Jonathan no tiene tatuajes

El cuarto alguna vez fue blanco. Es un cuadrado casi perfecto, tres por tres. La puerta es de metal, negra y maciza, como si se quisiera esconder algo valioso. La ventana, alargada y estrecha, con barrotes. Entra poca luz. El moblaje es mínimo, solo una camilla oscura con apoyabrazos y cinturones que permite suponer que aquí hubo muertos.

Las únicas tres condenas a muerte por inyección letal que se han ejecutado en América Latina se consumaron en esta salita de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón, en Guatemala. Un tal Manuel Martínez fue el primero, el 10 de febrero de 1998. Además de autoridades, periodistas y un pastor evangélico, su agonía la vieron a través de un cristal renegrido la esposa –con quien había contraído matrimonio unas horas antes– y los tres hijos de la pareja. Una familia completa reunida en el Módulo de la Muerte para ver morir al padre condenado por un séptuplo homicidio.


Más de una década después, otra familia se reúne en el mismo lugar. La forman un pandillero llamado Neck –el rostro tatuado, 36 años de condena–, la esposa, la hija y Jonathan, el hijo que quiere ser como su papá. Como Pavón permite a las visitas quedarse el fin de semana, raro es el sábado en el que no duermen los cuatro sobre el mismo colchón en un cuarto contiguo al de la camilla.

Pero hoy es miércoles y Jonathan no ha venido. A esta hora, cuarto para la 1, debe de estar preparándose para ir a clases. Estudia quinto grado. Acaba de cumplir 13 años y ya le sombrea el bigotillo. Es un muchacho despierto, de mirada fija y locuaz, con una voz que le ha desarrollado más que el cuerpo. Su profesora dice que es muy bueno dibujando.

—Y vos que sos del Barrio –pregunto a Neck–, ¿no te llegaría que Jonathan también lo fuera?
—Preguntáselo a ella –señala con la mirada a su esposa–, a ver qué te dice.
—Es un problema que tenemos, porque a Jonathan le llama mucho la atención ser 18, igual que su papá. Incluso se pinta en las piernas el 1 y el 8.

Jonathan no tiene tatuajes.

*

Su ficha en la Dirección General del Sistema Penitenciario asegura que nació un día 13, en septiembre de 1979. Pero Neck no siempre fue Neck. Durante 13 años se llamó Erick Gerardo Vallecillo Alarcón, sin más, el menor de tres hermanos, hijo de una alcohólica llamada Blanca Inés y de un padre de cuyo nombre no quiere acordarse.

Neck nació sin tatuajes.


Su primera casa –hogar es demasiado cálido– estaba en Guamilito, un céntrico barrio de San Pedro Sula. Después de saber de lo que ha sido capaz, cuesta imaginarse a Neck con camisita celeste y pantaloncitos gris plomo, su uniforme en la escuela José Trinidad Cabañas. Cuesta imaginarlo como un niño que sumó y restó, rió, traveseó, beisboleó, soñó. Todo eso duró demasiado poco. En 1992 su madre murió. Su padre se alcoholizó aún más. Lo corrieron de casa. Y se tiró a la calle. Ya solo podía prosperar.

Erick Gerardo cayó en la colonia Francisco Morazán, la Mora. Allí estaba bien parada la pandilla Barrio 18, y no había cumplido los 14 cuando ya caminaba con ellos. Con los meses, afloró la fidelidad hacia los dos números, lo golpearon durante 18 segundos y lo rebautizaron: Neck.

La nueva vida ofrecía ventajas. Se movía dinero y el dinero movía todo lo demás: la comida, el alcohol, las prostitutas, la marihuana, el techo. Y había hermandad. Una vez cayó preso y un par de homeboys (compañeros de la pandilla) lo rescataron. Lo hicieron cuando lo trasladaban a pie hacia unos tribunales. Llegaron, cuadraron a los agentes y los amarraron con sus mismas esposas. Ni siquiera hubo que asesinarlos.

Problemas con la justicia fueron los que lo obligaron a dejar su hogar en San Pedro Sula. Siempre protegido por los dos números, durante dos años estuvo rebotando entre Honduras, El Salvador y Guatemala, donde en el año 2000 lo condenaron a 21 años de prisión por homicidio en grado de tentativa, robo agravado y amenazas. Los minutos se hicieron horas; y las horas, días.

El odio a muerte entre el Barrio 18 y Mara Salvatrucha (MS-13) suena eterno, pero comenzó a inicios de los noventa. Ambas son de la zona sur del condado de Los Ángeles (Estados Unidos), ambas rinden tributo a la Mafia Mexicana, y ambas llevan con orgullo el número 13 que las identifica como sureñas. En esa su guerra fratricida, de hecho, ha habido treguas, como las que aún mantienen en las cárceles estadounidenses; entonces se dice que se corre el Sur. Pero Centroamérica es otra historia. El 15 de agosto de 2005 la Mara Salvatrucha extendió su guerra con el Barrio 18 a los únicos lugares de Centroamérica donde aún se mantenía el pacto de no agresión: los centros penales de Guatemala. Se rompió el Sur, y Neck lo vivió en carne propia en una cárcel llamada El Infiernito.

—Ese día solo los locos del Barrio fuimos los paganos, ¿mentendés?

A plena luz del día se le acercaron dos y con un cuchillo hechizo le abrieron el cuello y la cabeza una y otra y otra vez. Neck terminó siendo un número más en el balance oficial de 35 muertos y 80 heridos –casi todos dieciocheros– que resultó de ese primer día de guerra abierta.

Se recuperó a tiempo. El 22 de octubre 19 presos de El Infiernito se escaparon por un túnel de 120 metros que cavaron en 10 meses bajo el piso. Fue la fuga más sonada de la última década, en la que los fugados incluso dejaron escrito en la pared un mensaje para ridiculizar al Gobierno. Neck fue uno de esos 19.

El escándalo propició que se elaborara una baraja de cartas con los rostros y se repartiera entre los policías. A Neck lo recapturaron el 7 de noviembre en los suburbios de Ciudad de Guatemala.

—Ese día, ¿mentendés? Estaba así, impaciente por querer salir, y todavía le pregunté a una bicha: ¿no hay juras? No, me dice. Ah, entonces voy a traer el fusil (un AK-47). Yo llevaba 30 tiros, ¿va? para el AK, ¿mentendés? Porque lo tenía a cargo, ¿mentendés? Yo ahora he cambiado bastante, pero era del pensar de que no me iban a agarrar vivo, ¿mentendés? Porque laneta, si yo iba a morir, me iba a llevar a por lo menos tres o cuatro puercos conmigo, ¿mentendés? Pues sí, yo iba para la casa del homeboy, y como a media cuadra me cuadraron dos juras. Que si la hacen bien, si hubiera entrado en la casa, ahí hubieran encontrado no solo el AK, ¿mentendés? Y yo hubiera tenido una gran bronca encima, hasta con el Barrio, ¿mentendés?

De nada sirvió la baraja. A pesar de que estaba más cerca de los 30 que de los 20, la cédula que el Barrio le facilitó y su aire juvenil lograron que durante tres días uno de los más buscados permaneciera detenido pero anónimo en un centro para menores de edad. Cuando las autoridades al fin se enteraron de que era el Neck, hubo un motín para evitar el traslado. Lo tuvo que sacar el Ejército.

El balance de la fuga fueron 17 días de libertad, una mano huesuda tatuada en el rostro y un XVIII en la frente, 15 años más de condena por evasión y transporte de armas de fuego y una mal disimulada sensación de arrogancia.

Desde entonces está encerrado.

*

Jonathan es muy bueno dibujando. Le fascina, dice Silvia Henríquez Orozco, su profesora de quinto grado en la escuela pública donde estudia. Por lo demás, se le atragantan casi todas las materias, con frecuencia falta a clases, y cuando asiste raro es que no se le haya olvidado algún cuaderno. En julio lo cambiaron de grupo porque fotografió debajo de la falda de una compañera con un teléfono celular.

Los dibujos que hace no son paisajes ni flores ni familias felices ni santaclaus. Le gusta dibujar calaveras, letras y números góticos y una mano huesuda y con largas uñas que tiene el dedo índice extendido y los otros cuatro retorcidos para formar un ocho.

En la escuela Jonathan no saben que el padrastro es pandillero, que su condena concluye en el año 2036 y que esa mano huesuda que tanto dibuja es un íntimo tributo a Neck y a todo lo que representa.

*

Brigitte De la Hoz nació en 1981 hija de un policía y de Delmi Castro. Su padre es hoy apenas un recuerdo; murió cuando tenía 3 años. Su madre es poco más que una voz distante y unos dólares remesados; cuando enviudó, huyó hacia Estados Unidos. Sin padre ni madre, Brigitte y su hermana menor se criaron con una tía abuela a la que comenzaron a llamar Mamá Corina.

