Hace unas horas esta era una carretera cualquiera. A la derecha, una zanja y vegetación –árboles, arbustos, maleza–, sin casas. A la izquierda, unos metros de tierra, los cables del tendido eléctrico y el muro gris de una fábrica de colchones. El asfalto podría estar peor y las líneas blancas son pasado. Una carretera cualquiera. Pero ahora en el suelo está tirado el cadáver del motorista de un autobús.
De América Latina se dice que es la región más violenta del mundo, y de El Salvador se sabe que es el país más violento de América Latina: 4.365 asesinatos durante 2009 en un territorio con poco más de 6 millones de habitantes. Doce al día. Entre tanto dolor, uno de los sectores más golpeados es el transporte público.
Un total de 437 motoristas, cobradores o propietarios de autobuses fueron asesinados en los últimos cuatro años. Y 2010 ha comenzado con siete cadáveres en los primeros ochos días. Uno de ellos es el que está tirado ahora en esta carretera, a su paso por el cantón El Portezuelo de Santa Ana, la ciudad más grande de la zona occidental del país.
Se llamaba Samuel Antonio Alvarenga, Samuel para los conocidos. Tenía 37 años, una esposa, una madre y una hija de poco más de un año. Hace dos semanas estaba desempleado, pero le salió trabajo en la ruta de autobuses que hace el recorrido entre Santa Ana y la frontera con Guatemala. Con suerte, un motorista recibe de su patrón 300 dólares mensuales, sin prestaciones.
De América Latina se dice que es la región más violenta del mundo, y de El Salvador se sabe que es el país más violento de América Latina: 4.365 asesinatos durante 2009 en un territorio con poco más de 6 millones de habitantes. Doce al día. Entre tanto dolor, uno de los sectores más golpeados es el transporte público.
Un total de 437 motoristas, cobradores o propietarios de autobuses fueron asesinados en los últimos cuatro años. Y 2010 ha comenzado con siete cadáveres en los primeros ochos días. Uno de ellos es el que está tirado ahora en esta carretera, a su paso por el cantón El Portezuelo de Santa Ana, la ciudad más grande de la zona occidental del país.
Se llamaba Samuel Antonio Alvarenga, Samuel para los conocidos. Tenía 37 años, una esposa, una madre y una hija de poco más de un año. Hace dos semanas estaba desempleado, pero le salió trabajo en la ruta de autobuses que hace el recorrido entre Santa Ana y la frontera con Guatemala. Con suerte, un motorista recibe de su patrón 300 dólares mensuales, sin prestaciones.
A las 10:15 de la mañana, Samuel manejaba rumbo a la frontera cuando, en las afueras de la ciudad, dos jóvenes que iban entre el pasaje se levantaron, uno de ellos sacó su arma, se la puso a Samuel debajo de la oreja derecha y sin mediar palabra le atravesó la cabeza de un disparo.
—Tiene un impacto en la región retroauricular derecha, el orificio de entrada. La salida está en la región retroauricular izquierda– me dirá el fiscal Billy Macall en unos minutos, justo antes de retirarse de la escena.
Sin gobierno, el bus se fue hacia la derecha y se detuvo contra la zanja. Este tramo de la carretera es cuesta arriba, y el golpe fue suave. Solo un hombre, asustado al ver las armas, saltó de la unidad antes de que se detuviera, pero lo hizo por el lado equivocado, el bus se le vino encima y hubo que hospitalizarlo. Los asesinos huyeron.
—¿Pandilleros? –preguntaré a Macall.
—Es pronto, pero por la apariencia que han descrito y la forma de proceder, diría que sí.
Desde mediados de 2004 este tipo de asesinatos se suceden cada vez con más frecuencia en El Salvador. Buses y microbuses son la base del sistema de transporte público, y ser motorista y cobrador se ha convertido en una profesión de alto riesgo. ¿La razón principal? Policía Nacional Civil y las gremiales del transporte coinciden: las maras.
Ante el aumento del acoso policial derivado de la implementación a finales de 2003 del Plan Mano Dura, las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18 vieron en la extorsión una manera sencilla de obtener fondos, y comenzaron a exigir un pago a los buses que atravesaban las zonas bajo su control. Desde entonces esta práctica no ha hecho más que extenderse y las cantidades exigidas, aumentar. Cuando los empresarios se niegan, suele haber problemas.
