Sobre la Pista de La Resistencia, uno de los ejes viales más transitados de la capital nicaragüense, se alza imponente una estatua de seis metros de altura que se trae un aire al Cristo de Corcovado de Río de Janeiro. Ubicada en medio de una gran rotonda, levanta sus brazos como si se dispusiera a abrazar a alguien, pero un chascarrillo regado por Managua dice que no, que los tiene levantados porque lo están atracando. Ni Cristo se libra de los asaltos en las inmediaciones de esa rotonda, la rotonda de Santo Domingo, donde empieza y termina el barrio Jorge Dimitrov.
Cuando a un nicaragüense se le pregunta por las colonias más conflictivas de su capital, por esas que nunca visitaría de buena gana, se suceden nombres como Villa Reconciliación, el Georgino Andrade, Las Torres o el reparto Schick, pero es el barrio con nombre de vodka barato, el Dimitrov, el que siempre aparece en todas las respuestas. ¿Un estigma generalizado entre quienes nunca han puesto un pie aquí? Seguramente también haya algo de eso, pero los mismos vecinos se saben residentes de un lugar especial, pecaminoso, casi maldito, el barrio nicaragüense violento por antonomasia.
Quizá en verdad lo sea.
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Las instrucciones que ayer me dio por teléfono José Daniel Hernández sonaron tan sencillas como un mensaje cuneiforme sumerio: de la rotonda Santo Domingo una cuadra al lago, de ahí otras dos cuadras abajo y 75 varas al lago, y pregunte por la casa comunal. Vaya en un taxi de su confianza, apostilló. Pero los taxistas rehúyen el Dimitrov. Dicen que mucho asaltan, que no merece la pena arriesgarse por los 30 o 40 pesos (menos de dos dólares) de una carrera... Muchos prefieren perder al cliente. Tres he parado esta mañana antes de que uno haya aceptado a regañadientes llevarme, y la plática durante el trayecto ha sido sobre la leyenda negra que el barrio aún tiene entre el gremio. Algo parecido sucederá el resto de días.
Es julio y es martes, pasan las 2 de la tarde. Nubes grises cubren Managua pero esperarán a que anochezca.
José Daniel tiene 57 años, seis hijos y la piel tostada como un hombre de campo, aunque vive en el Dimitrov desde que se fundó. Combatió por la Revolución –estuvo en el Frente Sur a las órdenes de Edén Pastora, el Comandante Cero en la toma del Palacio Nacional–, pero ni la militancia guerrillera ni su lealtad al Frente Sandinista y a Daniel Ortega le han permitido prosperar lo suficiente como para irse del barrio. Yo aquí soy el responsable de infraestructura de la comunidad, me dice al nomás conocernos. Tener un rol en la comunidad, por pequeño que sea, parece ser motivo de orgullo en Nicaragua.
—Tengo que visitar a una señora a la que un árbol le cayó en la casa –me dice–, ¿me acompaña?
El Dimitrov es un barrio ofensivamente pobre, de esos en los que hay familias que ni pueden pagar la caja cuando alguien fallece. En casos así la comunidad provee. Dice José Daniel que con los años se ha perdido mucha de la genuina solidaridad entre vecinos, pero algo queda, y sin pretenderlo ahora se dispone a interpretarlo.
—¿Ve? –dice José Daniel al llegar a la casa de Angélica, en la que vive con su esposo y tres hijos pequeños–. El ventarral de ayer botó el palo de mamón sobre la casita y la desbarató –y en efecto, una casucha desbaratada–. Es una familia humilde, pero ya hemos pedido el material para hacer la casa a la señora.
—¿Y quién da esa ayuda?
—La alcaldía ha regalado las láminas. Llamamos al distrito, vinieron ayer mismo y nos dijeron: mañana traemos el material. Y ¡bang! Aquí está. Y ahora le ayudaremos a colocarlas. A mí me toca andar en estas vainas.
El improvisado paseo prosigue.