Su niñez la pasó en La Chácara, una colonia marginal donde el Barrio 18 tenía y tiene presencia, pero su sentimiento hacia los dos números se quedó nomás en la simpatía. Sin padres y con un carácter como el suyo, Brigitte se propuso tomar desde muy joven las riendas de su vida, y la consecuencia fue su maternidad precoz: con 15 años ya había parido a Jonathan; con 16, a Susana. Pero ni siquiera esto suavizó su temperamento, sus malas palabras, su propensión a la violencia. Mamá Corina, que es un pedazo de pan, cree que solo ella la aguanta.

—Solo yo la aguanto porque ¡ja! la Brigitte tiene un carácter...

La persona con la que se casó en 2007 también la aguanta, a su manera. Pero antes está 2006, un año convulso. Lo inició encarcelada. Había estado presa ya, otras cuatro veces, entradas siempre de menos de siete días. Esta vez fueron casi cuatro meses.

—¿Y por qué, si puedo preguntar?
—Porque le volé un pedazo de cabeza a una chava y le corté todo el cuello con un espejo.
—¿Y ella murió?
—No, gracias a Dios que no.

En marzo recobró la libertad. Pero al poco ella y Jonathan y Evelyn Susana y Mamá Corina tuvieron que dejar La Chácara. El cuñado de Brigitte asesinó a una persona y creyeron que irse era lo mejor. Se trasladaron a Chinautla, en la zona norte de la capital. Recién instalados supo del asesinato de la que era su pareja hasta entonces. El año no suspiró sin un nuevo ingreso en la cárcel, esta vez como visitante.

*

Neck y Brigitte se conocieron en el Preventivo para Hombres de la Zona 18 a finales de 2006. Ella llegó vestida de luto: falda negra, suéter negro. Acababa de morir su pareja. Su estancia en la cárcel obedecía nomás al deseo de acompañar a su hermana menor, que visitaba al padre de sus hijos. Neck y Brigitte cruzaron miradas.

Brigitte lo contará así:
—Llegamos al penal a ver a mi cuñado. Y cuando vi que él pasó… a mí sí me gustó desde que lo vi, y donde se dio la vuelta y le vi el tatuaje de la cara. ¡Ihhh…! Pero si es 18, sí ¿va? Y cabal, vi que era 18. Y en la misma me dijo mi hermana: mirá quién está ahí, el chavo de los tatuajes en la cara. ¿Y lo conocés?, le dije ¿Y no es el que salió en la tele, el que se hizo pasar por menor?, me dijo.

Neck lo contará así:
—El cuñado de ella la anduvo ofreciendo, que ya estaba soltera, ¿mentendés? Que iba a venir una cuñada a verlo, y al que más miedo tenían en el sector era a mí. Y llegó y dijo hey, que va a venir mi cuñada, va a venir mi cuñada.

Brigitte se convirtió en la haina de Neck. Así llaman en la pandilla a la pareja de un pandillero cuando ella no es miembro activo.

Pero cuando está delante de otras personas le dice esposa. Entendido. Porque ella es su esposa.

Neck y Brigitte se casaron en el mismo penal en que se habían conocido cuatro meses atrás. Sucedió el 14 de febrero de 2007. Los casó un pastor evangélico, en un día de visita.

—Ni cuarto nos dieron –dirá él.
—Ajá –asentirá ella.

*

Ingresar en Pavón resultó menos complicado que lo que creía. Apenas un cacheo superficial, sin escáneres ni perros ni aparatos de esos que se alteran cuando sienten el metal cerca. Podría haber entrado con un par de gramos de cocaína en el bolsillo y nadie se habría dado cuenta.

Hoy es un miércoles nublado de julio, día de visita. A este lado de la puerta principal hay pegados a las vallas un centenar de internos que esperan a una madre, a una esposa, a unos hijos. Detrás, a cien metros, están las oficinas administrativas, un edificio estirado y de una sola altura con una torre alta y acristalada a la mitad. Parece un aeropuerto de provincias.


Gustavo Cifuentes –pequeño, compacto, piel clara, pelo negro– saluda a diestra y siniestra. Gustavo es una de esas personas cuya biografía no cabría en un libro. Con 38 años encima, es un pandillero calmado del Barrio 18 al que todos conocen como Mish, su viejo nombre de guerra. Le entregó tanto al Barrio que pudo salirse de la pandilla sin bronca. Es generoso, extrovertido y le gusta bromear cuando está contento. Ahora trabaja para la Asociación para la Prevención del Delito (APREDE) y para el Ministerio de Cultura y Deportes. Desde esas dos trincheras lucha por un imposible: mejorar las condiciones de los conocidos que tiene dentro de los penales y evitar que los de afuera que están a un paso de convertirse en delincuentes lo den.

Sin Mish habría sido imposible conocer –conocer– a Neck.

Entre el gentío junto a la puerta de entrada reconozco la mano huesuda en el rostro debajo de una cachucha. Me acerco. Tiene cara de marido preocupado.

—Ahora no, carnal, que no quieren dejar entrar a… –su voz se aleja con él, que intenta buscar un mejor lugar para saber qué está pasando.

Afuera del penal, en la fila de entrada para las visitas, arranca un tumulto. Desde adentro comienzan los sueltalaijoeputa, los dejenlapasar. Parece como si se organizara un linchamiento. El detonante resulta ser Brigitte, que ahora grita con lágrimas en los ojos, sin saber contra quién descargar su furia.

Hace unos minutos, cuando bajaba del taxi que la trajo, vio que se llevaban detenida a su hermana menor porque en el registro le habían hallado unas botellas de alcohol. Iracunda, se abalanzó como una leona sobre la agente que la escoltaba y le lanzó un manotazo en el rostro. Tuvieron que detenerla entre tres custodios. Por ese arrebato luego no querían dejarla entrar.

Pero la visita se respeta en Pavón, es sagrada, y desde adentro se ve lo que ocurre en la fila de ingreso; por eso arrancó el tumulto, que solo se calma cuando permiten el ingreso de Brigitte y de todo lo que trae: comida, una mesa playera y unas sillas verdes de plástico.

Cuando más tarde la veo, sigue preocupada por lo de su hermana. Es la primera vez que nos saludamos y que puedo mirarla con detenimiento. No es muy alta y tiene el pelo y los ojos de un negro intenso. Carga unas libras de más, pero las mueve con sensualidad, como una buena bailarina de samba; tiene 28 años y la redondez aún le sienta bien. Ahora viste jeans y unas botas altas con tres dedos de tacón. Va escotada, una o dos tallas menos en el brasier, para que se vea bien su nombre tatuado en su pecho. Para Neck, Brigitte es la mujer más bonita del mundo.

Ha venido sola, sin Jonathan.

*

Juan Francisco Escobar está sentado en una silla fuera del cuarto en el que duerme. Es un tipo enorme, con barba, el pelo amarrado y largo. Antes de dedicarse al narcotráfico había sido paracaidista, de las fuerzas especiales. Escobar juega con un mapache, su mascota. Lo enrabia, lo agarra con su manota por el cuello y lo agita como si fuera un trapo. Se llama Tuco. Dice que los mapaches son buena compañía, que ayudan a sobrellevar, que los consigue en un plis-plas cuando tiene un comprador.

—Si querés uno, te lo vendo por 100 quetzales (unos 12 dólares). Los estoy dando por 150 o 200, pero a ti te haría precio. Dame 100 ahora y te lo tengo para cuando vengás.

Estamos dentro de la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón.

La revista Gatopardo publicó un artículo sobre Pavón en marzo de 2007. El llamado de portada era “La prisión donde mandaban los presos”. Así, en pasado. La nota narraba cómo a finales de 2006 más de 3,000 policías y soldados con tanquetas, ametralladoras y helicópteros ejecutaron el Operativo Pavo Real. El Gobierno vendió la idea de que todo regresaría a su cauce, de que Pavón volvería a ser un penal en el que las autoridades autorizan y los presos obedecen. Fue todo un golpe de efecto. Su promotor, el director del Sistema Penitenciario, Alejandro Giammattei, oficializó pocas semanas después su candidatura a la Presidencia. Como consecuencia de la avalancha mediática orquestada que acompañó al operativo, Pavón conserva aún hoy una imagen de que el Gobierno tiene el sartén por el mango. Nada más lejos de la realidad.

Comparada con otras cárceles, Pavón es generosa con sus internos: sus cifras no indican hacinamiento, disponen de una radio interna, de talleres y tierras de cultivo, y se permiten visitas tres días por semana, con posibilidad incluso de que los familiares se queden los sábados. Los presos caminan a sus anchas y hay decenas de tiendas de comida, billares, milpas, un auditorio y una cancha de fútbol. También hay una regla no escrita que compromete a asesinos, narcotraficantes y violadores con una máxima: la visita se respeta. El resultado de ese orden, impuesto por los propios internos, es un aparente clima de tranquilidad.

—Hay muchas mujeres que cuando vienen de visita se ponen las joyas al entrar y se las quitan al salir –dice satisfecho Noel de Jesús Beteta, uno de sus internos más famosos.