Samuel ha muerto de inmediato, sobre el asiento, pero su cuerpo inerte lo han sacado del bus. Ahí tirado lo tienen, rodeado por un docena de personas, entre policías, investigadores y empleados de Instituto de Medicina Legal. Toman notas, hablan, van y vienen, ríen. Para ellos Samuel es un muerto más. También para los principales diarios del país, que mañana apenas le concederán unas líneas.
Va a iniciar el ritual de la bolsa, el que el fotógrafo Christian Poveda registró en “La vida loca”, su documental sobre las pandillas. Un trabajador de Medicina Legal se pone unos guantes de látex y mete a Samuel, no sin pocas dificultades, dentro de una bolsa negra, como las que se usan para la basura, pero más grande. El bulto lo cargan en la parte trasera de un pick up y se lo llevan.
Desde mediados de 2004 este tipo de asesinatos se suceden cada vez con más frecuencia en El Salvador. Buses y microbuses son la base del sistema de transporte público, y ser motorista y cobrador se ha convertido en una profesión de alto riesgo. ¿La razón principal? Policía Nacional Civil y las gremiales del transporte coinciden: las maras.
Ante el aumento del acoso policial derivado de la implementación a finales de 2003 del Plan Mano Dura, las pandillas Mara Salvatrucha y Barrio 18 vieron en la extorsión una manera sencilla de obtener fondos, y comenzaron a exigir un pago a los buses que atravesaban las zonas bajo su control. Desde entonces esta práctica no ha hecho más que extenderse y las cantidades exigidas, aumentar. Cuando los empresarios se niegan, suele haber problemas.
Samuel ha muerto de inmediato, sobre el asiento, pero su cuerpo inerte lo han sacado del bus. Ahí tirado lo tienen, rodeado por un docena de personas, entre policías, investigadores y empleados de Instituto de Medicina Legal. Toman notas, hablan, van y vienen, ríen. Para ellos Samuel es un muerto más. También para los principales diarios del país, que mañana apenas le concederán unas líneas.
Va a iniciar el ritual de la bolsa, el que el fotógrafo Christian Poveda registró en “La vida loca”, su documental sobre las pandillas. Un trabajador de Medicina Legal se pone unos guantes de látex y mete a Samuel, no sin pocas dificultades, dentro de una bolsa negra, como las que se usan para la basura, pero más grande. El bulto lo cargan en la parte trasera de un pick up y se lo llevan.
La viuda y la madre de Samuel no han visto la escena porque están en la puerta de la fábrica de colchones, al otro lado del bus. Se abrazan. Además de perder a un hijo y a un marido, ni los patrones ni el Estado les darán indemnización o pensión alguna. Con suerte quizá les paguen el ataúd.
“Estamos trabajando en un proyecto, una especie de Plan Padrino para ver de qué manera ayudamos a las viudas y sus niños, pero es algo que hay que hacerlo aún, porque el Estado no ha hecho nada”, me dirá esta tarde en San Salvador Catalino Miranda, líder de una importante gremial.
Además de la familia, también ha venido un grupo de seis empleados de la misma ruta. Saben que el tema de las pandillas es delicado y prefieren no hablar mucho. Responden con evasivas. Samuel no es el primer motorista asesinado en esta ruta. En diciembre mataron a otro y al cobrador que lo acompañaba.
—¿Y se sabe ya quién lo hizo? –pregunto.
Un cobrador al que le calculo no más de 24 años rompe la dinámica de los murmullos y eleva un tanto la voz para responder.
—No, aquí nunca se sabe nada, aquí matar un motorista es como matar a un chucho.
A la 1:25 de la tarde ya se han llevado el cuerpo embolsado de Samuel, se han ido el fiscal Macall, los de Medicina Legal, los policías, los pocos curiosos, la madre y la viuda. Una grúa remolca el autobús, y los sigue una camioneta cargada con los compañeros. El tráfico se reanudará en unos minutos, y el primer vehículo en aparecer será otro bus. Y la calle volverá a parecer una carretera cualquiera, como si aquí nada hubiera ocurrido.
A la 1:25 de la tarde ya se han llevado el cuerpo embolsado de Samuel, se han ido el fiscal Macall, los de Medicina Legal, los policías, los pocos curiosos, la madre y la viuda. Una grúa remolca el autobús, y los sigue una camioneta cargada con los compañeros. El tráfico se reanudará en unos minutos, y el primer vehículo en aparecer será otro bus. Y la calle volverá a parecer una carretera cualquiera, como si aquí nada hubiera ocurrido.
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