La agonía del nawat

Valentín Ramírez lo admite: le cuesta entender el nawat, su vocabulario es limitado y se expresa con torpeza, pero esta lengua atraviesa una situación tan precaria que Valentín es hoy por hoy uno de sus profesores más brillantes. El nawat agoniza. Todos los hablantes juntos ni siquiera podrían llenar un avión Boeing 747, y la imagen resultante sería algo así como una excursión de jubilados. Las personas menores de 50 años que lo hablan con fluidez se cuentan literalmente con los dedos de una mano; quizá por eso resulta esperanzador y romántico el esfuerzo de Valentín por inculcar interés en sus alumnos.

“La verdad es que, por decirlo así, yo doy la materia de nawat con la esperanza de que algo les quede, para que se mantenga viva. Tal vez no vayan a aprender el gran montón, ¿va? Pero algo sí”, dice Valentín –36 años, moreno, bajito– como quien pide disculpas.

Valentín nació, vive y trabaja en un pueblo llamado Santo Domingo de Guzmán, en el departamento de Sonsonate. Es maestro en la única escuela pública en la que se puede estudiar bachillerato, y también es parte del reducido grupo de personas que con más voluntad que recursos se ha propuesto evitar lo que parece inevitable: que el nawat no cambie su estatus de lengua en peligro severo de extinción –el que en la actualidad le otorga la Unesco– por el de lengua extinta. 



Nawat es el nombre que sus hablantes dan al idioma, pero también se conoce como pipil o náhuat. Es la única lengua indígena que subsiste en El Salvador. Pertenece a la familia lingüística uto-azteca, que engloba a unas 60 lenguas dispersas desde la frontera norte de Estados Unidos hasta Centroamérica. De todas ellas la más extendida en la actualidad es el náhuatl, que se habla en la zona central de México y era la más difundida en el Imperio azteca. Entre los siglos IX y XIII hubo distintas oleadas migratorias hacia América Central, y con ellos viajó su lengua que, aislada durante siglos, evolucionó hasta convertirse en el nawat.

“Nuestra lengua no es un dialecto del náhuatl mexicano”, señala enérgico Jorge Lemus para zanjar el recurrente error de considerar que náhuatl y nawat son lo mismo. Lemus es un etnolingüista que dirige el Departamento de Investigación de la Universidad Don Bosco (UDB), una de las escasas instituciones académicas involucradas en el rescate, y cuyo trabajo a favor de esta lengua le ha servido para ser reconocido con el Premio Nacional de Cultura 2010. Si se extinguiera, enfatiza, sería una pérdida para los salvadoreños, pero también para toda la humanidad.

El interés de Lemus comenzó en su etapa de universitario. Ahora tiene 49 años y es uno de los pilares de ese reducido grupo de personas que trabajan por el rescate. Desde la UDB dirige el Proyecto de Revitalización de la Lengua Náhuat, el único esfuerzo serio vigente, que incluye el proyecto Cuna náhuat, diseñado para garantizar un relevo generacional, y del que se hablará más luego.

El número real de nahuahablantes es una incógnita. La cifra recogida en el último censo oficial de población (2007) fue de 97, la que maneja la UDB es de 200, y los conteos más optimistas elevan el número hasta 300. Pero todos coinciden en el hecho de que se trata de personas con una edad promedio en torno a los 60 años, y que en su gran mayoría son analfabetas y viven en condiciones de extrema pobreza. La lengua carece de protección jurídica efectiva, no hay literatura ni medios de comunicación y durante el último siglo la actitud del Estado salvadoreño hacia lo indígena ha pasado de la represión abierta en la primera mitad del siglo XX a la desidia de los últimos 30 años.

Uno de los pocos puntos a favor que presenta el nawat, y al que se aferran los optimistas de la revitalización, es que la inmensa mayoría de los hablantes viven en Santo Domingo de Guzmán.

Michael Enrique Pineda tiene 12 años y cursa sexto grado en el centro escolar que se llama igual que el pueblo. En la materia de nawat es uno de los alumnos más destacados de Valentín, el único profesor que se ha atrevido a impartir clases. Desde hace tres años Michael estudia dos horas por semana y, si le dan el tiempo necesario, es capaz de escribir frases como Naja nikpia makuil tiltik pelu (Yo tengo cinco perros negros). Pero el año que viene pasará a tercer ciclo, y Valentín dejará de ser su maestro. Ahí terminará toda su formación.

Un río de cenizas reseco 
Santo Domingo de Guzmán en nawat se llama Witzapan, que podría traducirse como río de cenizas. Pero casi nadie lo llama así. Jorge Lemus, el etnolingüista, estima que el 95% de las personas que dominan la lengua residen en este pueblo. La cifra suena alentadora, pero no suponen ni siquiera el 3% entre los más de 7.000 habitantes. Además, el municipio es eminentemente rural, y tres de cada cuatro pobladores residen en cantones o caseríos de difícil acceso.

El pueblo que se considera epicentro de la cultura nawat está a apenas 90 minutos en carro de San Salvador y a 20 minutos de Sonsonate, pero destila ruralidad. Tiene pocas y largas calles empedradas. La principal lleva el nombre del poeta nicaragüense Rubén Darío, y al caminarla uno se topa con gallinas, hombres que acarrean leña en la espalda o jóvenes en bicicleta; apenas pasan coches. En las tardes hay una banda sonora de cánticos que salen de las incontables iglesias evangélicas.

Niños descalzos que corren detrás de una pelota y calles mal adoquinadas y surcadas por regueros de aguas sucias dejan entrever lo que el gubernamental Mapa de Pobreza señaló en 2005: que es uno de los municipios más pobres del país. El 72% de los hogares está bajo la línea de pobreza, el 63% en condición de hacinamiento, el 39% sin energía eléctrica, el promedio de escolaridad es de 3 años… 



La pobreza se siente en las calles de Santo Domingo de Guzmán, pero no el nawat, que ni siquiera tiene una presencia testimonial en forma de los recurrentes rótulos bilingües de otras latitudes. “Debido al extenso deterioro de la lengua y a la pérdida de identidad cultural, se deben hacer grandes esfuerzos para revivir esa identidad cultural perdida y despertar en los habitantes el deseo de hablar náhuat y así identificarse con su etnia”, se lee en uno de los informes elaborados por Lemus.

El nawat es hoy una lengua socialmente muerta, pero tuvo tiempos mejores. Reportes oficiales de inicios del siglo XX dibujan un pueblo en el que casi nadie sabía expresarse en español. Sin remontarse tanto, los hablantes que hoy tienen en torno a 65 años tuvieron infancias exclusivamente en nawat. Guillerma López, de 58 años, lo recuerda así: “Yo me acompañé a los 17 años y no podía hablar en español; mi marido me lo tuvo que enseñar”. Pero ella no creyó necesario transmitírselo a sus hijos.

La situación es más preocupante en el resto de municipios de la teórica órbita nawat, que incluye buena parte de los departamentos de Sonsonate y Ahuachapán. A unos 30 kilómetros de Santo Domingo se ubica Izalco, una ciudad de unos 70.000 habitantes que tiene el título no declarado de capital del indigenismo salvadoreño. Varias escuelas de este municipio se han sumado al proyecto de la UDB, y en ellas algunos profesores con conocimientos mínimos, menores que los de Valentín, son también los llamados a enseñar nawat una o dos horas por semana a estudiantes de entre 8 y 13 años de edad.

En el parque central de Izalco, sin embargo, sí se ven algunos guiños al nawat, como palabras pintadas en farolas y bordillos con dibujos que explicitan su significado: junto a la silueta de un niño se lee Piltzin. Además, los alumnos de una de las escuelas involucradas colgaron en el parque cartulinas plastificadas con textos en nawat y su traducción en español: “Tipalewiat ka ne kwajkwawit, Cuidemos a los árboles”. Así quedó anotado en la libreta y cuando un hablante fluido pudo leerlo se apresuró a corregirlo: “¿Dónde estaba escrito eso? Está mal escrito; debería decir Tikpalewiat ne kwajkwawit”.

¿La tabla de salvación? 
En 2004 arrancaron las clases impartidas por maestros cuyos conocimientos se limitan a 40 horas de capacitación. Sus promotores, la UDB, están conscientes de que por esa vía será muy complicado ampliar una base de hablantes. Los logros de la iniciativa, aseguran, están en el ámbito de la sensibilización, en haber conseguido que más personas estén conscientes de la precaria situación de la lengua. “Se ha creado conciencia de que el nawat es parte de su identidad como pueblo, un requisito imprescindible para que cualquier proyecto de revitalización tenga éxito”, comenta Lemus.

Las esperanzas están ahora puestas en el componente del proyecto llamado Cuna náhuat que, después de estar paralizado dos años por falta de financiamiento, arrancó a finales de agosto. Cuna náhuat se ejecuta en Santo Domingo de Guzmán y se basa en una idea simple: crear una guardería para 20 niños de entre 3 y 5 años que es atendida por cuatro señoras con alto dominio de la lengua. Así, cinco días a la semana, niños y niñas en una edad idónea para el aprendizaje pasan de 7 de la mañana a 12 del mediodía en un ambiente nawat. Un criterio para la elección ha sido que tengan abuelos hablantes dispuestos a complementar el aprendizaje en casa.

“Van a hacer lo mismo que se hace en cualquier guardería, pero en nawat”, resume el espíritu Carlos Cortez, el joven que se ha encargado de buscar y acondicionar el local, seleccionar a las nanas (las cuidadoras) y elegir a los 20 niños y niñas que asistirán. 



Carlos Cortez es una rareza. Tiene 25 años y habla nawat con tanta fluidez que es coautor de buena parte de los escasos materiales didácticos que hay. Oriundo de Santo Domingo, aún puede considerarse el más joven de los nahuahablantes. Verle hablar nawat en el atrio de la iglesia junto a tres de las nanas –todas abuelas– resulta una escena en verdad esperanzadora.

La mayor de las nanas de Cuna náhuat tiene 68 años y se llama Fidelina. Sus palabras devuelven a uno a la realidad: “Este pueblo como que fue escogido, ¿verdad? Es el único en el que aún se habla nawat, aunque cada vez menos. Y hoy es peor, la juventud no lo quiere hablar ya”. Ha dedicado toda su vida a la alfarería, oficio que en Santo Domingo es sinónimo de pobreza extrema. Dice estar ilusionada por haber sido elegida, pero cuesta diferenciar si la alegría se debe a que en teoría beneficiará a la causa indígena o al salario que recibirán por cuidar a los niños.

Cuna náhuat sí puede suponer un punto de inflexión en el proceso de extinción del nawat, pero en El Salvador tampoco conviene entusiasmarse demasiado. De hecho, el proyecto a la fecha solo tiene garantizados 30,000 dólares que aportará el Ministerio de Educación, cifra que solo alcanza para los primeros meses.