El Dimitrov es descomunal: 21 mil almas, según el letrero de la municipalidad ubicado en una de las entradas. Bajo una maraña de cables se amontonan las casas, una tras otra, sin que haya dos iguales. Las hay de dos plantas, bien repelladas, algunas hasta con su pedacito de acera. Las hay también que son un montón de láminas ensambladas de mala manera, o hechas con desechos. Pero todas –todas: las plantosas, las dignas, las míseras, las infrahumanas– tienen en común que cuentan con algún mecanismo de defensa: vidrios rotos que coronan muros, rejas con soldaduras toscas en puertas y ventanas, el recurrente alambre de púas retorcido y oxidado... Las calles anchas son las únicas que conocen el pavimento, pero apenas pasan carros y se echa en falta lo demás: buses, paradas, semáforos, bancas, aceras… Las calles más estrechas de este laberinto, la mayoría, son de tierra, lo que intensifica la sensación de abandono.
—De tres meses para acá está más calmado, casi ni se escuchan balazos. Siempre hay muchachos que siguen robando porque es el billete más fácil… Si viene usted solo por aquí, lo agarran, le ponen la pistola y le quitan las cuestiones. Pero hace un año era peor, ahora se ha calmado…
—¿Y a qué lo atribuye usted? –pregunto.
—Pues a que los pandilleros más dañinos están presos, se les han recuperado todas las armas, y bueno, porque la comunidad ya no aguantaba y comenzó a bombiar. Así se le dice aquí a señalar: fulano en tal parte esconde tal cosa, fulano en tal parte esto otro, fulano esto, fulano lo otro…
La comunidad ya no aguantaba, dice. La comunidad.
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Hay quien no concibe un relato periodístico sin un buen vómito de números.
El resumen numérico del Dimitrov diría algo así: 54% evangélicos, 39% católicos. Diría también que en el 61% de las casas conviven seis o más personas, que en el 70% de los hogares los ingresos mensuales son inferiores a 316 dólares y en el 19% no alcanzan siquiera los 106 dólares. Diría que el techo del 99% de las casas es de zinc, con paredes de concreto (67%) o de madera (14%), diría que el 84% posee las escrituras, que el 24% cocina con leña, que apenas el 18% tiene chorro de agua dentro de la casa, que el 98% de las casas están conectadas a la red eléctrica, sí, pero el 20% son conexiones fraudulentas. Diría también que el 60% de los residentes no ha cumplido los 30 años, y que el 36% –uno de cada tres– son menores de edad. Sobre la violencia, el resumen diría que el 92% de los vecinos creen que el Dimitrov es violento o muy violento, y que cuando se les piden ejemplos de violencia, citan los asaltos, luego las peleas entre pandillas, luego las balaceras; diría también que el 24% opina que la violencia más común es la intrafamiliar, que el 64% pide más y mejor presencia de la Policía Nacional, y que el 52% cree que hay un problema real de venta de drogas, marihuana y crack sobre todo. Tan solo el 0.9% de las casas tienen acceso a internet, diría también. Y todas estas cifras son nomás una fracción de las incluidas en el “Diagnóstico socioeconómico en el barrio Jorge Dimitrov”, realizado por una ONG llamada Cantera, tras visitar y hacer encuestas en 214 viviendas entre el 9 y el 14 de febrero de 2011.
Pero el Dimitrov es mucho más que un buen vómito de números, la coraza que demasiadas veces impide escuchar los latidos de un lugar.
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El escritor Sergio Ramírez, uno de los referentes de la literatura nicaragüense, describe periódicamente Managua, y lo hace sobre un mismo texto base escrito hace una década titulado “Managua, Nicaragua is a beautiful town”, al que le suma o le resta metáforas y datos. Lo que no ha cambiado es el tono de desdicha que da a la ciudad; tampoco el referente que usa para ilustrar las barriadas pobres y peligrosas. Managua es, dice Ramírez en la versión de junio de 2010, “un campamento de un millón y medio de habitantes, un cuarto de la población total del país. Las casas, construidas en serie, como cajas de cerillos, cerradas con barrotes, como cárceles o como jaulas, porque los que tienen poco, en la colonia Independencia, o en la colonia Centroamérica, se defienden de los más pobres, que viven en barrios como el Jorge Dimitrov, bautizado así en tiempos de la Revolución”.