Pero de esa sensación a que el Estado tenga absoluto control hay un abismo. En los tres días que pude ingresar, además de que me intentaran vender un mapache, presencié consumo de marihuana y crack, me invitaron a tomar chicha, y comprobé que disponer de un teléfono celular es tan sencillo como tener un cepillo de dientes.

*

Está endiabladamente bien hecha y es como un imán. Se la mandó tatuar como mecanismo de defensa, para que no lo reconocieran cuando se fugó de El Infiernito. Por más que uno lo intente, cuesta dejar de mirar esa mano huesuda con forma de 18 tatuada en la cara. La tiene en su lado derecho. Nace de la yugular y se extiende sobre su pómulo con textura, profundidad y detalle. El dedo índice llega hasta encima de la ceja; y el dedo gordo, hasta los labios. Alguien podría considerarla una obra de arte, pero para él es una condena a ser inconfundible, a ser dieciochero a perpetuidad. Neck es un hombre pegado a una mano huesuda.

—¿Y tiene algún significado especial?
—Mala suerte, ¿mentendés? –responde, una manera de decirme que deje de preguntar, que no conviene hablar de los tatuajes.

Pienso en que Jonathan debe de dibujar realmente bien, como dice su maestra, si es capaz de replicar esta mano huesuda en sus cuadernos.

Hace más de una hora que los custodios nos encerraron en el Módulo de Aislados de Pavón, el sector en el que están algunos de los prisioneros más peligrosos y/o inadaptados de todo el penal. Casi todos son del Barrio 18 o de su entorno. Mish se ha echado a dormir, y ahora estoy con Neck y Brigitte sentado alrededor de la mesa de plástico verde. Ella pregunta la hora –faltan minutos para mediodía–, y pide permiso para levantarse y comenzar a preparar la comida. Al poco regresa, y deja un repollo sobre la mesa, justo delante de Neck.

—No me lo vayas a deshojar todo –eleva la voz Brigitte, y sigue con lo suyo sobre una repisa que le sirve de mesa de cocina.

Neck me ofrece otro vaso de naranjada, y continúa con su vida. La conversación está resultando amena y fluida, como si agradeciera el simple hecho de que alguien se haya molestado en preguntar. Decide liarse un puro. Conseguirlos aquí adentro es tan sencillo como disponer de 2 quetzales ($0.25). Lo ofrece. Neck conserva ese rasgo de ruralidad que lo empuja a uno a compartir lo que tiene, por poco que sea.

—…entonces tiré el arma, ¿mentendés? –divaga Neck.
—Mirá, Gordo –interrumpe Brigitte, casi un grito–, necesito aquel traste verdecito, porfa. Ah, y me traés una cebolla también, porfa.
—Va.
—Una así –extiende sus dedos–, más o menos, porque va a servir para la ensalada y para el chirimol.

Lo llama Gordo nomás por molestar. Neck mide en torno al metro setenta y cinco, pero es delgado como cebollín. Si dejamos a un lado los tatuajes, es bien parecido, un cazador. Tiene una cara simétrica, imberbe, la sonrisa como gesto dominante y de cada una de sus orejas cuelga un arete. El pelo le gusta llevarlo corto, lo justo para tapar las marcas en su cabeza. Su cuello está también surcado por cicatrices y en el brazo derecho tiene un balazo calibre 22. Pese a sus 30 años de vida y 10 en prisión, conserva un aire adolescente en su mirada, en su vestir y en su caminar.

—…pues ese día –retoma la plática y el repollo cuando regresa con el traste– perdimos una nueve milímetros, una Baby Glock, ¿va? Porque uno cuando…
—¡Todo me lo deshojaste ya, vos! –grita Brigitte, el enojo en la mirada– ¡Medio repollo vamos a hacer!

Neck calla y me mira cómplice, como pidiéndome disculpas. No replica. Se levanta y sale a buscar la cebolla.

*

Los internos lo conocen como el Módulo de Aislados o simplemente el Módulo. Se trata de la estructura que el Gobierno de Guatemala construyó en 1997 para aplicar la inyección letal. Además del cuarto cuadrado tres por tres con la única camilla para inyecciones letales de América Latina, se construyeron una serie de salas adicionales: una amplia y acristalada para presenciar la ejecución; otra para que el reo pasara sus últimas horas; otra más como confesionario; otra chiquita para el verdugo… Y como si se avergonzaran, lo edificaron alejado de todo, en una esquina de Pavón, y lo rodearon con un muro gris de siete metros de altura. Entre 1998 y 2000 ejecutaron a tres: Manuel, Luis Amílcar y Tomás. La estructura luego cayó en desuso hasta inicios de 2008, cuando se rehabilitó para volver a recibir a condenados a muerte. Se pintó y se reacondicionó, pero la aplicación de la pena máxima volvió a congelarse. Entonces, alguien tuvo la idea de convertirlo en el lugar de confinamiento para presos problemáticos.

Para ingresar al Módulo hay que llamar a los custodios que están en la entrada del penal, a más de cien metros. Llegan, abren la puerta, se entra, ellos se van y cierran la puerta con llave. Mish es bien recibido aquí porque casi todos son del Barrio 18, como él, y por cosas como esta: cuando ayer vinimos por primera vez, trajimos cuatro gallinas vivas. Despescuezaron de inmediato a dos para el almuerzo.

De los diez que están estos días de julio solo cuatro pueden salir y moverse por el resto de Pavón. Neck es uno de los privilegiados. Por eso y también por las visitas constantes. Rara es la semana en la que Brigitte no llega al penal tres días. Los hijos, Jonathan y Evelyn Susana, llegan los fines de semana.

—¿Y qué haces con tu familia cuando te visita?
—Salimos –dice Neck– y vamos arriba, al campo, jugamos un cacho, hacemos algo de comer… Y nos venimos a dormir ya un poquito tarde, para que no se aburran tanto aquí adentro, ¿mentendés?

Una familia se esfuerza por tener vida al interior de este edificio que el Estado guatemalteco construyó para matar.

*

Huele a carne frita, suena a carne friéndose. Brigitte cocina en el pasillo. Lo hace sobre una resistencia eléctrica incrustada en medio bloque de concreto. Neck continúa hablando, sentado y con los brazos cruzados, en este cuarto del Módulo que hace las veces de vestíbulo. Ya me ha convencido con creces de que los delitos por los que está condenado son una fracción mínima de todo lo que ha hecho en su vida.

—Por decírtelo así, no te pueden comprobar nada, ¿mentendés? ¿Cómo te lo van a comprobar si no te han encontrado en el hecho?

Brigitte llega con un pequeño plato blanco en su mano, y sobre el plato, una moronga humeante. Por la cara que pone Neck debe de ser uno de sus platos favoritos. Brigitte se sienta a la par de su esposo, le sujeta la mano que no usará para comer, y se la comienza a acariciar. Pregunto si han pensado en tener algún hijo. “En esas vueltas ando”, dice Neck, la boca llena. Si de elegir se trata, prefiere que sea varón, como Jonathan.

De la nada aparece Mish. Se apoya en el vano y se dirige a Neck.

—Llecuneva hocunoras encerracunado, ¿no puecuneden sacunacar a Cocunoco un racunato?
—No, no… No. Ahí que se quede, carnal. El vato ahí que se quede, mucha plancha ya.

Mish no insiste. Da media vuelta y desaparece rumbo hacia las celdas. Ante mi gesto de desconcierto, Neck explica que con esas palabrejas le ha pedido que dejen libre un rato a Coco, uno de los internos del Módulo al que los demás han encerrado bajo llave. Los pandilleros operan aquí adentro igual que afuera, con rígidas normas de disciplina interna.

Brigitte, sin ser pandillera activa, también ha entendido todo lo que dijo Mish.


La jerigonza se la volveré a escuchar en distintas situaciones durante los próximos días. Se trata de un sistema de comunicación entre pandilleros, compartido por dieciocheros y por salvatruchos, que garantiza intimidad en presencia de oídos extraños. Más preocupante que conocer o no lo que dicen, pienso, es el hecho de nunca antes haber tenido referencia alguna sobre este sistema, ni en libros o investigaciones supuestamente especializadas. Me pregunto cuánto se han molestado las sociedades centroamericanas en conocer el fenómeno de las maras.

Parecunece que pocunoco.

*

Las noches que Brigitte pasa separada de su esposo transcurren en Tierra Nueva I, una colonia en el área metropolitana de Ciudad de Guatemala. Pertenece al municipio de Chinautla, pero está más volcada hacia Mixco. Ahí vive desde hace tres años junto a sus hijos y a Mamá Corina.

La colonia no tiene mayores secretos. Es una carretera principal asfaltada y decenas de calles polvosas que salen de forma perpendicular y que lo llevan a uno a la escuela, al estadio de fútbol, al mercadito. A ambos lados de cada una de esas arterias, una casa tras otra, de bloque y tejado de lámina la mayoría, sin parques, sin árboles. La escuela de parvularia tiene en su muro un gran mural que dice En el alma del niño sembramos las doradas semillas del bien. Pero a pesar de esta siembra, Tierra Nueva I, como casi todo Mixco, es tierra de pandillas. Y Jonathan tiene 13 años.