No está de más recordar que desde que en 1992 finalizó la guerra civil un puñado de iniciativas apadrinadas por ONG o universidades extranjeras ya se arrogaron ser capaces de frenar la desaparición, pero los resultados han sido muy pobres. En El Salvador se habla hoy menos nawat que hace 10 años; y hace 10 años se hablaba menos que hace 20.

Un Estado casi ausente 
La desidia estatal tiene mucho que ver con esta situación. Si bien la Constitución señala en su artículo 62 que “las lenguas autóctonas que se hablan en el territorio nacional forman parte del patrimonio cultural y serán objeto de preservación, difusión y respeto”, la realidad es otra. Muchos confiaron en que la pasividad estatal de las últimas décadas cambiaría con la llegada del FMLN al Ejecutivo, pero desde junio 2009 los cambios en este tema han sido hasta la fecha más cosméticos y discursivos que de fondo.

La defensa sigue siendo la misma: en un país con problemas que suenan más urgentes como la desnutrición, la violencia o la falta de acceso a agua potable o luz, a los tomadores de decisión les resulta fácil subordinar la cultura en general y lo indígena en particular.

Rita De Araujo trabaja desde 1995 en la gubernamental Jefatura de Asuntos Indígenas, rebautizada ahora como Programa de Pueblos Originarios e Interculturalidad. Es su máxima autoridad. No habla nawat. En su despacho de San Salvador la entrevista arranca con la entrega de un par de hojas que detallan todo lo que se ha hecho, en tono triunfalista, pero finaliza con frases más en sintonía con la realidad que se percibe en Santo Domingo de Guzmán: “Sí, ha habido poca sensibilidad de los gobiernos y de las autoridades, incluso ahorita la situación no es algo muy favorecedora, cuesta que aprueben fondos”.

El Estado apoya de forma tangencial el Proyecto de Revitalización de la Lengua Náhuat de la UDB, y De Araujo también ve en Cuna náhuat una pieza clave para intentar evitar lo que parece inevitable. La entrevista, sin embargo, concluye con una pregunta que responde con sorpresiva honestidad.

—¿Cree usted que en 50 años habrá más nahuahablantes?
—Ufff, voy a traer al pulpo Paul… Está difícil… Pero creo que no. Puede que haya una pequeña población porque incluso a nivel turístico se quiere impulsar, pero creo que no se hablará más.

Vivir en La Campanera

Hay quien cree que los asesinados sienten. El alma, dicen, se aferra al cuerpo hasta que lo entierran, y en esas horas hasta la sepultura, la presencia cercana de amigos y familiares sirve para que Lucifer no se lleve el espíritu. Solo funciona si no ha transcurrido mucho tiempo. Si el cadáver estuvo pudriéndose varios días en una zanja o un cafetal, el demonio ya hizo lo suyo, y en el velorio no hay nada que resguardar. Pero esos casos son los menos. Lo habitual es que alma y cuerpo estén juntos dentro del ataúd. Por eso a veces los sobresaltos. Dicen que el asesinado siente cuando el asesino está en el velorio, y su cuerpo sangra por algún orificio –nariz, orejas, boca– un líquido a veces rojo, a veces amarillento.

La joven Marta es de las que cree. Lo escuchó desde siempre en su hogar, y lo vivió cuando le asesinaron a un pretendiente llamado Édgar. Lo mataron un día después de haberle negado un beso. Marta no fue al velorio, pero sí al entierro. Antes de sepultarlo, abrieron la caja, y cuando se asomó, vio cómo Édgar le agradeció su presencia relajando su ceño fruncido y esbozando una leve sonrisa. Ese asesinato transformó en verdad inamovible lo que hasta entonces era nomás creencia. Hubo antes y después más muerte en la vida Marta, pero fue aquella tarde cuando se convenció de que los asesinados sienten.

Y triste pero convencida regresó a su pequeña casa, en el reparto La Campanera.

***
Aquí se rodó La vida loca, el documental sobre pandilleros que le costó la vida a su director: Christian Poveda. Es cierto que el reparto La Campanera tenía mala prensa desde antes y que su elección no fue casual, pero el estreno de la película –y el efecto amplificador del asesinato– resultó como echar sal sobre una llaga. La Campanera está hoy asociada a las maras como Roswell a los ovnis o Cannes al cine. En el imaginario colectivo decir La Campanera es decir violencia. Sin matices. Y esto ocurre en El Salvador, un país del que el Departamento de Estado gringo dice que tiene una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo, un país sobre el que el Gobierno español aconseja no subirse a los buses. Seguramente haya ciudades finlandesas, australianas o argentinas que tengan barrios con aura de conflictivos, siempre las hay, pero La Campanera tiene esa etiqueta en El Salvador. No pocos salvadoreños cuestionaron mi cordura al saber de mis visitas para escribir este relato.

Con unos 250.000 habitantes, Soyapango es la tercera ciudad más poblada del país. Está anexada a la capital, San Salvador, al punto que cuesta saber cuándo se sale de una y se ingresa en la otra. En la zona norte del municipio está el cantón El Limón, y dentro de ese cantón, La Campanera. Es una colonia joven, que aún no cumple los 20 años, y que casi desde su fundación tuvo presencia de la pandilla Barrio 18. En La Campanera vivió Ernesto Mojica Lechuga, “el Viejo Lin”, al que la Policía llegó a considerar como el dieciochero que llevaba la palabra para todo el país.





Extorsión, asesinato, miedo, granadas o desmembramientos son palabras que han acompañado la cobertura mediática sobre esta colonia durante la última década. Pero cuando uno cierra los ojos, en La Campanera se escuchan los mismos sonidos que en cualquier otro lugar: la campanilla del paletero, el crujido metálico de los tambos de gas al chocar, autobuses en ralentí, el chirrido de un columpio sin engrasar…

La Campanera son más de 2.100 casas, y su población ronda los 10.000 habitantes. La mitad de los alcaldes del país gobiernan municipios con menos gente. La estructura de la colonia es simple: una carretera de 600 metros de longitud recta y amplia, y decenas de pasajes peatonales largos y estrechos que salen a un lado y otro desde la calle principal hasta los confines. Vista desde el aire parece una gigantesca espina de pescado sin cola ni cabeza. Al fondo están la escuela y el punto de buses de las rutas 49 y 41-D. Más al fondo, la cancha de fútbol. Después, cerros, la nada.

La primera vez que entré fue el 13 de septiembre de 2009, apenas cuatro días después de haber despedido a Poveda en su misa-funeral. Aún no estaba militarizada. Cuando la atravesé, lo hice con la grabadora encendida, para registrar primeras impresiones: “Bueno, ya estamos en La Campanera. Hay iglesias evangélicas. Tienditas. Gente sentada en bancas rojas, todo se ve rojo, parece que el Frente está fuerte. Tiendas. La bajada es pronunciada. Un camión de agua Cristal. Imágenes del Che y de Martí. Casitas de bloque. Grandes túmulos. Otra pintada, esta vez del Che Guevara con Monseñor Romero. Otra iglesia evangélica. Tiendas con rejas. Grandes pintadas del Barrio18. Pares de tenis colgados”.

La verdad es que no se ve tan fea, resumí en mi libreta. Apenas ha cambiado nada desde entonces.

La mayoría de las casas son de bloque y tejas, con agua potable, luz y teléfono. Dignas si se tiene en cuenta la situación del país. Hay servicio de recolección de basura, e incluso cuenta con una planta de tratamiento de aguas negras. Y quien se lo puede permitir dispone de televisión por cable o internet. La colonia, sin embargo, aparece citada en el Mapa de Pobreza Urbana que este año presentó el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. En La Campanera en efecto hay pobres y muy pobres, pero lo que la singulariza es el estigma, la exclusión. Siempre ha estado en boca de todos, y casi nunca por razones positivas.

—Ni siquiera los salvadoreños quieren entrar en esta colonia –me dirá un día de estos Alba Dinora Flores, una maestra de la escuela.

***

Tarde del 19 de mayo, miércoles. 
Pregunto a Alba Dinora por los robos en la escuela, se toma unos segundos para escarbar en su memoria, pero nada. Nunca nadie ha entrado a robar en los siete años que lleva asignada al centro, a pesar de que nadie cuida en la noche, y adentro hay abundante comida –frijol, leche en polvo, arroz, bebidas fortificadas– y hasta un lote de computadoras donadas que no se utilizan porque no hay dónde.

—Los muchachos no es que sean santos –otro día me dará su versión de la paradoja la madre de un pandillero–, pero ellos cuidan, cuidan su gente, su casa, su colonia, todo eso. Acuérdese que todos somos humanos. Si uno se mete con una persona, sabe que se lo van a sonar, pero si uno no se mete con nadie, nadie se mete con uno.

La falta de espacio es pues el mayor problema en el Centro Escolar La Campanera. El edificio es una galera larga y estrecha, con techo de lámina, pintado de azul y blanco, y situado junto a un diminuto patio sin asfalto. En la entrada ondea tímida una bandera de El Salvador, y en los muros hay letreros que dicen Deporte sí, violencia no, o Por una sociedad diferente, pero nadie los mira. Al fondo están los baños, compartidos por alumnos, alumnas y docentes, con sus paredes llenas de recordatorios entre los turnos de la mañana y de la tarde. Solo se enseña hasta octavo grado porque no hay más aulas. Después toca elegir entre dejar los estudios o jugarse la vida.

—Los matan si salen fuera de La Campanera –me dice Alba Dinora como quien da la hora. Me suena exagerado, pero otro día lo entenderé.

Alba Dinora es la profesora de séptimo y octavo, los grados que cursan la mayoría de los pandilleros.

—¿Usted no preferiría enseñar en otro lugar?
—Pues… no. Violencia hay en todas las escuelas, y aquí los pandilleros al menos respetan nuestra autoridad. A no ser que se tenga un problema con ellos, para los que vivimos o trabajamos aquí es tranquilo.
Esta noche asesinarán a la propietaria de una tienda en el pasaje J por no pagar la renta. Por lo visto, tenía un problema.

Casi una decena de los alumnos que iniciaron curso con Alba Dinora están detenidos o han huido. Entre los que quedan sigue habiendo pandilleros, pero son más los jóvenes cuya única relación con la pandilla es haber crecido junto a ellos, en las mismas aulas, en los mismos pasajes. Sin embargo, todos ellos, pandilleros y no pandilleros, pagan un caro peaje por ser jóvenes en La Campanera: adentro de la colonia, represión; y afuera, los que se atreven a salir se exponen a que otras maras los asesinen por el simple hecho de vivir en La Campa.

