hospital Divina Providencia un encuentro entre Monseñor Romero, Lorscheider y uno de los integrantes de la primera Junta Revolucionaria de Gobierno.

—Yo estaba también en la reunión –dice Urioste–. Empezaron a hablar, hablar y hablar, y de repente, Monseñor se excusó y salió.

Ese encuentro era realmente importante. Monseñor Romero había tenido en mayo su primera audiencia con Juan Pablo II, en la que el nuevo Papa no se mostró con él tan comprensivo como su predecesor. En cuanto a la presencia del funcionario, basta decir que la reunión fue apenas dos días antes de la renuncia masiva que puso fin a la primera Junta de Gobierno, en la que Monseñor Romero había depositado sus esperanzas para evitar la guerra civil.

—Pasaban los minutos, y Monseñor no volvía. Ellos dos se pusieron a platicar, pero yo dije: bueno, estos señores no han venido a verme a mí, voy a buscarlo.

Urioste se dirigió a la casa pero no lo halló. Después fue a la sala de las visitas, y tampoco. Probó en el jardín y hasta en el cafetín, pero nada. Ya se regresaba a la sala en la que se encontraban los invitados cuando se le ocurrió entrar en la capilla.

—Y ahí estaba él, solo, hincado en la tercera banca del lado izquierdo. Yo me acerqué y le dije: Monseñor, los señores le están esperando. Sí, ya voy, me dijo. Pienso que fue a consultar con Dios qué contestarles.

No fue un caso anecdótico o aislado. Urioste está convencido de que nunca tomó una decisión importante sin consultarla antes con Dios.

***

Finalmente, un llamamiento a la oligarquía. Les repito lo que dije la otra vez: no me consideren juez ni enemigo. Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de este pueblo que sabe de sus sufrimientos, de sus hambres, de sus angustias, y, en nombre de esas voces, yo levanto mi voz para decir: no idolatren sus riquezas, no las salven de manera que dejen morir de hambre a los demás. Hay que compartir para ser felices. El cardenal Lorscheider me dijo una comparación muy pintoresca: hay que saber quitarse los anillos para que no le quiten los dedos. Creo que es una expresión bien inteligente. El que no quiere soltar los anillos se expone a que le corten la mano, y al que no quiere dar por amor y por justicia social se expone a que se lo arrebaten por la violencia.

(Monseñor Romero, homilía del 6 de enero de 1980)

***

El 24 de marzo de 1980 Urioste lo pasó recluido en su casa de la colonia Roma. Se sentía mal. Unas úlceras en sus piernas que lo han acompañado media vida le exigían reposo con frecuencia, y aquel fue un lunes de dolores. Si no había podido salir de casa durante el día, mucho menos estaba entre sus planes hacerlo de noche. Pero una llamada de teléfono de la secretaria del arzobispado en torno a las 6:35 lo cambió todo. Habían atentado contra Monseñor Romero. Escuchó noticia, colgó el teléfono y al poco lo volvió a descolgar para llamar al nuncio apostólico, Emanuele Gerada, que ese día se encontraba en Guatemala.

—Le dije lo que había ocurrido y punto.

Decir que la relación entre Monseñor Romero y el nuncio Gerada era tensa es decir poco. Se tensó desde el inicio del arzobispado, cuando el recién nombrado arzobispo celebró la misa única para condenar el asesinato del padre Grande, y el distanciamiento no hizo sino acrecentarse con el paso de los años. Monseñor Romero, un hombre respetuoso como pocos de la jerarquía eclesiástica, llegó a escribir sobre el nuncio Gerada lo siguiente: “La figura del nuncio representa al Papa, pero no siempre lo representa nítidamente”.

Tras la llamada, Urioste se dirigió en carro al Hospitalito. Alcanzó a ver la sangre en el suelo, pero el cadáver ya se lo habían llevado a la Policlínica Salvadoreña. No había mucha gente. Unos periodistas se le acercaron y le pidieron unas palabras. Accedió, pero apenas sabía nada de lo ocurrido. Después marchó hacia la Policlínica, donde al fin pudo ver el cuerpo inerte, y ahí mismo se tomó la decisión de embalsamarlo.

Urioste pasó a ser el vicario capitular, algo así como el administrador apostólico, y a él le tocó organizar la misa-funeral del 30 de marzo.