—¿Y está fuerte el Barrio en Tierra Nueva? –pregunté a Brigitte.
—Sí, pero gracias a Dios mis hijos no salen a la calle. De la escuela para la casa; y cuando no, en la casa de su tía pasan.

Mamá Corina tiene 81 años, el pelo blanco como la espuma y lucidez de sobra. Nunca se casó ni tuvo hijos, pero intentó criar a Brigitte y su hermana, y ahora hace lo propio con Jonathan y su hermana. Mamá Corina desde hace años mira a su alrededor, y en su propia casa se siente como la última de una estirpe.

—Antes no era así. Mi papá jamás –y remarca el jamás– trató mal a mi mamá. Cuando murió, mi mamá mi dijo que fue un hombre que nunca le dijo ni babosa.

Ahora se queja de que Brigitte es muy enojada, de que levanta seguido la mano a sus hijos, de que Jonathan pega a su hermana, de que la hermana pega a Jonathan…

Los cuatro viven hacinados en un mesón. Alquilan por 500 quetzales ($60) al mes una pieza sin ventanas de apenas 5 por 4 metros. El baño es compartido con los vecinos. Algunas celdas del Módulo son más grandes que el cuarto en el que viven.

*

—No confío en nadie. He visto a muchos compadres asesinar a sus mismos compadres, ¿mentendés? Por una mujer, por varas, por vicio… Incluso adentro del Barrio ya no confío en nadie, ¿mentendés? Porque hasta tu homeboy… Si vos vas para arriba, ¿mentendés? Existe aquello de… ¡la maldita envidia! ¿Mentendés?

Es lo que me respondió Neck hace un rato, justo antes de sentarnos a almorzar. Le había preguntado si no tiene algún homeboy al que considera un buen amigo.

Su familia es desde hace meses el único pilar emocional para sobrellevar el encierro, aunque quizá no sea él quien más se esté beneficiando de la relación. Brigitte ha conseguido una figura paterna para sus hijos, sobre todo para Jonathan. Neck se ha convertido en un referente al que escucha y al que llama papá cuando no tendría por qué hacerlo. Hay sintonía.

Brigitte lo cuenta mientras recoge platos después del almuerzo. Se calla cuando aparece en el Módulo el director del penal, David Barillas, que asumió el cargo hace un par de meses. Tiene 37 años, pero parece mayor, quizá por su evidente sobrepeso. Es moreno y viste informal: camisa de botones, pantalón, tenis. Lo acompaña un joven agente uniformado y de gesto serio del Sistema Penitenciario.

Mish aprovecha para proponer una idea: que la dirección permita a los internos del Módulo montar una pequeña granja de conejos. Neck y Brigitte tienen su propia propuesta: instalar un puesto de venta de comida arriba, junto al resto de puestos. Brigitte cocina realmente rico, de eso se gana la vida. El director Barillas escucha con aparente atención, asiente y les invita a que envíen las propuestas por escrito, una manera elegante de evadir el tema.

En unas semanas tendré la oportunidad de preguntar al ministro de Cultura y Deportes, Jerónimo Lancerio, si cree en la rehabilitación. Responderá como un político: “Si bien es cierto que el porcentaje de personas que logran una reinserción social completa es bajo, todos los reclusos tienen el derecho a la oportunidad de rehabilitarse para retomar su puesto en la sociedad productiva y así mejorar sus condiciones de vida y las de sus familias”. Retomar su puesto en la sociedad, dice.

Salimos del Módulo con el director Barillas poco antes de las 2 de la tarde. El matrimonio se queda adentro. A ella espero verla mañana en Tierra Nueva I, pero sé que pasará tiempo hasta que vuelva a ver a Neck.

*

Han transcurrido más de seis semanas desde mi última visita al Módulo. Aquí adentro ha habido cambios. La milpa que rodea el edificio está pidiendo ser doblada y junto a la entrada hay una mata de güisquil que florea. Ya no son 10 sino 13, y el aumento ha obligado a ocupar como dormitorio el cuarto cuadrado tres por tres de las inyecciones. A la camilla le han arrancado la parte acolchada para ablandar el suelo sobre el que uno de los nuevos duerme.

En el penal el director ya no es David Barillas.

También encuentro distinto a Neck. La mano huesuda sigue en su sitio, cautivadora siempre, pero él luce demacrado, el pelo más largo y desordenado, los ojos hinchados como solo los hinchan las lágrimas o el crack. Parece incluso más bajo, más poca cosa.

Me pide que le describa cómo es Tierra Nueva I. Él no conoce las calles por las que a diario caminan su esposa y sus hijos. Hablamos sobre Jonathan, sobre la visita a su escuela, sobre los dibujos que escandalizan a su profesora. Resuenan las palabras que Brigitte dijo en la visita anterior: él le hace ver a Jonathan todas las consecuencias que trae ser pandillero.

—¿Y qué tipo de consejos le das? –pregunto.
—Que no ande con gente que anda tatuada, que no ande con gente que sabe que roba…

Neck baja la mirada, se empequeñece, consciente quizá de que su siguiente frase debería ser: “Que no ande con gente como yo”.

—A él le digo que como persona se tiene que desarrollar, ¿mentendés? Tiene que aprender a hablar y a expresarse.
—¿Y qué te gustaría que fuera de mayor?

Neck calla un par de segundos, tres, cuatro. Baja la mirada de nuevo. Al fin responde que le gustaría que Jonathan se convirtiera algún día en médico o en arquitecto. Pero su respuesta me suena improvisada y hueca, como si nunca antes nadie le hubiera preguntado algo parecido, como si nunca antes hubiera pensado que existe un futuro.


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* Los nombres de algunos personajes y lugares de este relato se han modificado por razones de seguridad.

Cementerio Verapaz

Sobrevivió una gallina. De la casa de don Catarino, una de las pocas de ladrillo, apenas quedan los muros. Él estaba trabajando, pero a su esposa y a sus tres hijas las arrastró la correntada que la madrugada del domingo bajó del volcán Chichontepec, justo en el centro de El Salvador. Nadie aquí se explica cómo sobrevivió la gallina.

—Las tres niñas se murieron. Solo han hallado a una, la más grande, y es la que están velando. Las otras dos, a saber dónde estarán. La madre allá abajo la hallaron, golpeada, y la llevaron al hospital de San Vicente. Y dicen que allá murió.

Habla Mercedes Portillo, de 55 años y vecina de Don Catarino. Viste una vieja camiseta gris, falda verde y chancletas de piscina, todo prestado por su hija Teresa. Mercedes es enérgica y lleva la voz cantante en este corrillo de personas que hoy, mediodía del lunes, toman café y comen frijoles licuados y pollo con arroz que trajo una familia altruista llegada desde otro pueblo. La conversación, obvio, gira en torno a la tragedia ocurrida dos noches atrás en Verapaz.


Situado a poco más de una hora al oriente de San Salvador, Verapaz es uno de esos pueblos que rarísima vez aparecen en los periódicos locales. Su caso urbano son –eran– apenas nueve cuadras de largo por seis de anchura, un lugar en el que todos se conocen y donde la palabra ruralidad aún tiene razón de ser. Los hombres llevan con orgullo el sombrero de ala y el corvo colgado del brazo.

Este pueblo ignoto se convirtió de la noche a la mañana en el símbolo de la última tragedia que afecta a El Salvador, un pequeño país que en la última década ha sufrido dos terremotos, una erupción volcánica y las lluvias torrenciales provocadas por el huracán Stan en 2005 y ahora por Ida.

Las cifras oficiales aún bailan, pero el último reporte habla de 144 fallecidos en todo el país, decenas de desaparecidos, unos 15.000 damnificados, 229 casas destruidas y más de 1.800 afectadas. Y cosechas perdidas, y puentes destruidos y carreteras inutilizadas. Verapaz aporta una cuota importante de tanta desgracia.

Mercedes es de las afortunadas entre los residentes de la lotificación El Triunfo. De su casa no queda nada, pero ella, su hija Karla y su compañero de vida, José Isabel Romero, pudieron huir con lo puesto, y ahora están en la vivienda de otra de sus hijas. Perdieron todo: los documentos, la refrigeradora, la cocina, las dos camas y el televisor. Pero lo que más siente ella es que el deslave se llevara también la cosecha de maíz, la de frijoles y el pipián que José Isabel había sembrado. Se perdió el sustento para todo el año.

—Mire, sí vamos a aguantar hambre aquí –dice resignada–. ¿Y ahora? Que ni trabajos hay, y ya uno de viejo que ni puede trabajar.

Alrededor, el panorama es desolador. El volcán está a unos 10 kilómetros, verde intenso bajo el sol radiante, y se ve con claridad el pedazo marrón que se desprendió y provocó un alud de fango, rocas y árboles que devastó esta zona. La lava, como llaman por aquí a estos fenómenos, arrasó con la docena de casas que conformaban la lotificación El Triunfo antes de arremeter e inundar el resto del municipio.