Alejandro Gutman lo sabe. Él es argentino y vive en Estados Unidos, pero conoce de pandillas más que la mayoría de los tomadores de decisión. Gutman preside la ong Fútbol Forever, una de las pocas que se ha atrevido a trabajar en La Campanera. La escuela es su base. Hace exactamente una semana me llamó por teléfono para, sin pretenderlo, radiografiarme la colonia: “Son comunidades que tienen en sus entrañas pandilleros, que son en muchos casos hijos, primos, conocidos o amigos de la gente que vive allá. Y esto no significa que estén apañados o que se lucren de las fechorías, sino es lo que es, es lo que tenemos, y con lo que hay que aprender a trabajar”.

La escuela sintetiza la complejidad del fenómeno de las pandillas. Es un punto de encuentro que a veces también funciona como casa comunal y hasta ha servido para acoger velorios. Lo que ahí ocurre bota por tierra la recurrente y mediática teoría que dibuja La Campanera como un lugar en el que 10.000 personas viven sometidas por 20, 50 o 100 pandilleros; y que extirpado este grupo, se resolverá el problema.

***

Mañana del 5 de junio, sábado. 

—¡¡¡Huevonazos!!! –grita el cabo.

Hoy hay más movimiento del habitual en La Campanera. Los militares están en campaña de fumigación, y las bombas termonebulizadoras zumban. Los policías no fumigan, pero un grupo de ellos lleva un buen rato calle arriba, calle abajo en el pick up Mazda de la corporación. Ahí suben otra vez y, al pasar sobre el primer túmulo, suenan la sirena una fracción de segundo, pero suficiente para irritar al cabo fornido que está parado sobre la acera.

—¡¡¡Huevonazos!!!

Es evidente que quería que lo escuchara. Ve que le sonrío la gracia y se anima.

—Ya quisiera ver a uno con nosotros…
—¿Un pick up? –pregunto, un tanto desconcertado.
—No, a una de esas niñas. ¡Pa’que sepan lo que es trabajar!

La Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil conviven en La Campanera desde noviembre, pero rara vez patrullan juntos. Los que más se mueven son los soldados; chacuatetes, los llaman. Se les ve pasar a cada rato en grupos de tres o cuatro y armados con fusiles de asalto M-16 o Galil. En su afán por diferenciarse de las niñas, se aplican con mayor dureza. “Los soldados pegan más a lo loco”, me dirá otro día Whisper, un pandillero. Irónicamente, en la pandilla hombría y violencia también son valores asociados.

Delmy Chávez es una madre que ronda los 40, de carácter fuerte, y que pertenece a la directiva comunal. Es muy crítica con la labor desarrollada por la Fuerza Armada y la Policía.

—Nosotros no queremos, y ahí quiero que lo ponga usted, no queremos represión. Lo que queremos son oportunidades, talleres de formación para los jóvenes. Venga de donde venga la violencia hay que erradicarla.

En mis días en La Campanera se sucedieron los testimonios de golpizas, tratos vejatorios, registros bajo lluvia intensa, manoseo a jovencitas y sobornos protagonizados por policías y soldados. En la colonia se aplica de facto la presunción de culpabilidad, sobre todo con varones de entre 14 y 18 años. La presión es tal que algunas iglesias han tenido que extender documentos sellados para que sus jóvenes puedan salir de sus casas, algo así como un salvoconducto.





Y si esto ocurre con cualquier joven, con los pandilleros tatuados la presión es mucho mayor. Hace cuatro días, el 1 de junio, hubo operativo. Una docena de pandilleros se habían reunido en una casa, alguien dio el soplo, y las autoridades cayeron con todo en torno a las 9 y media de la mañana. Hubo macanazos, gases, puntapiés, culatazos. “Las patadas en la espinilla con las botas militares duelen”, me dirá uno de los detenidos. Rompieron vidrios, puertas, un televisor y la PlayStation en la que jugaban fútbol. Los descamisaron, los tumbaron, más patadas, llegaron vecinas, madres, hermanas a hacer bulla, un bebé de 11 meses cargado por su abuela recibió en la frente un culatazo con un Galil, los cargaron en pick up y se los llevaron a la delegación de Ilopango. Los retuvieron tres días. Más patadas. A Whisper lo golpearon con unas esposas, y todavía hoy tiene la marca sanguinolenta en su omoplato derecho. Después de tres días retenidos, todos recuperaron la libertad sin cargos.

Es mediodía y la campaña de fumigación ha terminado. “Nosotros estamos aquí para apoyar”, me dice satisfecho el coronel Carlos Benning Rivas, el responsable de los 400 elementos con los que el Gobierno militarizó el área.

Nada es blanco o negro en La Campanera. La labor del Ejército aquí es aplaudida por muchos y censurada por otros. En medio, una paleta de matices en función de la cercanía hacia los pandilleros o del respeto que uno sienta por los derechos humanos. La mayor presencia del Estado aquí ha servido, en el mejor de los casos, para sustituir una violencia por otra y para imponer la idea de que todo joven es culpable hasta que demuestre lo contrario.

Entrada la tarde, cuando ya me retiro, una pareja de policías me ordena detener el carro. Un agente joven, chele y rapado al que los pandilleros apodan Metralleta se acerca y me pide que salga del auto.

—Salga del auto, las manos a la vista.

Obedezco y entrego mis documentos.

—¿Dónde vive usted?
—En San Salvador.
—¿No vive en la Santísima Trinidad?

La tarjeta de circulación del carro conserva mi vieja dirección. Es obvio que han estado averiguando. Les explico. Metralleta me ordena abrir el maletero, revuelve todo, desmonta y saca la llanta de repuesto. Como el asunto se torna serio, termino por entregar la credencial de prensa al otro agente, que ha permanecido callado y con la mano sobre la pistola. Se retiran, me hacen esperar 12 minutos más y luego me dejan ir.

Presunción de culpabilidad, pienso.

***

Mañana del 23 de mayo, domingo. 
Johana al fin apareció. Me cuentan que la enterraron hace dos días.

Supe de ella el miércoles, pero entonces ni sabía siquiera que se llamaba Johana. Entonces era solo una fotografía en la parte de atrás del autobús de la ruta 41-D que me subió hasta La Campanera. Una imagen en blanco y negro de una jovencita de pelo largo y liso, y con una mirada poderosa y alegre. Había desaparecido en la tarde del 7 de mayo al salir del Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno La Coruña, siempre en Soyapango. Me acaban de decir que su cuerpo apareció el jueves en un cafetal situado no muy lejos del colegio.

Otro día sabré que su nombre completo era Stefany Johana León Vides. Tenía 16 años y estudiaba primer año de bachillerato. Quería ser doctora. La familia era cristiana, se congregaban en la Iglesia de Cristo Elim. Desde hacía más de una década vivían en el pasaje J de La Campanera. No debían nada a nadie, la suya era una vida apegada a principios cristianos, alejada de cualquier vinculación siquiera afectiva con las pandillas. Creyeron que eso era suficiente para enviar a estudiar a su hija a un colegio del que tenían buenas referencias. Pero el reparto La Coruña es territorio de la Mara Salvatrucha. Se la llevaron y, antes de asesinarla, la interrogaron para que les dijera algo que no sabía: quién era en La Campanera el palabrero del Barrio 18. Dicen que le cosieron la boca y le desfiguraron el rostro.

A Johana la asesinaron solo por ser de La Campanera.

Como ocurre casi siempre en estos casos, la familia de Johana –padre, madre y dos hermanos pequeños– se fue la colonia.

***

Noche del 25 de mayo, martes. 

Cae la noche, hora de cultos. También en el Tabernáculo Bíblico Bautista Amigos de Israel La Campanera. Óscar Mauricio Escobar, el pastor, camina sobre la tarima de relucientes baldosas, un oasis de pulcritud en un edificio que más parece diseñado para albergar un taller. Enfrente, cabizbajos, una veintena de mujeres y niños cantan –susurran– una canción que habla de manos limpias y corazones puros. Cuando termina, el fondo musical se mantiene, y el pastor Escobar se acerca el micrófono. Llueve recio, como si hubiera una carrera de caballos en el tejado, pero los parlantes son más poderosos.

—Queremos ocupar un momento, Señor, para orar por nuestro país. Queremos orar, Señor, también por el sector donde tú nos has permitido vivir...

El pastor Escobar es joven, 30 años, y lleva más de dos aquí, tiempo en el que ha podido comprobar que la mayoría de los pandilleros son, dice, jóvenes que han crecido en el evangelio, hijos de hermanos en Cristo.

—…queremos orar por la juventud, queremos orar, Señor, por la niñez. Queremos pedirte que seas tú, Señor, quien guarde a nuestros niños y a nuestros jóvenes, Señor, de la delincuencia, de las pandillas, Señor. Padre, ayúdanos. Nuestros hijos constantemente, Señor, están en riesgo, Señor, tienen dificultades. Bendice las escuelas, Señor, bendice a los maestros, bendice cada centro de estudios, Señor. Bendice a nuestros gobernantes. Y bendice nuestra iglesia, Señor. Ayúdanos a ser agentes de cambio propositivos, a dar algo mejor a este mundo, cuanto más sabiendo que tu venida está cerca, Señor.





Pero parece como si el Señor no escuchara el torrente de plegarias que salen de esta colonia: la violencia no cesa y las consecuencias del estigma no se atenúan. Hablé con dos pastores distintos, y ninguno sabía la cifra exacta, pero calcularon que hay alrededor de diez iglesias en La Campanera, sin contar la práctica habitual de los cultos en viviendas. En realidad, todo Soyapango es un hervidero de fe. Hay más iglesias que centros escolares o campos para jugar fútbol. Algunas se anuncian con pintadas en paredes y en pasos a desnivel, como si fueran un taller o un detergente.

—¿Por qué tantas iglesias? –le pregunto al pastor Escobar cuando termina el culto.
—Por la necesidad que hay las iglesias ven oportunidades, creo yo. No estamos hablando de oportunidades económicas, usted ve las condiciones aquí, pero sí quizá en el tema de ganar personas para Cristo. La gente, en general, vive bajo un cierto temor, vive bajo incertidumbre, y a eso súmele los problemas laborales, los problemas económicos.
—¿Cree que una iglesia es más necesaria aquí que en la Escalón?
—Sí, definitivamente.

La sede central del Tabernáculo está en la exclusiva colonia Escalón, en San Salvador. El pastor Escobar ha sentido el estigma de La Campanera allí también. Cuando llegan como comunidad y los anuncian por megafonía, siente el peso de las miradas, el escrutinio, el temor mal disimulado de los acomodadores y del resto de los hermanos. Y luego están las bromas de otros pastores.

—A mí me han dicho el de La vida loca, me han dicho Poveda junior. Cuando llevaba rapado el pelo me decían el Viejo Lin.