—¿Le afectó su muerte? –pregunto.
—Si me preguntas que si lloré cuando lo vi muerto, la respuesta es no, no lloré. Lo sentí mucho, me impactó enormemente, estaba tristísimo, pero en cierto sentido, como yo estaba seguro de que su sucesor iba a ser monseñor Rivera, eso me alentó mucho.
—¿Cómo estaba tan seguro si la decisión dependía de Roma?
—No quiero entrar en detalles de las gestiones que hice como vicario capitular, pero en ese momento pensé que el país necesitaba con urgencia un obispo con todos los poderes. Entonces, fui con el nuncio y le dije: mire, monseñor, yo estoy dispuesto a dejar de ser el vicario capitular y sugiero a monseñor Rivera como obispo encargado mientras la Santa Sede nombra a alguien. Y accedió, escribió a Roma para proponerlo, y se aprobó.

Arturo Rivera Damas, obispo de Santiago de María, el único entre los seis que integraban la Conferencia Episcopal que no se había opuesto a Monseñor Romero, tomó las riendas de la arquidiócesis a las pocas semanas, con la venia del nuncio Gerada. En febrero de 1983, pocos días antes de la visita del papa Juan Pablo II, fue nombrado arzobispo de San Salvador, con lo que se cerró el plan diseñado por Urioste.

***

—¿Sabes de qué me arrepiento? –me pregunta–. Pues me arrepiento de no haber llevado nunca un diario, de no haber sido tan diligente como Monseñor.
—Nunca es tarde, padre.

Me responde con una mirada y una risotada sorda, y saca su agenda, una del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, para ver qué otro día podemos continuar la entrevista. Pero antes le pido que por favor me aclare algo importante.

—¿Cuándo siente que Monseñor Romero lo cambia a usted?
—En vida yo le admiraba su proceder, su altura espiritual, su disponibilidad, su trabajo, su entrega. Me llamaban la atención su actitud ante Dios, su respeto…
—¿Pero cuándo fue consciente de que estaba ante una persona excepcional?
—A partir de las primeras semanas de arzobispo empecé a notar algo en su vida personal, en su predicación. Para mí era algo nuevo escuchar a alguien como Monseñor, porque normalmente, cuando uno oye a un sacerdote que empieza a contar cosas, uno piensa: va a seguir por tal otra, luego por tal otra y va a terminar de tal modo. Pero con Monseñor no era así, siempre era algo nuevo.

***

—¿Que si lo manipularon? Sí, ¡claro que Monseñor fue manipulado! Lo manipuló Dios, que hizo con él lo que le dio la gana. Yo de eso estoy convencido, pero convencidísimo, como dogma de fe.

Su vicario general fue uno de los más firmes soportes dentro de la curia arzobispal durante el agitado trienio al frente de la arquidiócesis. No era amistad lo que los unía, pero sí una relación basada en el respeto y en la confianza. Urioste cree tener identificado el momento que simboliza su cambio de talante hacia Monseñor Romero. Fue durante el viaje a la Santa Sede que emprendieron los dos solos a finales de marzo de 1977 para explicar la polémica decisión de la misa única. Recién llegados a Roma, se hospedaron, y al poco Monseñor Romero golpeó la puerta de su habitación para invitarlo a dar un paseo. Ni el cansancio acumulado le impidió negarse. Llegaron a la basílica de San Pedro y, frente al altar de la confesión, el arzobispo se arrodilló, y Urioste hizo lo mismo.

—A los cinco minutos, más o menos, me levanté. Lo miré, y lo vi en una tan profunda oración, con sus ojos cerrados, empapado de Dios, que en ese momento me dije: a este hombre hay que seguirlo, porque él está siguiendo a Dios.

Después del asesinato, la relación curiosamente se estrechó aún más. Repasó sus homilías, leyó su diario y sus apuntes espirituales, y Urioste se convenció de lo que ya estaba convencido. En el año 2000, siguiendo el ejemplo de una asociación similar que unos conocidos habían formado en Estados Unidos, promovió el nacimiento de la Fundación Monseñor Romero, que preside desde entonces. Los objetivos que se propusieron eran recordar su obra, dar a conocer su pensamiento y conmemorar los aniversarios del asesinato y del natalicio.

—Pero, monseñor Urioste, ¿esa labor no debería de haberla hecho la Iglesia católica como institución?
—Pues pienso que sí, pero de hecho no se hacía ni se hace. En algún momento incluso tuvimos alguna fricción con el arzobispo Sáenz Lacalle. Así que nos tocó a nosotros llevarlo adelante.

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