Parece hacerse una idea de lo que ocurrió aquí, basta reflexionar sobre un dato. El pluviómetro oficial ubicado en el volcán registró en seis horas –desde las 10 de la noche del sábado hasta las 4 de la madrugada del domingo– 293 litros por metros cuadrado. Esa es toda la lluvia que cae sobre Madrid en un año entero.

Lo que queda es un solar de lodo resecándose y los tres árboles gigantes que aguantaron la embestida. De las viviendas, apenas el muro de la de don Catarino y la gallina.

Transcurridas apenas 34 horas desde el deslave, las calles del resto del pueblo están llenas de lodo, de rocas y de troncos y raíces, pero también están llenas de curiosos, rateros, socorristas, militares y policías y funcionarios. Ha llegado hasta el presidente de la República, Mauricio Funes.

Mercedes quiso saludarlo cuando estuvo hace unos minutos en la colonia San Antonio, la inmediatamente inferior, pero ni siquiera pudo verlo de cerca. “Los soldados lo empujan a uno, como si le fuera a hacer algo malo”, se queja.


En la parte baja de Verapaz, en el cruce de la 1.ª calle oriente con la 2.ª avenida norte, hay un tapón de escombros descomunal. Lo que más se ve son troncos y raíces, pero también hay pedazos de pared arrancados, rocas, un camión estrujado con un foco aún encendido y enseres varios: un televisor, un par de refrigeradoras, un paraguas abierto.

Encima de todo eso hay un grupo de socorristas de la Ong Comandos de Salvamento con motosierras. Intuyen que debajo puede estar alguna de las 47 personas que siguen desaparecidas. Y junto a ellos, como si fuera parque de atracciones, pasan como pueden turistas que quieren ver los estragos o grabarlos con su celular. No importa que a ambos lados de la calle la Policía haya cruzado dos bandas amarillas con la inscripción “No cruzar”. La curiosidad y el morbo pueden más que el sentido común.

Aquí arriba, en El Triunfo, sube menos gente. De hecho ayer domingo solo recibieron la visita de los rateros que vienen a ver qué encuentran para hurtarlo.

Ahora se acerca al corrillo otro vecino, Mauricio Ramos, un anciano de 74 años que también logró escapar del alud con lo puesto. Está delgado, algo encorvado y su rostro expresa cansancio, pero tiene el orgullo del campo en la mirada. Colgado en su hombro izquierdo, el corvo enfundado.

Pide por favor si le puedo prestar el teléfono para hacer una llamada a uno de sus hijos, que vive cerca de la capital. Han pasado 35 horas y aún no se ha podido comunicar con ellos.

—¿Qué pasó, hijo?
—…
—Por aquí estamos todos fregados, nos llevó todo la lava.
—…
—Aquí, donde vivíamos, pero en la mera lava estoy ahorita.

Bahía de Jiquilisco. Tan cerca y tan lejos

Todo era diferente hace unas horas. El agua ha sustituido al asfalto; hay lanchas y cayucos donde antes había autobuses y carros; manglar en vez de cemento; verde en lugar de gris; quietud y no zozobra. El hace unas horas eran las agresivas calles de San Salvador. Y el ahora es un lugar llamado bahía de Jiquilisco, reducto de exuberante naturaleza situado a poco más de 100 kilómetros de la capital de El Salvador. Tan cerca y tan lejos.

Es una bahía paradisíaca pero no muchos lo saben.

—¿Y el turismo lo ven como oportunidad o como amenaza?

—Para nosotros sería una oportunidad todo y cuando el turista venga a observar nuestros recursos, no a dañar. La apuesta aquí es el turismo sostenible, el ecoturismo –dice Cristabel Flores, directora de Codepa, una ONG que trabaja en y por la bahía desde hace 11 años.

Turismo sostenible, dice.

***

Bautizado por la Nobel chilena Gabriela Mistral como el Pulgarcito de América, El Salvador es el más chiquito país latinoamericano y también el más densamente poblado (una densidad seis veces superior a la de Panamá). Con estas variables no resulta tan sencillo hallar lugares donde el hombre no haya dejado su impronta. Situada en la zona oriental, en un departamento llamado Usulután, la bahía de Jiquilisco representa la mayor extensión de manglares de todo El Salvador. Estos son sus números: 635 km² repartidos entre seis municipios, temperatura promedio mensual superior todo el año a los 20 °C, decenas de especies de reptiles y mamíferos, cientos de especies de aves. Esteros y canales laberínticos, playas blancas e infinitas, islas desiertas e islas habitadas.



En su currículum destacan dos nombramientos. Desde 2005 forma parte del listado de humedales de importancia internacional Ramsar. Y en 2007 la UNESCO le otorgó el título de Reserva de la Biósfera. Pese a estas credenciales, y a que está a menos de dos horas de la capital, la bahía apenas está presente en la cada vez más competitiva oferta turística salvadoreña.

Walter Rojas, de la gerencia de áreas naturales protegidas del Ministerio de Medio Ambiente, prefiere destacar el importante papel ambiental que cumple la bahía, y le apuesta también a un turismo limitado: “Uno de los sueños es fomentar el ecoturismo, ese turismo que comparte con las comunidades, que ayuda a los pobladores y les genera fuentes de ingreso”.

***

Amanece en la bahía. El sol no ha salido, pero ya clarea. En la comunidad La Pirraya comienza el vaivén de lanchas que singulariza a los asentamientos pesqueros. Para las más grandes y atrevidas es hora de regresar. Llegan una tras otra, cargadas con el fruto de una larga noche en mar abierto. Para las más pequeñas, al contrario, el amanecer es el arranque de la jornada, el momento ideal para adentrarse en la bahía y probar suerte. Pero todas, grandes y pequeñas, tienen en común la dependencia del mar y los vistosos colores.

El mar ahora está calmado y plateado. En la orilla los primeros en llegar desembarcan grandes peces. Hay bagres, jureles y pargos, pero en poca cantidad. La pesca, dicen todos por acá, está cada vez peor. Sentado sobre la arena, José Ovidio Perdomo, don Ovidio, observa, quizá añorando los largos años en los que él también fue pescador. Alguien muestra orgulloso un robalo de casi medio metro.

—¿Y aún puede ser más grandes?

—Sí –responde–. Hay veces que hasta de 60 libras. Por ahí tienen tendido uno de 25.




Don Ovidio nació junto al mar y todo indica que morirá junto al mar, en La Pirraya. Tiene 58 años, es bajito, los ojos claros y la piel requemada. Ahora trabaja como guardarrecursos, pero antes le tocó de pescador, camaronero, tortuguero y curilero. Es la voz de la experiencia.

—Don Ovidio, ¿y donde se compran estas lanchas?

—Aquí mismo se la pueden fabricar.

Rosendo Castillo –56 años, grueso y cachucha en la cabeza, como casi todos en la bahía– fabrica lanchas de fibra de vidrio, las más solicitadas. Su taller, por llamarlo de alguna manera, está sobre la línea de playa. Es una humilde construcción de palma y madera con techo de lámina que apenas sirve para proteger de la lluvia y el sol las lanchas en ciernes. Él y sus cuatro ayudantes están construyendo ahora una con nevera, para poder pasar varios días en altamar. Es de las que más trabajo requieren. Tardarán nueve días y cobrarán 3,500 dólares por el trabajo.

—A La Pirraya –dice Rosendo, orgulloso– el primero que vino es un cuñado mío que por allí vive. Después me vine yo.

La Pirraya, de hecho, es una comunidad joven y a la que solo se puede llegar en lancha. Hasta hace unas décadas acá no había casas. Pero en los primeros años de la guerra civil que afectó a El Salvador en la década de los 80, decenas de familias desplazadas terminaron aquí. Hoy la conforman más de 200 familias que en su gran mayoría dependen del mar.

***

En La Pirraya no hay discotecas ni restaurantes de cinco tenedores ni polideportivos ni museos ni parques de atracciones. Lo que sobra es sol, playas, pescado y tranquilidad. Es un lugar ideal para eso que algunos llaman turismo antropológico. Eso sí, el billar que atiende Esperanza Rivas, el único en toda la comunidad, permite degustar al final del día, sobre la arena y por un dólar, la cerveza más fría y agradecida que uno pueda imaginar.

***

El taller de Rosendo está a mitad de camino entre el singular muelle de madera y el vivero de tortugas. Desde hace años funciona en este sector de la bahía una red de guardarrecursos que entre mayo y diciembre están pendientes de los desoves de diferentes especies de tortuga marina: carey, golfina, prieta y baule. Don Ovidio fue por años el encargado del vivero, labor en la que hoy le ha sustituido un joven de 17 años –también de La Pirraya– llamado Moisés García.

—¿Y cuánto tarda en nacer la tortuga carey?

—El manual que nos han dado –responde don Ovidio– dice que entre 55 y 60 días después de la puesta, pero, asegún la temperatura que tenemos actualito aquí, yo sé que nacen siempre a los 55 días. Eso yo lo tengo aquí –y se señala con satisfacción la sien.