De los que viven en lugares como el Dimitrov, dice Ramírez, hay que defenderse.
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Roger Espinales es uno de los agentes de la Policía Nacional destacados en el Dimitrov. Es sicólogo. Entre sus funciones está reunirse a diario con los principales actores de la comunidad, también con pandilleros y sus familias. El barrio tiene fuerte presencia de pandillas, si bien esta palabra en Nicaragua tiene muy poco que ver con el fenómeno de las maras. Muy poco que ver.
En esta parte de Centroamérica la Mara Salvatrucha y el Barrio 18 suenan tan exóticas como la Camorra napolitana o la Mafia rusa. Los nombres de las pandillas presentes en el barrio parecen la lista de equipos de una liga amateur de fútbol: Los Galanes, Los Parqueños, Los Pegajosos, Los Gárgolas, Los Puenteros, Los del Andén 14, Los Diablitos… El agente Espinales también cree que el Dimitrov es un lugar complicado, pero está optimista por lo que encontró a su llegada. La comunidad, dice, aún se ve relativamente bien organizada, y las pandillas tienen muy poco que ver con los monstruos que operan en los países ubicados al norte de la frontera norte.
—Lo que me sorprende de El Salvador o de Honduras –se sincerará el agente Espinales al final de una de las pláticas– es que una comunidad entera se deje dominar por 30 o 40 pendejitos de una pandilla; se llame como se llame. Es algo insólito.
En su boca, la palabra comunidad suena distinto. Suena a comunicación, a comunión, a comuna… Suena a comunidad.
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Aletta fue el nombre con el que se bautizó en 1982 la primera tormenta tropical en el ccéano Pacífico. Entre el 22 y el 24 de mayo descargó un mar sobre Nicaragua: los muertos se contaron por docenas, los evacuados por miles, y las pérdidas por millones, en un país que apenas comenzaba a empaparse de su nuevo rol en el tablero político internacional. En Managua, una de las zonas más afectadas fueron los asentamientos de la orilla del lago Xolotlán. El agua se tomó barrios como La Tejera, Las Torres o La Quintanilla, y, tras la orden de evacuación gubernamental, cientos de familias salieron en camiones de la Fuerza Armada rumbo a un predio vasto e inhóspito, pero bien ubicado, no muy lejos de la Universidad Centroamericana (UCA).
—Aquí donde estamos ahora –dice José Daniel, el líder comunal– era una arbolizada grande. Había vacas, como que antes era hacienda o algo así, dicen que propiedad de la familia Somoza. Nosotros vinimos y comenzamos a destroncar, cada uno su parte pues, ¿me entiende?
Se repartieron terrenos de 10 por 20 metros, alineados todos, y cada quien levantó lo que pudo con lo que tenía a mano. Como comunidad en ciernes, las prioridades fueron el agua y la luz. Para el agua, adquirieron entre todos materiales, cavaron zanjas y pronto abrieron chorros colectivos. Para la energía, la embajada de la República Popular de Bulgaria, país con el que se habían abierto relaciones diplomáticas tras el triunfo de la revolución, donó la electrificación.
Sin Aletta y sin revolución no existiría el Dimitrov, al menos no con ese nombre.
—Todavía no nos llamábamos de ninguna manera, y nosotros, agradecidos con el embajador, le dijimos que eligiera el nombre de algún líder de Bulgaria. Jorge Dimitrov, dijo, y Jorge Dimitrov le pusimos, sin saber ni quién era. Ya luego nos trajeron libros y comenzamos a ver la historia de él…
Georgi Dimitrov Mijáilov (1882-1949) destacó desde joven como dirigente sindical y, tras una vida sazonada de juicios, conspiraciones, clandestinidades y exilios, el máximo líder de la URSS, Iósif Stalin, lo recompensó con el cargo de secretario general de la Internacional Comunista. Tras la II Guerra Mundial, Bulgaria quedó al otro lado del telón de acero, abandonó la monarquía, y Dimitrov se convirtió en 1946 en su primer primer ministro. Falleció tres años después, por lo que hubo tiempo para la exaltación de su figura al más puro estilo soviético. Pero en 1990 el socialismo colapsó en Bulgaria, el héroe pasó a ser un proscrito, su cuerpo –embalsamado por cuatro décadas en una urna de cristal– terminó en el cementerio general, y el regio mausoleo que lo albergaba fue demolido.