El estigma es como una mancha de óxido en una camisa blanca; una vez que se tiene resulta casi imposible que desaparezca. Hay ciudades y países que tienen fama de tacaños o de haraganes o de altaneros, pero los residentes en La Campanera se quedaron con el estigma de ser violentos. Por eso se ven obligados a escribir otra dirección en los currículum vitae. Y quizá por eso también son tan pocos los apoyos en materia de prevención.

—Una de las cosas que a mí me han llamado la atención –me dice el pastor Escobar– es que todo mundo habla de La Campanera, pero casi nadie hace nada por ayudar acá. Veamos la empresa privada o las fundaciones, todas dicen que ayudan, pero aquí, donde más se necesita, uno no ve nada.

***

Tarde del 13 de junio, domingo. 

A esta hora la selección de Alemania se enfrenta a Australia en Sudáfrica, pero en La Campanera hay quien prefiere ver el Colo-colo contra el Sureños. El partido se juega sobre una cancha que es más cuadrada que rectangular, que solo tiene grama en las esquinas, y que está delimitada por líneas negras y no blancas, hechas con el aceite quemado de los buses. Sin embargo, en los últimos 12 meses pasaron por aquí tres mundialistas: el francés Christian Karembeu, el argentino Marcelo Bielsa y el colombiano Carlos Valderrama. Los trajo la ong Fútbol Forever.

Bielsa estuvo en diciembre y dijo algo que también hoy aplica.

—Tengo una crítica a todo lo que vi aquí: que no están los viejos. Los viejos son los que cuentan la historia, los que dan sentido de pertenencia. Está bien que uno quiera crecer, pero este es el origen, esta es la esencia, y nunca hay que olvidarlo.

Domingos como el de hoy, con jóvenes y no tan jóvenes, pero sin viejos, se repiten desde hace un mes. Son resultado de un esfuerzo de la directiva comunal y del involucramiento de los motoristas de la ruta 49. Hay dos ligas –una de jóvenes y otra de papi-fútbol–, con seis equipos cada una, que canalizan el entusiasmo futbolero de la colonia. Los jugadores pagan por jugar, para reunir el dinero para el árbitro, pero esto no es obstáculo.

Se trata de uno de los escasos esfuerzos de integración surgidos en los últimos meses, y se gestó dentro de la colonia. El Sureños, que ahora juega de rojo, acoge a un buen número de pandilleros. Para disputar los partidos, la directiva tuvo que pedir a la Policía y al Ejército que relajaran su presión.

—Poco saldrás tú de La Campanera, ¿no? –pregunto a Whisper, el pandillero. Tiene 16 años y juega en este equipo.
—¿Salir yo? Solo cuando me llevan preso.

El partido termina 10 a 2, derrota de Sureños. Y todos tan contentos.





Son casi imperceptibles ante los rugidos que creen que las pandillas solo se deben combatir con mano dura o militarización, pero hay voces que cuestionan los modelos represivos y creen en soluciones más incluyentes. El alcalde de Soyapango, Carlos Ruiz, un día vino acá a decir sin matices que hay que trabajar con los pandilleros, y el discurso de la ong Fútbol Forever va en la misma línea. Todo pasa, dicen, por saber que hay pandilleros y pandilleros. Están los irrecuperables, pero también hay otros que tienen inquietudes y aspiraciones más allá de la pandilla.

—Y si los militares molestan a los cipotes –me dice la madre de uno en la plática después del partido–, ¿en qué vienen a terminar? En hacerse mejor de la calle.
—¿Y sabe por qué? Porque no tienen otra salida –agrega Delmy Chávez–. Si el muchacho no está en nada, lo friegan; y si está, también.
—Entonces, mejor estar, ¿no? –se pregunta en voz alta la madre, a la espera quizá de una respuesta que la convenza.

***

La idea inicial que vendí a mi editor era vivir en La Campanera, alquilar casa y pasar una semana para registrar la cotidianidad. Fue paradójicamente Gutman, el argentino que desde Fútbol Forever más trabaja por rehacer el nombre de la colonia, quien me sugirió que no, que subiera los días que fuera necesario, pero que evitara las noches.

—No es tu ámbito, vos sabés. Sos ajeno, y en la noche hay muchos que se pasan de rosca, ¿y para qué? –me dijo.

La Campanera aún es una colonia en la que hay que pedir permiso a los pandilleros para que llegue un periodista, donde la autoridad golpea y ultraja con impunidad, en la que calzar unas Nike Cortez es buscarse problemas con los unos y con los otros, en la que hay gente que critica los golpes de los soldados y calla ante los disparos de los pandilleros, en la que los reportajes deben terminar con una advertencia de que se han modificado nombres de fuentes.

—El estigma –me dijo Gutman– lo hacen más el periodismo y la sociedad entera cuando presenta a toda una comunidad como si fuera Vietnam, y la realidad es que el 99% de las personas es gente maravillosa.

Quizá exagera el porcentaje, pero Gutman acierta en que el grueso de las historias de vida en La Campanera son, a pesar de la convivencia tan estrecha con la muerte, historias de dignidad. Como la de Sherman, un pastor que desde la religión trata de despertar conciencias entre los jóvenes; o la de Grecia, una guapa joven que quiere convertirse en modelo; o la de José, motorista de la ruta 49 y motor de la liga de papi-fútbol que cada domingo insufla vida a la colonia; o la de Kenia, que con prudencia e ingenio está logrando estudiar computación en un sector de Soyapango controlado por otra mara. Todos ellos fueron y son víctimas de la violencia y del consecuente estigma. Ellos cargan la cruz que supone vivir en La Campanera.

—¿Pero dónde hay más dignidad? –se pregunta Gutman– ¿En los que vivimos fuera con comodidades o en aquellos que están acá y se las arreglan todos los días para salir a trabajar y mantener a su gente?

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(Los nombres de algunos personajes y lugares de este relato se han modificado por razones de seguridad.)
Esta crónica fue publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro.

Tres millones de mauricios

(Fotografías de Frederick Meza/www.elfaro.net)

Sentada sobre su propia sangre supo que algo andaba mal. Seis semanas faltaban para salir de cuentas pero el niño se retorcía por salir. Sintió una punzada lenta y larga, apretó los ojos y con su mano comprobó que los pies estaban fuera. Venía al revés.

—Me dio nerviosidad.

Estaba pariendo tirada en el corredor de una casona, en un cantón perdido de un ignoto pueblo llamado Monte San Juan. Las únicas ayudas disponibles eran la voluntad de Mauricio, su marido, y el recuerdo de un consejo que años atrás le había dado su padre: si te llega a ocurrir esto, cuando nazca le cortás el cordón tres dedos debajo de la tripita, buscás un cañamito, lo desinfectás con alcohol, te lavás bien las manos y le metés la Gillette.

El fruto de su vientre cayó al piso sin dificultad cuando él le apretó la barriga con fuerza.

—Así era el bichito –y con las manos Mauricio simula algo del tamaño de un plátano–, chiquito y clarito-clarito, y amarillo, y las manos bien largas.

Mauricio tomó la iniciativa. Salió a buscar a un cuñado y le pidió que fuera hasta Cojutepeque en bicicleta a comprar lo necesario. Cuando regresó, tenía el cañamito elegido y cumplió como un soldado las instrucciones: alcohol, manos limpias, tres dedos, Gillette. Después agarró el feto y lo miró asustado.

—Ahí deseé que se muriera… No se le veía forma de gente, clarito y amarillo, como que era muñequito de hule…

Era el octavo embarazo, pero el primero que nacía sietemesino, desproporcionado y amarillento. Convencidos de que nada se podía hacer, ni siquiera buscaron un doctor. La decisión fue esperar, dejarlo en las manos de Dios, como le gusta decir a Mauricio. Aquella noche del 19 de abril del año 2000, se acostaron resignados, una resignación que quizá solo quienes conocen el verdadero significado de la Pobreza puedan comprender. Y juzgar.

***

El presidente de El Salvador, Mauricio Funes, parece tenerlo claro. Así lo dijo en uno de sus discursos: “Un pueblo es libre cuando puede alimentarse, un pueblo es libre cuando tiene acceso a la educación y a la salud, un pueblo es libre cuando su población tiene oportunidades de empleo y de desarrollo, y por supuesto, un pueblo es libre cuando sus hombres y mujeres se sienten seguros y pueden salir a la calle sin miedo”. Si tiene razón, el presidente preside un país de no libres.

La última Encuesta de Hogares de Hogares Múltiples, la principal herramienta con la que el Gobierno monitorea los indicadores socioeconómicos, se presentó en junio de 2009. Cuatro de cada diez hogares salvadoreños resultaron en situación de Pobreza extrema o relativa. Esa era la situación cuando se hizo la encuesta, a lo largo de 2008, justo antes de la crisis económica que zarandeó el país y provocó que decenas de nuevos asentamientos de plástico, cartón y lámina surgieran como los hongos después de una tormenta. Con una población estimada en 6.2 millones de habitantes, resulta hasta conservador calcular en 3 millones los pobres que hoy hay en El Salvador.

Mauricio Ramos Vásquez es uno de ellos, Mauricio es uno entre tres millones.

—Pero yo tengo esa fe en Dios. Y fíjese, don Roberto, que yo toda mi vida he andado rodando, de pobre, pero sabiendo que Dios un día me iba a compensar.

***

Aquí había una colonia llamada San Antonio hace apenas dos días. Lo que hay ahora es una lengua de tierra y rocas que arrasó con todo menos con el muro de una casa aquí, un suelo embaldosado allá, un tronco más allá. Sobre el lodo ya reseco, caminan silenciosos periodistas, pobres, funcionarios y curiosos, hasta el presidente de la República estuvo hace un par de horas por acá.

Hoy es 9 de noviembre de 2009, mediodía, y esto es Verapaz, en el departamento de San Vicente. Ayer en la madrugada llovió tanto que el altanero volcán de San Vicente se desparramó como una charamusca al sol. Uno de los deslaves atravesó el pueblo de sur a norte. Hubo muerte y destrucción. La peor parte se la llevó esta colonia, la San Antonio, un asentamiento al que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo le puso la etiqueta de Área precaria en su Mapa de Pobreza Urbana. Mauricio vivía aquí, pero eso aún no lo sé.


Mauricio cumplió 74 años hace un mes. Tiene la piel tostada por el sol y menos arrugada de lo que uno presupone en un septuagenario. El cabello, vencido por las canas pero abundante, sin el más mínimo atisbo de alopecia; las cejas y el bigote están conjuntados. Las cataratas impiden definir el color de sus ojos. Es pequeño y delgado, pero aún se atisba musculatura en sus brazos cuando se quita la camisa; en el izquierdo tiene una profunda cicatriz por un machetazo de juventud.

Se acerca cabizbajo para pedir por favor una llamada. Sus familiares aún no saben que es un sobreviviente de las lluvias generadas por el huracán Ida.