Para dentro de cuatro días esperan que una nidada eclosione.

Debido a la merma en las poblaciones, El Salvador decidió el año pasado prohibir todo tipo de comercialización de los huevos de tortugas. Este vivero ofrece a los pobladores tres dólares por cada docena que llevan, y el 100% de las tortugas que nacen son liberadas al mar. Además del beneficio medioambiental, la precisión de don Ovidio para conocer las fechas de eclosión de los huevos han convertido las liberaciones de tortugas en un prometedor reclamo turístico.



Algo similar está ocurriendo con los paseos en lancha o en kayak por el manglar. En coordinación con el Ministerio de Medio Ambiente, las distintas cooperativas y asociaciones comunitarias que conforman Codepa comienzan a ver el filón. Ya se está ofreciendo a los pocos turistas que llegan, por ejemplo, que sean ellos mismos los que recolecten entre el lodo las conchas para luego elaborar cócteles.

Adentrarse en el manglar es toda una experiencia. Con un buen guía y marea alta, uno puede llegar en lancha a canales de agua por los que apenas pasa la embarcación. Sea la hora que sea, ingresar en este laberinto de raíces supone un contacto directo con uno de los ecosistemas más productivos del planeta. La vida se respira. La temperatura baja de forma súbita y el sol se desvanece, al punto que las cámaras fotográficas comienzan a exigir el flash para garantizar imágenes iluminadas.

—Entre más caminemos para adentro, más cerrado –advierte Miguel Rodríguez, el lanchero.

Es hora de retirarse.

***

El manglar circunda Puerto Parada, el cantón al que se dirige la lancha y que funciona como una de las dos puertas de acceso y salida a toda la bahía. La otra es Puerto El Triunfo, otro municipio en el que tener una lancha es más codiciado que tener un carro.



Al llegar a Puerto Parada, un grupo de jóvenes ha formado cadenas humanas que se tiran de forma vertiginosa pero sincronizada los cocos llegados a bordo de una barcaza. Hay bromas y buen humor. Los cocos, la única actividad agrícola en todo el sector oriental de la bahía, terminarán casi todos en San Salvador. Al fin de cuentas, la capital y su asfalto y sus carros y su cemento y su gris y su zozobra están a menos de dos horas. Tan cerca y tan lejos de la bahía.

Erick Boy, de La Vida Loca, interpreta su propio drama en la cárcel

Hay aire acondicionado, pero José Heriberto Henríquez no ha dejado de sudar desde que inició la conversación. La tensión se dispara casi al final. Sucede cuando el periodista le pregunta si cree posible que podrá entrevistar también a los pandilleros que sobrevivieron al documental.

—¿Sobrevivieron? Perate, perate; explicame eso. ¿Qué sucede? ¿Están matando también a otros de la película?

José Heriberto Henríquez –42 años, fornido, bigote generoso, cabeza rapada– es Erick Boy, uno de los personajes de “La vida loca”, el documental sobre pandillas centroamericanas (maras) que le costó la vida al fotoperiodista francoespañol Christian Poveda. Desde que supo del asesinato del que llama “un amigo”, teme por su propia vida y por la de su familia. Y por un momento cree que están ajusticiando –esa es la palabra que utiliza– a todos los que participaron. Se tranquiliza solo cuando el periodista le explica que se refería a los pandilleros que sobrevivieron a los meses de filmación, de febrero de 2006 a mayo de 2007.

Erick Boy no ha podido ver la película. Está encarcelado en un estricto penal de máxima seguridad de El Salvador desde hace más de tres años.

—Se dice que en el Barrio 18 creyeron que estaba lucrándose a costa del Barrio.
—Sí, eso es lo que he oído yo también.
—¿Y le das credibilidad?
—Mira, es lógico que él iba a ganar por su trabajo. Todos los periodistas ganan por su trabajo, eso es normal. Ahora, ¿a qué iba enfocado su trabajo? Yo se lo planteé al Barrio como él me lo planteó a mí. Que lo que quería es ver cómo es que la pandilla vivía, cómo sobrevivían y hasta qué punto en realidad la pandilla solo era violencia.

Hasta qué punto, dice.

***

Christian Poveda fue asesinado de dos disparos en el rostro el pasado 2 de septiembre. Murió en Centroamérica, en El Salvador, en un país donde cada día hay 12 homicidios, en Soyapango, en una calle desolada a poco más de un kilómetro de La Campanera, la colonia donde filmó “La vida loca”. En un sector donde opera el Barrio 18.

La noticia de su muerte logró con creces algo que el autor se había propuesto conseguir con la difusión de su documental: que Europa y Sudamérica prestaran más atención al fenómeno de las pandillas Barrio 18 y Mara Salvatrucha. Originarias ambas de Los Ángeles, llegaron a Centroamérica a inicios de los 90, y fue en países como El Salvador, Guatemala y Honduras donde hallaron terreno fértil para su expansión y su radicalización.

Policía Nacional Civil de El Salvador y Fiscalía coinciden en señalar a un grupo de pandilleros del Barrio 18 como los que idearon y ejecutaron el homicidio de Poveda. Ya hubo incluso capturas. En El Salvador las versiones oficiales no son siempre de fiar, pero esta vez coincide con la versión de la calle, la que ha llegado a oídos de Erick Boy.

***

Viernes, 25 de septiembre. Erick Boy y el periodista están sentados frente a frente en una sala del Centro Penal de Seguridad de Zacatecoluca, a 65 kilómetros de la capital. Vigilan dos custodios armados y ásperos, como si tuvieran órdenes de no ser amables. El entrevistado está esposado y lleva el traje de Zacatraz, que es como se conoce este penal: camiseta, calzoneta y calcetines blancos.


Llegó aquí en mayo de 2006, cuando fue condenado a 16 años de prisión por homicidio. La detención y el juicio forman parte medular de “La vida loca”. Él era –es, dice– el Director de Rehabilitación de Homies Unidos, una ong que se promociona como rehabilitadora de pandilleros. Erick Boy tiene tatuajes alusivos al Barrio en su espalda y en sus brazos. Se hizo pandillero a inicios de los 80 en Los Ángeles, California.

—¿Es muy diferente la vida de pandillero en Estados Unidos y en El Salvador?
—Sí, en todos los aspectos.
—¿Por ejemplo?
—Las pandillas allá existen desde mil novecientos treinta y algo. Es una clase de vida, La 18 viene desde los cincuenta, ¿me entiendes? Y la diferencia más visible es que en la pandilla aquí los jóvenes son más violentos. No hay en sí… ¿cómo te podría decir? No hay, lo que nosotros decimos, una escuela. Alguien que los sepa dirigir, ¿me entiendes?

Erick Boy fue algo más que uno de los personajes de la película de Poveda. Ambos se conocieron desde 2004, cuando el fotoperiodista lo contactó para poder plantear a los palabreros (líderes) del Barrio 18 su deseo de fotografiar a pandilleros. Con ese trabajo no hubo mayores problemas.

Dos años después, se repitió el proceso con la película. Poveda sabía que sin el aval de la rueda de veteranos del Barrio sus proyectos eran inviables. Hubo aval y también hubo condiciones. Y uno de los puntos que el periodista plantea al entrevistado es algo que ya había escuchado en otros círculos: que una premisa para permitir la filmación fue que la película no se exhibiera en El Salvador.

—Cuando hablamos con él –responde Erick Boy al periodista, sudor en la frente– lo acordado fue esto: que él iba a enseñar en el extranjero la vida de los pandilleros que ya no querían andar en violencia. Y eso está bueno. Pero eso, no en El Salvador, iba a ser en el extranjero. Eso es lo que él me dijo.
—Pero la película lleva semanas en todos los puestos de DVD piratas del país…
—Exactamente. Ahora, alguien, no sé quién, ha tomado provecho de eso. Y tú sabes cómo son los piratas.

Mucho ha cambiado Erick Boy desde que fue detenido en mayo de 2006. Además de haber perdido casi 30 kilos, la relación con su pandilla se ha vuelto distante. Mientras en la película aparece aún como un miembro activo (“los dieciocheros no tenemos dos caras, homie, tenemos una”, llega a decir, primera persona), hoy ante el periodista utiliza la palabra ellos para referirse al Barrio.

—¿Tú crees que lo mató el Barrio?
—Mira, pues yo puedo tener una idea, y la puedo tener, pero es una idea.
—¿Y el porqué?
—Es que no te podría dar una respuesta concreta, ¿me entiendes? ¿Y por qué? Pues porque te voy a decir algo, o sea, cuando me contaron que mataron a Christian por mi mente pasaron un montón de cosas.
—¿Tú te sientes en peligro?
—Sííííííí.
—¿Te tomarías como una buena noticia salir de este penal tan estricto hacia uno en el que solo haya pandilleros del Barrio?
—Yo ya no puedo ingresar a esos penales, porque yo soy retirado.