En la actualidad, fuera de Europa sobrevive una avenida Dimitrov en la capital de Camboya, otra en la ciudad cubana de Holguín, una modesta plaza en México DF, una estatua en una ciudad africana llamada Cotonou, y poco más; el barrio de Managua, claro. Por esos pliegues irónicos que a veces depara la historia, Dimitrov, el apellido del otrora influyente líder comunista, amigo y estrecho colaborador del genocida Stalin, en Nicaragua es hoy sinónimo de violencia e inseguridad.
—¿La gente sabe quién fue Dimitrov? –pregunto a José Daniel.
—No, poca gente lo sabe. De los jóvenes, nadie o casi nadie, pero creo que la mayoría de los que nos vinimos adultos se acordará.
“Mi profesor de sexto grado nos enseñó que era un guerrillero ruso que estuvo apoyando al Frente Sandinista”, me respondió un joven universitario del barrio, uno de los pocos que se atrevió a contestar.
El pasar de los años hizo más que diluir el porqué del nombre. También trajo mejoras –centros educativos, clínica, alumbrado, una rudimentaria cancha de béisbol…–, aunque a un ritmo insuficiente comparado con el bum urbanístico en los alrededores. Cuando uno mira hoy un plano de Managua, el Dimitrov está casi en el medio, un área muy codiciada. Ni siquiera este bolsón de pobreza evitó que en pocas cuadras a la redonda se construyeran el centro comercial Metrocentro, la nueva catedral, el Consejo Supremo Electoral, el hotel Real Intercontinental y hasta las oficinas centrales de la Policía Nacional. Aminta Granera, la primer comisionada, la mujer paradigma del buen hacer en materia de seguridad, tiene su despacho a unos pasos del barrio bravo de la ciudad.
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Lo dice Naciones Unidas: Centroamérica es la región más violenta del mundo. Con esta tarjeta de presentación, cualquier iniciativa tendente a rebajar esos indicadores se antoja como un buen anzuelo para pescar en el río revuelto de la cooperación internacional. Donde hay violencia no tardan en aparecer programas que se ofrecen como preventivos –algunos incluso lo son–, para aflojar las chequeras de los financiadores europeos y norteamericanos. En este sentido, en el Dimitrov no faltan las oenegés y seguirán llegando.
El Centro de Comunicación y Educación Popular Cantera es una ONG nicaragüense que trabaja en el barrio desde hace nueve años. En un ambiente oenegero centroamericano en el que en materia preventiva prima lo efectista, de dudosa eficacia y de corta duración –semanas, meses lo más–, el solo hecho de haber permanecido casi una década en un mismo lugar pone a Cantera en un plano diferente. Su base es una especie de centro comunal llamado Olla de la Soya, ubicado en el mismísimo corazón del barrio. La coordinadora del Programa de Juventud de Cantera es una socióloga llamada Linda Núñez. Se ve más joven, pero tiene 40 años, y con el Dimitrov mantiene un vínculo emotivo desde sus años como estudiante de la UCA, cuando participó aquí en campañas de alfabetización.
—¿Sientes el barrio ahora más sano? –pregunto.
—Si lo comparo con hace 15 años, yo sí tengo un mal sabor con este barrio… Cuando llegaba como voluntaria, salíamos caminando a las 8 de la noche y nunca pasaba nada; ahorita no me atrevería. Sí, lo encuentro más violento.
El grueso de los voluntarios y del personal de Cantera es del barrio, la política de puertas abiertas en la Olla de la Soya redunda en un constante ir y venir de niños y jóvenes, avivado por el amplio abanico de opciones que se ofrece: danza, clases de inglés, fútbol, béisbol, teatro, taekwondo, fotografía… Todo gratis. El buque insignia es un programa que permite a una treintena de jóvenes aprender un oficio –gratis también–, formación que se complementa con una capacitación en valores, bautizada con el sugerente nombre de Habilidades para la vida.