—Aló, ¿qué pasó, hijo?
—…
—Por aquí, ¿veá? Aquí estamos todos fregados… Incomunicados… Nos llevó todo la lava… En la mera lava estoy ahorita.
—…
—Sí, pero avisala, decile a la Mina que estamos fregados y que, hablando a las cabales, necesitamos ayuda… Pasámela… Hola, hermana. Sí, te estoy hablando de un señor que me ha prestado el teléfono.
—…
Yo estoy viviendo donde la Lourdes, a la entradita de Verapaz, del puentecito para arriba, si en caso querés venir. Lo que te quiero decir es que estamos necesitados.
—…
—Sí, mi hermana, cuando vengás te voy a platicar todas las maravillas que Dios ha hecho.
—…
—No perdí pero ni uno de mis hijos, ¿oíste? Todos me los sacaron, y me sacaron a mí, arrastrado, pero me sacaron.
—…
—Vaya, salú pues.
—…
—Salú pues… Va… Va… Gracias… Amén.

Muchas gracias, dice cuando me devuelve el teléfono.

El cielo es azul y el sol abrasador. La tierra a nuestros pies está extrañamente reseca. Los ojos de Mauricio, nublados y llorosos.

***

La casucha en la que nació Mauricio un 9 de octubre no tenía agua ni sanitarios ni energía eléctrica, pero en 1935 nada de eso se echaba en falta en el cantón San Isidro de Santa María Ostuma. En ese pueblo famoso por nada y situado en el centro del país había nacido su padre, José Luis, quien murió tan joven y pobre que ni recuerdos le dejó. Su madre, Juana, buscó sustituto, y esa decisión le dio a Mauricio seis hermanastros y la posibilidad de vivir en una casa de adobe y tejas en el centro del pueblo, que sería la que por casi medio siglo llamó Mi casa, aunque no fuera suya. También le facilitó estudiar.

—Yo hice sexto grado, y en aquel tiempo era mucho.

Lo suficiente como para saber que el mundo es algo más que Santa María Ostuma.

Durante años alternó temporadas en las que vivía con su madre y otras en las que salía a probar suerte. En una de esas llegó hasta Valladolid, pero el Valladolid de Honduras, lo más lejos que ha viajado nunca. Pasó también un tiempo en Zacatecoluca, donde ingresó en el Ejército, y esa condición de soldado le permitió dar el salto hacia San Salvador. En la capital estaba cuando el 15 de junio de 1969 fue al estadio Flor Blanca a ver el partido de fútbol contra Honduras que a la postre serviría para bautizar una guerra. Como reservista, Mauricio fue llamado a matar.

—El Salvador le ganó el partido a Honduras, pero esa no fue la cólera.
—¿Y por qué empezó la guerra?
—No sé, ya la gente salvadoreña que vino de Honduras, según dicen, ya estaba en un albergue así como este –Mauricio señala alrededor.
—¿Usted fue a la guerra sin saber por qué?
—Nos llamaron y fuimos. Estuvimos una noche en el cuartel y en la madrugada nos subieron en un camión y nos fuimos para la frontera. Antes de entrar a Honduras nos bajaron, y fuimos caminando a alcanzar la tropa, pero no peleando. Algunas cosas no las recuerdo ya, pero yo no disparé.

Pero de todas esas huidas de Santa María Ostuma siempre regresaba junto a su madre, y cada vez era más el tiempo que pasaba en el pueblo. La década de los 70 fue la más oscura: bebió mucho, trabajó poco, tuvo dos hijos –Gilberto y Óscar Mauricio– sin estar emparejado… Hasta que sucedió lo que tenía que suceder. El 22 de mayo de 1985 su madre murió y con ella la posibilidad de disponer de un techo fijo.

—Cuando mi mamá murió nos reunió primero a todos, y como la casa había sido de mi padrastro, y como ella tenía hijos con él, me dijo: a vos, Mauricio, a vos no te dejo nada. Y no me dejó, perdone la palabra, pero ni un huacalito viejo; nada, nada. Yo nací pobre, crecí pobre y, cuando mi mamá murió, me tuve que salir a alquilar casa.

Y fue ahí, y así, cuando empezó la verdadera peregrinación, cuando Mauricio comprendió que aunque todo vaya mal, siempre puede ir peor.

***

Mauricio está sentado sobre una hamaca amarrada a unos árboles y se balancea con un pie mientras escarba en su memoria. Después de tres encuentros y otras tantas pláticas por teléfono, ya no habla con un desconocido. Pero Mauricio mantiene la barrera del don con un periodista es que cuatro décadas más joven.

—… Así que a ver qué dice Dios, don Roberto, porque…
—¿Le puedo pedir algo? No me llame don Roberto, por favor. Roberto nomás.
—¡Cómo no, hombre, cómo no! –y ríe como quien le ríe la gracia a un loco–. Fíjese que, no es por nada, pero mi forma de hablar es así, ¿veá?

La sumisión interiorizada. Debe de ser difícil rebelarse contra uno mismo.

***

Cuando en 1985 Mauricio tuvo que dejar la casa de su madre era evangélico, había dejado de tomar y tenía como esposa una mujer 27 años menor que él llamada Irma Yanira. Irma era hija de Santiago Zepeda, un compañero de juegos en la niñez y de borracheras en la adultez, vecino, suegro y la persona a la que Mauricio definirá como el mejor amigo de toda una vida.

La pareja tenía dos hijos ya –Edwin Alfredo e Irma Araceli–, una cifra manejable aún, y alquilaron una casa sin salir de Santa María Ostuma, hasta que el propietario los echó. A partir de ahí Mauricio mide el tiempo en función del nacimiento de su camada: Edgar Esaú nació en el cantón El Rodeo de San Pedro Nonualco, a donde llegaron porque un patrón les ofreció posada; María de Lourdes y Saúl Eliseo nacieron en la finca La Joya, también en San Pedro Nonualco, donde cuidaban propiedad ajena en una casa de adobe sin agua ni luz, donde vivieron lo más duro de la guerra, pero de la que guarda buenos recuerdos; Miguel Ángel y Diana Cristina nacieron en la colonia Altamira de Cuyultitán, en una champa de lámina que con esfuerzo pudieron alquilar…

—Viviendo en esa casa cumplí los 61 años. Yo trabajaba como albañil, y un día me dijeron: vaya a pedir su jubilación, y me dieron unos papeles, pero fui a San Salvador y vi que había empresas en las que había cotizado, pero que en el Seguro no aparecían. Así que no me dieron pensión...


Sin ingresos fijos, aceptaron irse al cantón Concepción de Monte San Juan, otra vez a cuidar propiedad ajena. Allí nació, sietemesino y desproporcionado, el muñequito de hule que Mauricio deseó que muriera. Pero no murió. Lo tuvieron 12 días en casa, hasta que vieron que aguantaba, y lo llevaron a la clínica del pueblo, y de ahí al hospital de Cojutepeque, donde pasó un mes en una incubadora. Al octavo hijo de la pareja lo llamaron Cristian Rafael.

—Y ahora míralo –Mauricio lo señala–, es el más peleonero, bien travieso, y caprichoso… pero yo le tengo lástima, yo lo quiero… No sé, no sé cómo decirlo, pero le tengo una gran lástima.

Aún faltaban mudanzas: de Monte San Juan a Guadalupe, y de Guadalupe a Verapaz, donde estuvieron rebotando en tres champas distintas. También faltaban más hijos: Manuel Alexander y Milagro de Jesús, la última, que nació el 2 de abril de 2007, cuando Mauricio iba camino de los 72 años.

—¿Y por qué tantos hijos y tan mayor si apenas puede mantenerlos?
—Pues es que eso es lo fregado, que uno comete el pecado y Dios lo castiga.
—¿En la unidad de salud no les dan nada para que su esposa no quede embarazada?

Mauricio baja la voz, aunque estamos solos, y mira a ambos lados antes de soltar lo que parece que será una gran revelación.

—Mire don Roberto, es que en estos pueblos casi no existen esas cosas.

***

Hace poco más de tres meses que en este predio velaban los muertos del deslave en el volcán. Hoy, 16 de febrero, hay un campo de damnificados formado por unas 70 tiendas de campaña. Parecería un campamento militar si no fuera por el correteo de niños y las ropas de vivos colores que se secan en improvisados tendederos. La #19 la ocupan Mauricio y su familia, donde familia a estas alturas significa la esposa Irma, los cinco hijos menores y Sandra Yamileth, de 8 años, una nieta huérfana. La tienda es amplia, pero insuficiente para que puedan vivir con un mínimo de dignidad ocho personas. E insalubre. Hace unos días, a una de las niñas le salió una roncha en la nuca.

En los tres meses aquí siempre han tenido algo que llevarse a la boca. Verapaz se convirtió en el municipio símbolo de la tragedia, y no han faltado ni alimentos ni brigadas médicas ni payasos para entretener a los niños ni evangelizadores para entretener a los adultos. Mauricio, sin embargo, se le oye desganado y luce envejecido, como si hubieran pasado 10 años desde la última vez que lo vi.

—Llevamos más de tres mes de que pasó eso. No le niego, don Roberto, comemos, bebemos, tenemos baño… pero vivir así agobia y yo me siento todo enfermo, más traumado que cuanto bajó la lava.
—¿Y no han venido sicólogos?
—¡Cómo no! Pero vienen a platicar, que si siéntase cómodo, que si respire, que platíqueme alguna cosa de su pasado… Algo ayuda porque al momento de estar platicando uno se olvida de las cosas, pero luego después viene el sentimiento. Yo ya tan viejo, ya no puedo trabajar, con mi montón de bichitos, la mujer… De aquí a mañana que yo me muera…

Se recuesta en la silla y calla unos segundos. Al instante, se reincorpora.

—Yo recuerdo cuando pasaba por ahí, por el 51 de la Panamericana, que había un letrero grande que decía Sin agricultores no hay comida. ¡Me gustaba leer ese rótulo! –y esboza una sonrisa–. Es que es la verdad. Pero yo creo que ya lo quitaron.

Mauricio nunca fue agricultor hasta hace un par de años. Trabajó en unos almacenes, en un beneficio, como encargado de finca, fue soldado, ordenanza y albañil, que es la que identifica como su profesión. Al campo llegó obligado, hace tres años, cuando comprobó que era la única forma de garantizar a los suyos tortillas y frijoles para todo el año. Pero en noviembre la tormenta se llevó la cosecha, y los convirtió en dependientes de la caridad. Desde noviembre visten donado, comen donado, beben donado, se asean donado. El único ingreso familiar fijo son los 40 dólares que cada dos meses les entregan por ser parte de la ex Red Solidaria. Planes de futuro no faltan.

—¿Sabe qué es la iniciativa que yo tengo también? –me dirá Irma otro día–. Conseguir una planchita de gas. Yo sé tortear y ya tengo encargos para hacer tortillas, pero con el comal uno no alcanza.
—Sí –dirá Mauricio–, una plancha para tortear, no para lujo, para trabajar, ¿veá?