Con 42 años encima, los tatuajes alusivos al 18 y poco más unen a Erick Boy con los jóvenes que siguen ingresando y escalando en el Barrio. Su teoría es que cada vez son más violentos, y que se integran más jóvenes. El estudio “Maras y pandillas, comunidad y policía en Centroamérica”, elaborado en 2007 con cientos de encuestas a pandilleros y ex pandilleros, cifró la fecha de ingreso a los 14 o 15 años, a lo que hay que sumar el tiempo que el joven acompaña al grupo en calidad de aspirante.

***

Casi al final de la entrevista, Erick Boy abre una pequeña puerta al optimismo. Él está convencido de que muchos pandilleros que han cumplido ya los 24 o 25 años querrían dejar la vida de las pandillas. Pero faltan alternativas.

—¿Y dónde queda la frase “Por mi madre vivo y por el Barrio muero”?
—Es que te voy a decir una cosa. A veces mucha gente cuenta muchas fantasías, ¿me entiendes? Y la realidad es otra. La realidad es que muchos ya no quieren estar en las pandillas y solo andan buscando unas personas que los apoyen, pues. Simplemente.


Son declaraciones que podrían generarle más problemas –si cabe– con el Barrio. Y las dice alguien que conoce bien cómo opera esa pandilla.

Las casi dos horas de plática en el penal de Zacatecoluca incluyen un consejo para el periodista.

—Eso te quería decir a ti, que tengas cuidado con esto.

El paraíso feo


Suspenda esta lectura unos segundos. Cierre los ojos primero y piense en el Caribe, imagíneselo...
En serio, hágalo...
[...]



¿Qué imágenes vinieron a su mente? Déjeme intentarlo. Islas en medio de un mar imposible, verde, azul y transparente. Arenas blancas finas en playas infinitas vírgenes. Una barca de remos. Sosiego. Palmeras de troncos largos y curvos coronadas por penachos de grandes hojas. Y de los troncos cuelga una hamaca, y de los penachos cuelga la sombra sine qua non. Detrás, un sol perpetuo. Y un cielo intenso salpicado por nubes tímidas. Y una brisa agradecida que levanta olas diminutas. Y dos pelícanos.
Otra opción es encender su computadora e introducir la palabra Caribe en el buscador de imágenes Google. El resultado será similar.
Hay lugares consensuados en el imaginario colectivo. Incluso quien nunca los ha visitado se atrevería a describirlos. Ocurre con la Antártida, el Sahara o el altiplano andino, y pasa también con el Caribe, que es el que nos ocupa. En el reparto de estereotipos, al Caribe no le fue tan mal en realidad. En las agencias turísticas de Europa y Norteamérica se vende como lo más parecido al paraíso. Por eso el boom de cruceros y de hoteles “All Inclusive” y Cancún y Santo Domingo y Roatán y Cartagena de Indias. Millones de personas pagan cada año cientos, miles de dólares por unas vacaciones que les permitan regresarse con el mar imposible, las playas infinitas y el sol perpetuo en sus cámaras.
Pero los lugares como Marlinda seguirán escondidos.

***

Tiene veinticinco años y se llama Juana Isabel Caicedo. Es alta, espigada, larga cabellera y poderosa dentadura, más blanca por el contraste. Ella y los demás acá son negros. Juana Isabel trabaja para una ONG holandesa que hace un par de años abrió un hogar para niños marginados. El edificio impone. Es blanco como nieve y tan grande que hace ver aún más desdichadas las casas de alrededor. Está en primerísima línea de playa. Apenas hay unos seis metros entre el punto donde esta tarde mueren las olas y la barrera de rocas que levantaron.
—¿Y para qué las piedras?
—Es por las inundaciones –dice Juana.

Por las inundaciones.

***

Caribe es el nombre del mar y, por extensión, las costas que salpica también son Caribe. Es un mar extenso, más que México. Sus aguas bañan 21 países y no menos de una docena de islas y archipiélagos aún bajo dominio europeo o estadounidense. Trampolín de la conquista española hace 500 años, el Caribe también tiene prensa por ser zona de huracanes, por sus añejas historias de piratas, por la belleza de sus mujeres y por el boom turístico de las dos últimas décadas.



Y dentro del Caribe está Cartagena de Indias. Cartagena es la ciudad colombiana que más turismo atrae. Su secreto radica en haber sabido complementar sus atributos caribeños –sol, playas, palmeras– con un vistoso conjunto histórico, con precios irrisorios para quien paga en euros o dólares y con una efectiva política gubernamental que la convirtió en un escaparate nacional para atraer también al turista de gran poder adquisitivo. Para lograrlo, la pobreza, que afecta a dos de cada tres cartageneros, se relegó hacia las barriadas, creando así dos ciudades superpuestas. Un artículo publicado el pasado 23 de enero en el Washington Post lo describió así: “Para el Gobierno del presidente Álvaro Uribe, Cartagena simboliza una nueva Colombia, vibrante y próspera. Pero fuera de los muros coloniales de 400 años y del encanto de esa ciudad histórica hay barrios tan miserables que los responsables de la salud pública comparan sus condiciones con las del África subsahariana (...). La mayor parte de sus residentes son negros, el tráfico de drogas es algo habitual, los niños están desnutridos y son comunes las epidemias de enfermedades curables”.

Y dentro de esa Cartagena está Marlinda. Situada hacia el norte, a apenas 20 minutos en carro del centro histórico, Marlinda es una comunidad conformada por unas 1,500 personas. A inicios de la década de los noventa, familias procedentes del vecino pueblo de La Boquilla se tomaron a la brava la franja de tierra –600 metros de largo por 150 de anchura– comprendida entre el mar y un humedal con graves problemas de contaminación llamado la ciénaga de la Virgen. Arnulfo y los demás ahí pusieron sus ranchos, y ahí siguen todavía.

***

Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares. Necesitaban un lugar indigente y soleado que con poco trabajo pudiera pasar por una comunidad rural cartagenera de hace un siglo. Aún hoy se recuerdan aquellos días de 2006 como los días de las ganancias aseguradas. Después me detallarán.

***

Aún es mi primer día aquí, y falta un par de horas para que anochezca. Camino por la playa hasta que me topo con una casa sobre la arena. Es también de madera, pero grande, y la tienen pintada de rojo, blanco y azul. Colores vivos, como retando al mar. La familia que la habita tiene el Caribe literalmente en la puerta de casa. Si no fuera por la gruesa barricada que han levantado, las olas se colarían en la vivienda, que también funciona como tienda.
—Este año estuvo menos lleno, pero hubo más tema porque la alcaldía se vino y comenzó a meter a la gente en los colegios.

Habla el padre de familia. Es un tipo cincuentón, desconfiado, capaz de inventarse que la directiva les prohibió dar los nombres a extraños. Se refiere a las inundaciones y al hecho de que el último noviembre, tras el desbordamiento, llegaron los albergados, los titulares en los periódicos, las visitas de la alcaldesa y luego del embajador estadounidense. Algo que no había pasado ni en los años en los que el agua subió más y tardó más en irse.

Marlinda está comprimida entre el Caribe y la ciénaga. Cada mes de noviembre, cuando finaliza la estación lluviosa, la ciénaga está llena a reventar. Esos días también ocurre lo que los colombianos llaman mar de leva, mareas altas. El resultado es siempre el mismo: casi toda la comunidad se inunda. Lo que varía de un año al otro es el número de semanas que pasan con el agua fétida dentro de las casas.

El dueño de la tienda dice que no le molesta mucho. La inundación afecta más a los que viven más cerca de la ciénaga, y él cree tener el problema bajo control añadiendo rocas a su improvisado rompeolas. Cuando le pregunto por el cambio climático y sus efectos, tampoco se inmuta, a pesar de que el pronóstico acuerpado por el Gobierno colombiano para la costa caribeña es que el mar subirá 40 centímetros para el año 2050.

—¿Y no ha pensado irse a otro lugar?
—Para mí lo más bonito es todo esto de aquí, La Boquilla y Marlinda, y no soy nativo, ¿eh? Pero para salir de aquí tienen que llevarme con los piecitos palante.

***

Marlinda está marcada por eso que llamamos la miseria.

Pero decir hoy miseria nomás es decir nada, una cortesía con el lector, una manera de disfrazar, una etiqueta fácil.

Se ha prostituido tanto que decir miseria, míseros, miserables nomás es como dar un porcentaje frío o como recitar los objetivos del milenio. Decir miseria nomás es ahorrarse las descripciones. Se ha convertido en eufemismo. Decir miseria nomás no evoca, por ejemplo, las condiciones de vida de Arnulfo y su hijo de nueve años; no evoca su hogar, con paredes hechas de tablas de madera y a dos pasos de una ciénaga putrefacta llena de mosquitos, un hogar que tiene cuatro metros de largo por dos de ancho –digo: 4 metros de largo por 2 de ancho–, sin cochera, sin cuartos, sin cocina, sin baño; un hogar en el que solo caben un catre y sobre el catre una colchoneta regalada y una hamaca ennegrecida y una silla de plástico y una mesita y un foco y un televisor estropeado; decir miseria nomás no evoca ver a Arnulfo cocinar durante 18 años con un fuego que enciende en la entrada, sobre el piso de tierra, y que intenta contener con tres ladrillos; no evoca tener nada que llevarse a la boca; no evoca pasar tres o cuatro semanas al año con agua hasta las rodillas dentro de eso que llaman hogar.