Pero Linda, franca, admite que incluso en Nicaragua –que se va a los penales con Costa Rica por el título de país centroamericano más civilizado– el problema de violencia sobrepasa los intentos por contrarrestarla. Confiesa además una preocupante falta de coordinación entre las distintas oenegés e instituciones que compiten por los euros. Y por muy efectivo que sea un esfuerzo en concreto, la matemática es como un huacal de agua helada: a los programas de Cantera asisten unos 90 jóvenes, cuando se estima en 4 mil las personas entre los 15 y los 25 años de edad que hay en el Dimitrov.
—Linda, ¿se puede ser optimista con estos números?
—La realidad invita a las dos cosas: a la depresión y al optimismo. Es cierto que a veces sentís que no estás cambiando nada, porque atendés a 10 entre mil, y te preguntás: ¿hasta dónde? Pero luego comenzás a ver la multiplicación de estos jóvenes y te decís: sí, algo se puede hacer. Nunca vas a llegar a los mil, pero atender a 20 o 30 ya es algo. El problema es cuántos años llevamos de deterioro y cuánto estamos invirtiendo en programas de prevención.
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“Para que se den cuenta, el Dimitrov está apestado de drogadictos, delincuentes de todo calibre que viven ahí, pero que operan alrededor del sector, en lugares específicos como las paradas de buses de la rotonda de Santo Domingo, detrás de la catedral de Managua y en el lugar conocido como el puente de Lata, situado unas cincuenta varas arriba de la entrada principal de Plaza del Sol”.
(Extracto del reportaje “Ruta de escape y refugio de la delincuencia”, publicado en El Nuevo Diario el 16 de mayo de 2002)
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—… Mire, toque aquí, la bala no salió –me dice el joven.
Cerca de la rodilla, cubierta por una cicatriz poco estridente, tiene una protuberancia: una bala calibre .22 que le acertaron el año pasado, que lo mantuvo dos semanas en el Hospital Lenin Fonseca, pero que decidieron no extraérsela. El joven se llama Miguel Ángel Orozco Padilla, nació en el Dimitrov, vive con su madre, su hermana y su sobrino en una modesta casa del andén 14, y cumple 17 años en marzo de 2012. Delgado, mirada viva, nariz ancha, rostro maltratado por el acné… Es un adolescente y se expresa como tal, pero para la Policía Nacional es un “joven en alto riesgo social”.
Cuando mañana comente su caso con el agente Espinales, me convencerá de que se puede al dedillo su historia y lo ubicará en la órbita de Los Galanes. El joven Orozco Padilla niega ser pandillero, dice que el balazo fue un error, que no iba para él, que hasta disculpas le pidieron los que dispararon, pero aun así ya está quemado, dice, y no puede acercarse al sector de Los Gárgolas.
—Fue por un primo mío… Vos sabés… Él sí es pandillero, y de espaldas somos igualitos... Por eso me pegaron el cuetazo… Mire, toque aquí, la bala no salió –me dice el joven–. Yo venía de espaldas y escuché: allávaChus, allávaChus… Chus es mi primo el pandillero, y me gritaron: Padilla, detenete, porque así lo llaman a él, y yo me vuelvo y disparan. Y oigo: pero si no es Chus… Pero ya habían tirado.
—¿Y conocés a los que dispararon?
—Sí. Uno ya murió. El Yogi. Lo apuñalaron este año.
Hay disputas, disparos, machetazos, fallecidos incluso, pero en Nicaragua las pandillas tienen muy poco que ver con las maras, afortunadamente. La Policía Nacional las tiene bien cuadriculadas: son muy locales y raro es que superen el centenar de miembros, sin violentos rituales de iniciación, casi todos viven con sus familias, los grafitos y tatuajes de pertenencia son limitados, la actividad criminal es reducida, el uso de armas de fuego es eventual, los encarcelados no tiran línea a los que están en la libre, y –quizá la diferencia más importante– la pandilla se puede dejar cuando se quiere, sin represalias.
Seleccionado por la comunidad y becado por una oenegé, el joven Orozco Padilla estudia enderezado y pintura en el Instituto Nacional Tecnológico. Quizá algún día le arregle su auto.