La plancha es un viejo anhelo, casi un proyecto de vida. Pero quien dijo aquello de querer es poder parece que no estaba pensando en superar la Pobreza.

***

La palabra está tan adulterada que ha perdido su esencia. Decir Pobreza hoy es decir poco, es decir nada. Se dice, se escribe, se lee Pobreza rural y urbana, extrema, relativa, severa, estructural, endémica, pero esos adjetivos no adjetivan la Pobreza mierda que huele y sabe como la mierda. No faltan Oenegés en Toyota Prado ni presidentes ni periodistas ni organismos internacionales ni oportunistas que dicen querer conocer la Pobreza, dicen querer combatirla, estudiarla, fotografiarla, filmarla, segmentarla, narrarla, porcentuarla y un etcétera que no se debe abreviar. Porque de la Pobreza viven –vivimos– muchos. Quizá por eso oír Pobreza hoy es oír poco, es oír nada. Pero la Pobreza es. Es y existe. Tres millones. Un, dos, tres, cuatro y así hasta tres millones. Lejos de los despachos, de las computadoras y de los sesudos informes hay quien camina con pantalones donados, calzoncillos donados, brasieres donados, hay quien cree que solo un dios le puede ayudar, un dios o un pinche programa amarillista de televisión, hay para quien el mañana no existe, resignado, hay quien pasa hambre, pero no como tú o yo cuando nos agarra la tarde en un mandado, sino hambre de no tener qué llevarse a la boca y que los hijos empequeñecidos por la falta de leche pregunten cuándo papá, hay a quien la Pobreza le hace agachar la mirada y decir El desprecio es duro, porque el rico y el clasemediero desprecian al pobre, y el menos pobre también desprecia al más pobre, y sí, es duro el desprecio, y quien lo sufre lo dice con calzoncillos donados y cataratas en los ojos y una placa dental donada-rota-pegada-con-pegaloca, hay a quien lo ven tan necesitado en el hospital que le quieren comprar el hijo recién nacido por 5.000 colones, hay a quien el presidente y el ministro y el otro ministro lo usan como bufón porque la Pobreza vende y una fotografía da votos, y audiencia, y el pobre se convierte en parte del escenario, se elige como se elige el color de la corbata, pero su voz apenas se oye y para nada se escucha. Y quizá por eso decir Pobreza hoy es decir poco-nada, un engaño, una cortesía con el lector o el televidente, para que cambie el canal sin remordimientos y siga viendo el Mundial. La palabra Pobreza ya no evoca a los pobres. Pero la Pobreza es. Es y existe.

***

El año 2008 tampoco arrancó bien para Mauricio. El 31 de diciembre vivían en una molienda situada en el barrio El Calvario de Verapaz, pero el dueño los botó.

—Mi Año Nuevo eso fue, don Roberto. Sólo oíamos la cohetería y nosotros ahí, tristes…

Un hermano de congregación les dio posada en una pequeña parcela de la colonia San Antonio, entre palos de guineo y marañón. Ahí improvisó Mauricio su champa de láminas oxidadas. En esa casucha los hallará el deslave 22 meses después, pero fue a las pocas semanas de haber llegado cuando se convencieron de que lo mejor era airear su caso en Voces de ayuda, la sección lacrimógena de Noticias Cuatro Visión, amarillismo en estado puro que se regodea en la Pobreza. Irma estaba ilusionada.

—Yo vi que una vez llegaron a un cantón y les llevaron cocinas, llevaron ropaecama, les llevaban víveres, les llevaban jabón y un bono de no sé cuánto para una familia que eran cinco gemelos. Les dieron cinco camas y a cada quien le dieron un chequecito, y la caja llena de víveres. Entonces, yo no pedía tanto, ¿veá? Lo que necesitamos es la planchita para tortear.

Llamaron y llamaron hasta que alguien contestó.

—Les contamos, pero nos dijeron que volviéramos a llamar, y vimos que era imposible, nos ignoraban pues, porque ella nos dijo, voy a pasar la noticia a un periodista, y pasó ese día, pasó otro día, y nada.

Nunca llegó nadie. Y una sensación de último cartucho quemado se apoderó del hogar de Mauricio, como si a partir de ese momento en verdad solo Dios les pudiera ayudar.

***

Es el primer miércoles de mayo y la familia de Mauricio debería estar ya en una de las viviendas temporales que la cooperación internacional financia en Verapaz.

—Dicen que en la tercera semana de marzo nos pasaremos –me había dicho cuando lo visité en la tienda #19.


El que ahora contesta la llamada es un Mauricio radiante. Dice que pasaron la mañana moviendo trastes desde el campo de damnificados al nuevo asentamiento. Bromea y ríe en cada frase y me invita a conocer su hogar. Seis meses después del deslave, esta noche dormirán en una casa de la que el Gobierno dice que cubre las necesidades más básicas. Ayer le dieron unas llaves que saben a satisfacción.

—Pero usted ya ha vivido en casas mejores.
—Sí, pero la diferencia –me dirá en unos días– es que no eran mías, no podía decir botemos esto y pintemos esto otro; en cambio aquí, si quiero hacer un agujero, lo hago, y si luego lo quiero llenar, lo lleno.

El Gobierno asegura que menos, pero Mauricio ha hecho cuentas y cree que pasarán al menos un año y medio en la temporalidad. No le incomoda. Solo por un momento, poco antes de que acabe la conversación, su voz recobra la seriedad.

—Don Roberto, ¿y no sabe de algún amigo que me pudiera regalar una lámpara Coleman?

La necesidad no deja de martillar. El yin y el yang. En la negrura siempre hay un punto blanco; y en lo blanco, siempre hay negrura.

***

En la mañana del 9 de noviembre de 2009 el presidente de la República, Mauricio Funes, Verapaz llegó en helicóptero a Verapaz. Jeans, guayabera y zapatos negros que terminaron embarrados. Rodeado por guardaespaldas, militares, asesores y periodistas, caminó algunas cuadras hasta que llegó a la lengua de tierra y rocas en la que se había convertido la colonia San Antonio.

Un grupo de afectados se había juntado, y miraban desde lo alto que el presidente se les acercaba. Cuando sintieron inevitable que pasara junto a ellos, pidieron a Mauricio que hablara con él. Háblele usted, don Mauricio, le dijeron. Algo tembloroso, sin saber muy bien qué decirle, se adelantó y se dieron la mano. Mauricio habló con Mauricio Funes.

—Me hizo un montón de preguntas, y yo se las contesté, y…
—¿Qué le preguntaba?
—Que si queríamos volver a vivir aquí, y le dije que no, que toda la gente decía que no. Y un montón de cosas que dijo que casi ya ni las recuerdo, pero la verdad es que yo estuve con él, ahí salimos en la televisión.

Fueron apenas unos segundos. No le pudo explicar qué es la verdadera Pobreza. Ni siquiera se le ocurrió hacerlo. Se despidieron. Mauricio Funes se marchó en helicóptero a San Salvador. Mauricio fue a su champa de láminas inundada, a ver si algo se podía rescatar.

—Pero la segunda vez que vino el presidente ya no platiqué con él.

***

Hoy es 12 de mayo, el día elegido por el Gobierno para inaugurar Nueva Verapaz, el asentamiento en el que ahora vive Mauricio. Temprano montaron una tarima a la sombra de los amates e instalaron un poderoso sistema de sonido. Luego comenzaron a llegar ministros, embajadores, representantes de organismos internacionales y de ONG, cada uno con su séquito. Y periodistas. A Mauricio le tocó pronunciar unas palabras de agradecimiento. Al final de los discursos, la comitiva recorre dos pasajes. Parece gustarles que les tomen fotos mientras entregan con sonrisas temporales enseres a los pobres. Pero a mediodía casi todos los intrusos se han ido. Mauricio insiste en que almorcemos en su casa. Arroz muy cocido, tortillas recién torteadas y pollo. Es un día realmente especial hoy.

—Así que si todo va bien, se ven en casita propia en año y medio.
—Primero Dios, primero Dios –eleva la voz Irma desde la cocina que han improvisado detrás de la casa, donde tortea.
—Y todo habrá sido por lo que pasó en noviembre.
—Sí, claro, gracias a la lava.
—Y a Dios –apuntala Mauricio.
—Así que la lava que causó tanto dolor a otra gente…
—…a nosotros nos benefició, nos benefició. Este año hemos tenido qué comer y ahora tenemos una casita.

Todo se relativiza cuando se hacen cuentas con el ábaco de la Pobreza: hace medio año vivían en una champa de lámina en terreno ajeno; ahora tienen comida donada pero abundante para las ocho bocas, un techo propio y una promesa de unas escrituras que les suena convincente. Un buen año. Todo lo demás –el deslave, los muertos, el pueblo destruido– es secundario.

***

Nueva Verapaz es un panal gigante con 163 casitas levantadas sobre un terreno plano y polvoso. Seis meses atrás esto era un cañal y una molienda. Compraron, midieron, talaron, aplanaron y construyeron las viviendas temporales que, dicen, son el germen de una colonia. Se atisban algunos cambios, pero el asentamiento conserva aún un aire de maqueta, con todas las casas alineadas, todas blancas, todas impersonales. El agua la obtienen de cantareras y los sanitarios, las duchas y los lavaderos son públicos. Hoy, día de la inauguración, los baños de los hombres están adecentados, pero en mi visita anterior eran una pocilga. En Nueva Verapaz no hay energía eléctrica. Y entre los pasajes anchos, como si siempre hubieran estado ahí, deambulan chuchos, casi tantos como niños.

—¿Siendo las casas tan pequeñas no han limitado eso de tener perro?
—No, pero yo no tengo, sería una tortilla menos para mis hijos.


La de Mauricio es la Casa 3 del Polígono H. Salvo por los globos de colores con los que está adornada hoy, es igual que las demás. Ocho por seis metros cuadrados, paredes de fibrocemento, suelo de tierra, corredor y dos cuartos. Adentro se amontonan ocho personas y sus pertenencias: cuatro colchones, huacales y cumbos de plástico como casi todo aquí, una minicocina, dos tambos de gas, un osito de peluche, sillas y mesa, cajas con ropa, una hamaca azul enrollada en un polín, sacos con frijol, maíz y arroz donados… En realidad, todo es donado. Desde hoy también una lámpara azul de gasoil que Mauricio agradece como quien recibe una herencia. Se va a admirar la gente cuando la mire colgada, dice. Con 74 años, en una casa temporal sin luz ni agua domiciliar, Mauricio reflexiona en voz alta.

—Desde que nací, por decir algo, ando de posada. Nunca he tenido nada, y hoy me siento feliz porque vaya, yo no voy a lograr disfrutar todo esto, pero me voy a morir con el placer de que ya mis hijos van a tener algo.