Decir miseria nomás no evoca la miseria.
—¿Y dónde va usted cuando quiere mear?
—Ahí, en el patio, en el patio del rancho, porque aquí no hay servicio de baño todavía ni nada de eso.

***

Ya es martes, segundo día en Marlinda. Ever Minota –veintipocos, fornido, colocho y bigotillo– está en la playa con su pequeño hijo, una pelota y dos amigos. Son de Olaya Herrera, uno de los barrios más peligrosos de Cartagena. Como sabe algo de albañilería, Ever ha venido a ayudar a su cuñado a levantar muros. Aún son minoría entre la maraña de ranchos de madera, pero en algunas casas ya dieron el salto al ladrillo. Con la obra intentan también elevar algunos centímetros el piso. Parece no haber mucho interés en irse de este tugurio. Mañana entenderé.

***

Para llegar a Marlinda en vehículo se maneja tres kilómetros sobre la playa. No hay carretera de acceso. Y no es esta la única rareza. En Marlinda no hay iglesia católica ni evangélica ni unidad de salud ni asfalto en las calles ni Pizza Hut ni instituto ni delegación policial.

Pero hay una mezquita.
—¿Y cuántos musulmanes viven en Marlinda?
—Aquí puede haber unos cuatro o cinco nomás –responde Arnulfo.

Pero hay un billar con siete mesas –siete– que, además de cervezas glaciales a $0.45, vende aceite para cocinar, pampers, papel higiénico y Gatorade.
—¿Por qué tantas mesas en el billar?
—Ahí se juega bastante y hay muchos de La Boquilla que se vienen van pa'cá –Arnulfo.

***

Daisuri Hernández es una Naomi Campbell de 16 años. Alta, proporcionada, grandes ojos y pelo largo y trenzado. Al mirarla, me pregunto hasta dónde podría haber llegado si hubiera nacido en otro lugar.

La acabo de conocer gracias a John Luis, un muchacho de 12 años que no me llega ni a la cintura y que se acercó descalzo hace tres cuadras para preguntar qué hago en Marlinda. Me dijo que vende caracol, le pregunté por sus clases y le pedí que me escribiera su nombre en mi libreta. Acertó con la palabra John, pero en vez de Luis puso Laos.

Daisuri está en el rancho de Juana Iris, su hermanastra, pegadito a la ciénaga. Hiede. Hablamos largo de los problemas de la comunidad, de las inundaciones que se prolongan semanas en este sector y de los días en los que Hollywood vino a Marlinda con sus cámaras, sus actores y sus dólares.

En octubre de 2006, la productora estadounidense Stone Village filmó aquí algunas escenas de “El amor en los tiempos del cólera”. Basada en el libro homónimo de Gabriel García Márquez, transcurre en la Cartagena de finales del siglo XIX y principios del XX. La protagoniza Javier Bardem. Los equipos de producción estuvieron llegando durante casi un mes, y para muchos fueron días de ganancias aseguradas. A Daisuri le pagaron $75 por un día de actuación como extra. El alquiler mensual de la casa en la que estamos no llegaría, me dicen, a los $12.
—Teníamos que hacer como si estuviéramos conversando, pero sin que se oyera –dice, orgullo en la mirada, Juana Iris, quien también se disfrazó.

La prosperidad momentánea llegó con los tiempos del cólera. La productora incluso tuvo el detalle de llevar postes de la luz hasta rincones de la comunidad donde aún no había.

“El amor en los tiempos del cólera” se estrenó a finales de 2007.
—¿Y ya la viste?
—No –responde Daisuri, como si fuera la repuesta lógica.

***

John Luis –Laos– Jiménez dejó de ir a la escuela porque su tía Jenni Meléndez no pudo pagarle el uniforme.

***

Arnulfo es Arnulfo Guzmán Jiménez, un optimista. Físicamente se trae un aire al Don Ramón de El Chavo del Ocho, pero en negro. Delgado, nariz chata, bigote espeso, pocos y maltratados dientes. Vive en una casa miserable junto a su hijo Luis Enrique, de nueve, y un perro enclenque. Arnulfo habla de su papá Prisco con respeto. Murió hace años, pero lo cita en presente: mi padre dice...



Arnulfo tiene 48 años y 18 los ha pasado en Marlinda. Nacido en La Boquilla, fue de los primeros que se dejó convencer de que como nativos también tenían derecho a invadir la franja de tierra. Llegaron cuando no había nada. —Allá donde vivo yo es siempre la parte que vive más inundada y más llena –dice, resignado.
—¿Y por qué eligió ese lugar si fue de los primeros en llegar?
—A mí me gustó porque yo siempre he sido pescador, y ahí estamos en la orilla de la ciénega, y a mí me gusta tener mis criaderos de sábalos, aunque ahora no los tengo porque...
—¿Criaderos de qué?
—De sábalos.

Al igual que muchos en Marlinda, Arnulfo tiene en la puerta de su casa una especie de piscina hecha con tablones. Hiede. Aquí intenta criarlos. Los sábalos, explica, son un pescado que uno lo echa uno así, pequeñito, y lo saca de hasta 6 kilos, grande. Es la teoría que les enseñaron. En la práctica, nunca ha podido vender sus pescados porque la ciénaga se desborda cada noviembre y los peces se escapan de su rudimentario cerco. —El criadero lo hace uno en la ciénega, pero tiene uno que comprar madera, para meterle madera, y alzarlo, pero todo eso se hace con plata, y como yo no he tenido dinero, no he tenido para alzarla.
—¿Y cuál era el negocio entonces?
—Ninguno –y ríe.

Arnulfo ríe. Ríe cuando enseña su miserable casa, ríe cuando cuenta que lleva tres meses sin pagar la luz, ríe cuando explica que en la ciénaga ya casi no hay pesca, ríe cuando comenta que a él lo contrataron en la película para montar escenarios por $12 diarios, y ríe cuando contesta que tampoco la ha podido ver.

Está a punto de cumplir medio siglo de vida y Arnulfo nunca ha viajado. Es muy probable que se muera sin haber salido de Cartagena.
—¿Y no le gustaría conocer más?
—Hombre, claro, a uno le gusta conocer Barranquilla y todas esas partes, pero a dónde... No hay.

***

Cuando llegué a Marlinda por primera vez hace dos días lo hice en motocicleta-taxi. Un joven de nombre Vladimir me trajo por poco más de $2 desde el centro histórico de Cartagena. Carretera hacia Barranquilla, nos detuvimos primero en La Boquilla, preguntamos un par de veces, recorrimos los tres kilómetros de playa y me dejó aventado en una comunidad miserable. Solo. Temeroso, vine nomás con lo puesto.

Hoy hasta me he traído la cámara digital.

La pobreza y la inseguridad no van siempre unidas de la mano.

***

Atardece. Tres días en esta comunidad han manchado mi libreta de anotaciones sobre la miseria y sobre lo que supone vivir con la certeza novembrina de las inundaciones. Un triste presente para quienes ponen rostro a esas cifras de pobreza que llenan los informes oficiales. Y un no futuro si se cumplen los augurios sobre el impacto del cambio climático en la costa caribeña. Visto así, el único atenuante para seguir viviendo en Marlinda es el relativo ambiente de seguridad que describen sus vecinos. Pero me suena insuficiente.

Regreso con Arnulfo a la playa justo cuando el sol comienza a ocultarse y el mar parece una bandeja de plata. Dentro del agua hay seis jóvenes. Los menos usan trasmayo; los más, un rudimentario artilugio de pesca compuesto por un anzuelo y una botella vacía sobre la que se enrosca el hilo. Al rato, uno sale, satisfacción en el rostro, con un pescadito que coloca dentro de una vieja y descolorida barca. Me acerco. Salvo el último que aún boquea, yacen inertes una veintena de distintas especies: matacaimanes, narizdemantecas, roncos, marulandas. Ninguno supera los 25 centímetros, pero cocinados con arroz, dicen, alimentan lo suficiente.



Sentado y descalzo, José Miguel Ortega –85 años, cachucha, 7 de sus 13 hijos vivos– cuenta que era mucho más lo que se sacaba años ha.
—Si la picada estaba caliente, tirarlo una vez bastaba.

Empapado y sonriente, Hernán Martínez –26 años, cachucha, un hijo con Zuleima María– no se queja cuando saca su sexto pescadito. Hasta hace unas semanas más espaciado, pero ahora que está sin trabajo viene cada dos días. Son pueblo de pescadores. Y el mar todavía da de comer. Quizá por eso pocos ven su futuro fuera de Marlinda. El Caribe que los amenaza es también el Caribe que los alimenta.

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Este artículo apareció publicado por primera vez el 29 de marzo de 2009 en la revista Séptimo Sentido, de El Salvador. Puede verlo pulsando acá (páginas 12 a 17).
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