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El taller Habilidades para la vida se realiza a diario en el aula más nueva de la Olla de la Soya. Es un lugar espacioso en el que se agradecen los ventiladores taladrados al techo, lleno de fotos motivadoras. Asisten unos 30 jóvenes, y hoy lo conducen Sean y Megan, dos cooperantes estadounidenses.
La reunión se interrumpe cuando en la puerta asoman un grupo de turistas gringos, su traductor y Martha Núñez, la coordinadora de Cantera en la Olla de la Soya. Llegaron hace unos minutos en microbús, son una veintena, y dicen ser estudiantes de medicina y de liderazgo en el Augsburg College de Mineápolis. Llevan turisteando desde el domingo por Managua, en una modalidad que bien podría etiquetarse como Conoce-el-infierno-para-luego-no-quejarte-tanto. Han visitado el centro histórico, el mercado Huembes, un hospital público, una oenegé feminista… y ahora están cámara en mano en el mismísimo corazón del Dimitrov.
Tras unas palabras explicativas de Sean en inglés, se abre un turno de preguntas, pero los gringos no se animan. Tic-tac… segundos… tic-tac… incómodos… tic-tac… hasta que una pregunta rompe el silencio.
—¿Qué están aprendiendo hoy? –presta su voz el traductor a una de las turistas.
—Sobre la autoestima –responde un joven.
El traductor traduce. Murmullos…
—Más o menos ¿qué edades tienen en el grupo?
—De 15 a 29… –consensuan los jóvenes.
Más murmullos en ambos mundos…
—Any more questions? –se dirige el traductor a los suyos.
—…
—Are you good dancers? –eleva la voz una gringa, pura sonrisa.
—Ahhhh, ella quiere saber si hay buenos bailarines en esta sala…
Murmullos y risas. Luego, la despedida. Los turistas suben al microbús y abandonan, seguramente para siempre, el barrio bravo de Managua.
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Este autobús de la 102, una ruta que bordea buena parte del Dimitrov, es un destartalado Blue Bird bautizado con nombre de mujer, un clon del que podría verse en cualquier capital centroamericana. Sábado, mediodía, y la unidad es un horno insuficiente –una docena vamos parados–, pero nadie se atreve a pedir a la señora que quite la gran bolsa que ocupa un asiento, mucho menos que se calle.
—¡A su madre, a su propia madre! –grita ella, desdentada y en pie, el pelo alborotado y canoso, gruesa como tambo de gas.
Habla de una noticia que días atrás ocupó algunos segundos en los noticiarios: un hombre de 31 años detenido por secuestrar y violar en repetidas ocasiones a su madre. Pero antes la señora ha voceado un sinfín de formas de incesto presentes en la sociedad nicaragüense: padres con hijas, tíos con sobrinas, abuelos con nietas…
El viaje se hará más pesado, más crudo, como su retrato de Nicaragua.
—… ahora cualquiera te engaña. Si vas al mercado y compras 25 libras de fruta, el del puesto por lo menos te robará 2 o 3. ¿Y los abogados? Si vas donde el abogado pa´ que te saque un reo, te saca hasta lo que no tenés de dinero, vendés tu casa y todo, pero el reo no te lo sacó… –grita la señora, grita pero no pide ni pedirá monedas–. Y así sucesivamente, queridos hermanos. Yo les sigo sacando pañales al sol… ¿Adónde queda ya que no se encuentre un ladrón? La gente dice: esos ministros son ladrones, esos gobernantes… ¡Pero ladrones somos todos, hermanos! ¡Lance la piedra el que se sienta libre de culpa! Lo dijo Cristo, no yo. Miren lo varones, los papás. Reciben un sueldo, y cuando lo reciben se van adonde las mujeres...
La voz de la conciencia en Nicaragua viaja en los autobuses públicos.
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Al fondo de la Olla de la Soya hay unos rudimentarios servicios sanitarios. Sobre la pared externa, como si fueran las tablas de Moisés, están pintados blanco sobre azul los nombres del primer grupo de 24 jóvenes graduados en el proyecto Jóvenes Constructores. Casi al final de la primera columna, entre Marianela y Meylin, se lee Nilson Dávila L.