Todo esto, dice.

Milagro, la menor, lo mira en silencio. Tienes 3 años y habla ya, pero no lo ha hecho en ninguna de mis visitas. Es porque es callada con los extraños, dice Irma.

El agua más cara es para los que menos tienen

El agua es como la salud; solo cuando falta uno cae en la cuenta de su importancia.

El Salvador tiene un serio problema de acceso a agua potable. Lo dice la vivencia periodística y lo dicen también sesudos informes de Naciones Unidas, los de distintas ONG enraizadas en el país y hasta los apadrinados por el propio Gobierno. Según la gubernamental Encuesta de Hogares de Propósitos Múltiples presentada en junio de 2009, el 21% de los salvadoreños no tiene servicio de agua por cañería. Son casi 1.3 millones de salvadoreños. Otra vez: un millón trescientos mil salvadoreños.

Las cifras macro, sin embargo, diluyen las historias micro. Así, para algunos pocos, el problema del agua se resume en no poder renovar la de la piscina con la frecuencia deseada; para algotros, supone que no salga todos los días del año líquido del chorro; para otro grupo, que las horas sin servicio sean más que las horas con; hay para quien el problema es poder cancelar la factura o que la que bebe sea realmente potable; y para los últimos de este listado, juntar unos pocos litros cada día representa toda una preocupación familiar. En esta categoría caerían los vecinos de la comunidad El Jabalí-La Meca, en Quezaltepeque.

Irónicamente es en lugares como este, donde cualquier descripción de la miseria siempre se quedará corta, donde el metro cúbico de agua se paga más caro. Salvo cuando llueve, conseguir un galón de agua es más costoso para ellos que para el que no puede llenar la piscina con la frecuencia deseada.

***

—Si quiere ir a mi casa, puede ir; aquí arribita es, para que vaya a ver cómo vivimos.

Su nombre, Rosa Amelia Canales, suena a telenovela. Los de sus hijas, Reina Elizabeth y Ruth Esmeralda, a realeza, como si con ellas hubiera pretendido burlar su destino. Rosa es pequeña, compacta y tostada. Cuesta creer que tenga solo 24 años. Le gusta hablar y hablar. Ahora está junto a un barril vacío que una pipa pronto llenará. El camión no llega hasta su vivienda, el motorista dice que lleva llanta pacha, y ella ha tenido que mover el recipiente hasta la casa de Esteban Arias, un vecino. Aún no son las 9 de la mañana, pero el cielo se está encapotando. Parece que va a llover.



Este champerío –pedrero lo llamará después el esposo de Rosa– es la comunidad El Jabalí-La Meca, pero por acá todos la conocen solo como La Meca. Pertenece a Quezaltepeque, en La Libertad, y está junto a la autovía que viene desde Sitio del Niño, sobre la lava que el volcán de San Salvador vomitó en 1917. El asentamiento dista no más de cinco minutos en carro del casco urbano quezalteco y un cuarto de hora de la capital del país, pero recorrer esas distancias es como atravesar un agujero en el tiempo: La Meca no tiene servicio de agua potable ni de energía eléctrica ni de recogida de desechos ni letrinas ni está adoquinada. Por no tener, ni siquiera han sido merecedores de la etiqueta de Asentamiento Urbano Precario (AUP) que el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) utilizó en el Mapa de Pobreza Urbana y Exclusión Social que acaba de presentar. Para los autores del informe, un AUP debe estar compuesto por al menos 50 hogares, y en La Meca son en la actualidad 39.

—¿Cuál es aquí el problema que más les urge?
—El agua, la luz, las casitas… –dice Rosa, ya en la puerta de su hogar, un montón de láminas ensambladas y oxidadas sobre un esqueleto de troncos, sin ventanas.
—Fíjese que aquí, si me permite explicarle un poquito –se suma Salvador Miranda, el esposo–, nosotros tenemos todos esos problemitas, pero además quisiéramos que nos brindaran la ayuda para dejarnos acá, a vivir aquí. Que nos escrituraran porque aquí…
—¿Quién es el dueño de esto?
—El Estado, el Gobierno… Y el Medio Ambiente lo tiene como una zona protegida.

La Meca se creó cuando expiraba la guerra civil. Muchas familias llevan en estos terrenos de roca oscura sobre los que cuesta caminar 20 años o más, pero esto forma parte del área natural protegida Complejo El Playón. El mismo Estado que permitió que al otro lado de la autovía se construyera todo un autódromo –El Jabalí– quiere echarlos de aquí. Toda una ironía. En realidad, el municipio de Quezaltepeque parece una ironía. Tienen una de las tasas de homicidios más altas del país y se han autonombrado Cuna de la Convivencia y la Paz Social. Y lo del agua. Quezaltepeque está sobre algunos de los mantos acuíferos más productivos de El Salvador. De su subsuelo la Administración Nacional de Acueductos y Alcantarillados (ANDA) extrae buena parte del líquido que se consume en el Área Metropolitana de San Salvador, pero al mismo tiempo Quezaltepeque está entre los 169 municipios salvadoreños que tienen al menos el 20% de sus hogares sin siquiera un chorro.

“Nuestras comunidades están sin agua, y allá, en San Salvador, la gente regando el pasto o lavando el carro con el agua de Quezalte”, se queja Nelson Alas, jefe de Servicios Públicos de la alcaldía. De hecho, como municipalidad tuvieron que invertir en la compra de una pipa para abastecer comunidades. Es un envejecido y ruidoso Dongfeng chino de color óxido y con capacidad para transportar 6 metros cúbicos de agua. Se mueve lento pero seguro, como un elefante, y tiene un adhesivo que dice Soluciones de Verdad. Este camión es el que hace unos minutos llegó a La Meca y rellenó el barril de Rosa.

El ruidoso Dongfeng es siempre bienvenido en La Meca. Llena los barriles gratis, y eso es un aliviane para economías tan precarias. Rosa, Salvador y las dos hijas viven del campo: alquilan media manzana de terreno y siembran maíz y frijol. Si la cosecha es buena, garantizará comida para todo el año y todavía sobrará para vender. Los ingresos los complementa Rosa, que sabe echar pupusas y lo hace o en Quezaltepeque o en San Juan Opico. Gana 5 dólares por una jornada que le supone salir de casa a las 4 de la mañana y regresar a las 6 y media de la tarde. Los pasajes corren por su cuenta.

—Yo trabajo pero ahorita, fíjese que, usted sabe la situación, ahorita no hay trabajo, y uno siempre necesita, ¿verdad?

Quizá por eso se agradece tanto la visita de la pipa municipal. El problema es que a veces se pasa un mes entero sin dar señales de vida y la sed no espera tanto. Entonces, casi siempre, toca pagar. La Meca está en el radar de tres piperos distintos. En el mejor de los casos, el barril se lo venden a 1 dólar, pero a veces toca pagarlo a $1.50. Como se necesitan cinco barriles para hacer un metro cúbico, lo están cancelando a un mínimo de 5 dólares. El pliegue tarifario de ANDA aprobado en febrero fue criticado con dureza porque dejaba de subsidiar a los grandes consumidores. Pues bien, en la actualidad a ningún cliente de ANDA, ni a las residencias ajardinadas más exclusivas ni a las empresas más derrochadoras, le cuesta arriba de $1.96 el metro cúbico consumido. En su miseria, Rosa, Salvador y el resto de residentes en La Meca o en cualquier otra comunidad que depende de piperos lo están pagando a 5 dólares.

“Es correcto”, “tiene usted toda la razón”, responderá otro día el presidente de ANDA, Marco Antonio Fortín, cuando se le pongan los números delante.

—¿Y no le parece una ironía trágica?
—Sí, pero mire –se envalentonará–, ironía más grande es que ocurra eso mientras en la zona de viviendas más cara de San Salvador, la colonia Escalón, haya conexiones directas y paguen $2.29 al mes. ¡Esa sí es una ironía!

Los excluidos, los que menos tienen, son quienes pagan el agua a granel más cara de todo el país. Y este problema, aunque se sufre en familia y casi siempre en el anonimato, es masivo. Sus cifras de acceso al agua son uno de los termómetros que año tras año pintan El Salvador como un país tercermundista.

—Desde los 17 años tengo yo de vivir en este pedrero –dice Salvador.

Cumplirá 37 años este mes de mayo, por lo que lleva 20 en La Meca. Es de los pioneros. Antes vivió en la comunidad Milagro de la Roca II, al otro lado de la carretera, y allí tampoco conoció ni el agua potable ni la luz domiciliar. En realidad, nunca ha vivido en una casa que tenga un chorro o paredes de bloque; quizá por eso en su orden de prioridades el primero está obtener las escrituras. Los últimos 10 años los ha pasado con Rosa, con quien se acompañó cuando ella tenía 14. Pronto nacieron Reina Elizabeth y Ruth Esmeralda, de 7 y 5 años. La menor aún no ha puesto pie en una escuela.

El cielo amenaza tormenta.

—Pero enveces se va para otro lado –dice Norberto González, otro vecino, también de los pioneros, que se ha sumado a la conversación.



No disponer de agua potable domiciliar obliga a tomar medidas. La champa, no importa qué tan destartalada esté, debe contar con algún sistema para que la lluvia que cae sobre el techo termine en un barril. La estación lluviosa es una aliada poderosa en La Meca. Cada familia también se las ingenia para estirar la vida útil de la poca agua de la que disponen. La necesidad impone el reciclaje. Así, incluso en las épocas más desahogadas, el sobrante del aseo personal sirve para lavar los trastes; y el sobrante del lavado de los trastes, para regar las plantas. Cada gota sirve.

Todos acá saben que lavarse las manos y el aseo en general son herramientas poderosas contra enfermedades como la gripe o la diarrea, o que cambiar el agua de los barriles evita los criaderos de zancudos, pero todos esos buenos consejos adquieren tono de insulto cuando el Estado que los da nunca ha hecho nada por evitar que los excluidos tengan que pagar $5 por metro cúbico de agua.

Y una ironía más. Esta situación está ocurriendo en El Salvador, un país tropical en el que llueve a mares y cuyo subsuelo tiene la capacidad de almacenarla. El promedio nacional es de unos 1,800 milímetros de lluvia cada año. En El Cairo, la capital egipcia, solo caen 17 milímetros en el mismo período. Londres, ciudad con merecida fama de estar enemistada con el sol, rara vez supera los 600 milímetros. Y sin irse tan lejos para las comparaciones, México D.F. apenas sobrepasa los 700 milímetros en 12 meses. En El Salvador llueve y lo hace con ganas. Que 1.3 millones de personas no tengan cañería en su casa y que buena parte de los que la tienen convivan con racionamientos es un problema de mala gestión del recurso, no de falta de agua.

Y esto ocurre a pesar de que los dos últimos gobiernos dicen haber trabajado con sentido humano uno, y el otro, con la opción preferencial por los pobres como norte.

—¿Y el agua que les venden los piperos es buena? –pregunto.
—Pues algunos enveces no lavan la pipa, solo la llenan y se vienen –dice Norberto.
—Algunos la traen bien fea, que cuando uno la toma, sabe a lata –complementa Salvador.

La figura del pipero resulta contradictoria. En comunidades como La Meca es la persona que les hace pagar el agua más cara del país, pero al mismo tiempo es la única persona que se la trae hasta sus viviendas. El propio presidente de ANDA me admitirá que hoy por hoy los piperos resultan imprescindibles.

—¿Qué ocurriría si no existieran?
—Se volviera un caos, porque ANDA no alcanza a dar el servicio a las comunidades. Sería tremendo, se manifestara la gente, saliera a las calles, hiciera desórdenes…

Quien responderá así es un pipero. Se llama Óscar Rodríguez y, con algunos intervalos, trabaja desde que tenía 16 años en llevar y vender agua a quien la necesita. Hoy tiene 43 y es dueño de Transportes Rodríguez, una pequeña empresa con sede en San Salvador que tiene en su haber dos pipas de 8 metros cúbicos cada una y emplea a cuatro personas. Incluso le da para pagar un pequeño anuncio diario en la sección de Clasificados de El Diario de Hoy.

La suya es una historia de superación. Llegó al negocio del agua por necesidad. Se crió en la comunidad La Brisas de San Salvador cuando allí tampoco no había servicio. Su padre comenzó a subir barriles en el viejo pick up familiar para venderlos a vecinos, y pronto vieron que ahí había futuro. Así, hasta hoy. Los números son simples pero efectivos. Rodríguez llena sus pipas en planteles que ANDA tiene en La Chacra y en Los Chorros. Él paga $11.14 y la revende a $35 cuando es un único comprador, y saca hasta $40 cuando la coloca a barriladas. Lo que más le conviene, asegura, es la primera opción, es decir, trabajar con empresas o residencias que le compren la pipada entera. La entrega es rápida, y los costos de traslado son menores que ir pasaje por pasaje en comunidades perdidas.

Trabajo no le falta. Obvio, la estación seca es cuando más movimiento hay, pero el negocio se mantiene saludable durante la estación lluviosa. Hay, sin embargo, una época que resulta especialmente beneficiosa para los piperos: los períodos de campaña electoral. “En San Marcos, por ejemplo, le dan prioridad a lo del agua solo cuando hay elecciones –dirá Rodríguez–. Ahí es seguro que me alquilan las pipas, le empiezan a poner logotipos y comienzan a regalar agua, pero solo es durante la campaña, y también les dicen que les van a introducir cañerías.” Esta práctica la realizan los principales partidos políticos sin distinción de ideologías.

Rodríguez estima que, tan solo en la capital y alrededores, trabajan unas 60 pipas privadas. Ante la incapacidad estatal, vender agua a quien más lo necesita parece ser un buen negocio.

Pero la pipa que esta mañana llegó a La Meca es la municipal. El agua que dan es poca, pero es buena y es sobretodo gratis. Ha pasado más de una hora, y el camión debe estar terminando su minigira. Rosa acaba de poner unos frijoles al fuego. Su cocina, por llamarlo de alguna manera, es un barril ubicado fuera de la champa, carcomido por el óxido y abierto por un lado hasta la mitad. Ahí arden unos leños; sobre los leños, una estructura metálica; y sobre la estructura, la cazuela. Rosa pide a su hija mayor que me ofrezca un mango maduro.

—Los vamos a traer bien lejísimos –dice–, para tenerle algo a las niñas aquí.



Rosa habla y habla, y menciona a Dios una y otra vez. Dice: “Con la ayuda de Dios salimos adelante”. Dice: “A mi esposo lo tuve bien grave, pero gracias a Dios ya está más o menos”. Dice: “Aquí muere la gente solo por voluntad de Dios”. En El Salvador, Dios parece ser el mejor aliado de los malos gobernantes.

***

El ruidoso Dongfeng está ya casi vacío. Solo le alcanza para un barril más, y será el de Benito Menjívar, un hombre de 79 años que reside en la entrada a La Meca. Pero antes de llegar se viene el mameyazo de agua. Es una tormenta corta, no más de 15 minutos, pero intensa. Afuera de la pipa, junto al tanque, viajan dos compañeros, y el motorista decide que es mejor pedir techo en alguna de las champas y esperar a que escampe.

En la enésima prueba de que humildad y hospitalidad suelen ir de la mano, dos señoras abren la puerta de su hogar, dan la bienvenida y ofrecen sillas. Adentro, el techo es de lámina y está lleno de agujeros. Cuesta encontrar un lugar en el que uno no se moje. Pero en La Meca han sabido hacer de la necesidad virtud. Además de la canaleta para llenar barriles, debajo de cada uno de los agujeros colocan cumbos y huacales para aprovechar el agua. Llueve y la lluvia es una buena noticia para quien menos preparado está para afrontarla. Una ironía más.

—Con este barril que les ha dado la alcaldía, no tendrán que comprárselo al pipero si llega esta tarde –me atreví a comentar a Rosa antes de despedirme.
—¡Cómo no! Si viene otro en la tarde, le compramos –respondió enérgica–, porque la que me han traído ahorita es para tomar, pero necesito agua para lavar la ropa. Ya tengo mi Rinsito y lo que me falta es el agua.

Los piperos lo saben, y a ninguno se le ocurriría ir a La Meca después de una tormenta como esta. Para los que pagan el agua más cara del país, la lluvia es ahorro.

Tras la mirada de un pandillero preso

Siete pandilleros vestidos de un amarillo chillón con siete cámaras de fotos en sus manos salen a uno de los patios de la cárcel, y lo primero que hacen es acercarse a una estatua de la Virgen María para fotografiarse junto a ella. 1, 2, 3 fotografías… ¿Surrealismo? No, solo la enésima prueba de que la realidad es capaz de superar con creces la ficción.

Hoy es viernes, falta una hora para el mediodía y esto es una prisión salvadoreña. Se llama Izalco y está situada en el municipio homónimo, unos 60 kilómetros al occidente de San Salvador. El cuadro de los pandilleros fotógrafos ha sido propiciado por Klavdij Sluban, un prestigioso y laureado fotógrafo francés que estos días está de visita en Centroamérica.


Respaldado por la Embajada de Francia en El Salvador, Sluban propuso a la Dirección de Centros Penales sumarse a un experimento que él había puesto ya en práctica en prisiones de Rusia, de Eslovenia, de Serbia, de Francia, de Georgia… La idea es simple: tras una pequeña charla explicativa, se entregan cámaras a un grupo de internos para que fotografíen lo que les permitan las autoridades.

Del área que acoge la estatua de la Virgen María pasan al patio central, donde está la cancha de baloncesto. No hay mucha actividad a pesar de la hora. La mayoría de los internos están en sus celdas, desde donde se asoman para ver qué sucede. 12, 13, 14 fotografías... Salvo los descamisados, todos tienen camisetas amarillas. Tras la explicación, unos pocos posan gesticulantes para sus compañeros de pandilla.

Las dos principales pandillas juveniles o maras que operan en El Salvador –Mara Salvatrucha y Barrio 18– surgieron en Estados Unidos, desde donde se expandieron a Centroamérica como consecuencia de la deportación masiva que Washington institucionalizó en los noventa. Ambos grupos se profesan un odio a muerte, por eso en este penal solo hay integrantes del Barrio 18.

Hoy es un día inusual en Izalco, y no solo por las sesiones de fotografía. La actividad ha permitido a los siete elegidos caminar por el penal sin grilletes y ahora les hará merecedores de un regalo inesperado. Cuando los conducen al área de visitas, los guardias los suben por las rampas que usan los familiares, y desde aquí se ve más allá de los muros.


Apenas se ven lomas arboladas y verdes, pero saben a libertad para los que desde hace meses o años solo han visto cemento gris coronado. 18, 19, 20 fotografías… La agitación generada por el regalo no pasa desapercibida para Sluban. “Las prisiones son como el cuarto de baño de los países, lo que a las visitas nadie le gusta enseñar de su casa”, dirá luego. Está convencido de que el estado de sus cárceles muestra el nivel cultural de cada nación.

El penal de Izalco es casi un hotel si se tiene en cuenta que esto es un penal centroamericano. Es la joya de la corona del sistema penitenciario salvadoreño, la que con más generosidad se muestra a la prensa. Se inauguró en 2007 con una capacidad para 786 internos y hoy alberga a 840. Un lujo si se tiene en cuenta que, en todo el país, los prisioneros triplican la capacidad instalada. “En tres años no hemos tenido ni un muerto”, dice orgulloso Juan José Zepeda, el director.

El rally fotográfico continúa hacia el área de visitas, un rectángulo amplio en el que madres, esposas, novias e hijos se pueden sentar alrededor de mesas de cemento junto a los visitados, que mantienen su riguroso amarillo. El ambiente es silencioso. 23, 24, 25 fotografías… La caja de cartón del carrete decía que eran 24, pero Sluban ya advirtió de que siempre salían más fotografías.

El Crazy es uno de los siete pandilleros. Purga ocho años de condena por haber robado a un hombre dos cadenas de plata, un reloj, unos lentes de sol y cuatro dólares. Todo su cuerpo está tatuado. Su cara es un lienzo. Se acerca, me da la cámara y me pregunta si quedan fotografías. A través de un visor se ve el número 28. El rollo, en efecto, se ha terminado y con él, lo más interesante de la actividad.


“Estoy convencido de que hay muchos pandilleros en este penal que quisieran buscarle otro rumbo a su vida, fuera de la pandilla”, le comentará el director Zepeda a Sluban durante el almuerzo.

Las fotos se revelarán esta noche y a cada uno de los fotógrafos noveles mañana se les entregará una copia de su trabajo. Una experiencia similar a lo que ha ocurrido hoy se hará ocho veces en dos centros de internamiento diferentes. Después, Sluban hará una selección de las mejores imágenes, y se exhibirán del 26 de abril al 14 de mayo en el Museo Nacional de Antropología de San Salvador.

La mirada de los pandilleros saldrá por unos días de los muros, y la sociedad podrá conocer otra faceta de las maras, un fenómeno tan presente como desconocido para la mayoría de los salvadoreños.

Eso será en unos días. Hoy, a la hora de la despedida del primer grupo, entrada ya la tarde, el Crazy tomará la palabra y en nombre de todos dirá a Sluban y a su comitiva unas palabras que sonarán sinceras: “Gracias por venir a este lugar, porque no todos tenemos estas oportunidades, así que les damos las gracias por haber hecho esta actividad”.
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