Es miércoles, 4 de la tarde.
Nilson no esconde su satisfacción por ver su nombre escrito. Es el menor de nueve hermanos y tiene 22 años vividos todos y cada uno en el Dimitrov. Habita en el sector de Los Gárgolas, pero ha sabido mantenerse al margen. Nada de bróderes pero tampoco discriminación, dice. Nilson aún duerme en la casa en la que se crio –de la escuela Primero de Junio tres cuadras al lago–; la comparte con su mamá y dos hermanos, incluida Kenia Dávila L., otros de los nombres sobre la pared.
Además del aprendizaje de un oficio y de la capacitación en valores, Jóvenes Constructores incluía un componente adicional de entrega de un capital semilla para poner en marcha una microempresa.
—Nuestra idea pionera era una tortillería exprés –dice Nilson–, pero se fue modificando. El maíz subió de precio, y a mi hermana se le ocurrió lo de la pulpería. No se pudo la tortillería por los altos costos de producción, y ahora nos quedamos trabajando con frijoles y leña… Vendemos frijoles cocidos en diferentes porciones.
—Los venden preparados…
—Sí, pero sin nada del otro mundo: solo sal y ajo.
Nilson se presenta como un microempresario. Pero la venta de frijoles y leña apenas está arrancando, y para poder cubrir los gastos familiares vende enciclopedias Océano en Granada, adonde viaja un par de veces por semana. También estudia en el turno nocturno primer año de ingeniería electrónica en la Universidad de Nicaragua. Y también es voluntario de Cantera porque quiere que los niños crezcan con un mayor apego por el ambiente. Me gusta contribuir, dice.
Las historias que permiten reconciliarse siquiera momentáneamente con el género humano germinan en lugares como el Dimitrov.
—Nilson, si pudieras, ¿te irías del barrio?
—Sí, yo creo que sí me iría… Cada uno de nosotros busca mejorar en la vida, y salir es una mejoría. El ser humano es producto de su entorno. Está, además, el estigma que supone vivir aquí. Mis amigos de la universidad no se atreven a venir.
Casi todos responden lo mismo. Escapar algún día es algo interiorizado incluso entre los más comprometidos de la comunidad.
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Reunida el 21 de agosto de 2003 en la isla de Roatán, Honduras, la Comisión de Jefes y Jefas de Policía de Centroamérica y el Caribe acordó que era urgente un plan regional contra la violencia juvenil en general, y las maras en particular. Hubo unanimidad a la hora de identificar la enfermedad, pero no el remedio. Unas semanas después de aquella cita, el gobierno de El Salvador presentó su Plan Mano Dura; Nicaragua optó por crear dentro de la Policía Nacional una Dirección de Asuntos Juveniles (Dajuv) con un enfoque eminentemente preventivo.
El agente Espinales cumplía una década de uniformado cuando en 2005 se integró en la Dajuv. Desde entonces ha sido asignado a distintos barrios de Managua, siempre entre pandillas y pandilleros. Al Dimitrov llegó hace tres meses, pero verlo cruzar el barrio de acá para allá sobre su ruidosa motocicleta es ya estampa habitual.
—Como ya te dije, soy sicólogo. A los jóvenes de pandillas nos toca darles terapias, individuales y grupales, y también nos acercamos a las familias, conversamos, entramos en los hogares para ganarnos la confianza…
Incluidos los viáticos, el agente Espinales gana 7,000 córdobas al mes, unos 315 dólares. Yo lo miro bien, dice.
Este jueves lo he citado para hablar con más tranquilidad sobre las pandillas del Dimitrov…
—Acá –dice–, lo que nos preocupa es el semillero, ¿ya? Si en la familia hay un patrón de violencia, los niños lo heredan… Ahí tenemos que estar trabajando siempre.
La plática saltará pronto, por interés del agente Espinales, al terreno de las maras. Él ha asistido a encuentros regionales entre policías de Honduras, Guatemala o El Salvador, pero el fenómeno le interesa sobremanera, quizá porque le suena tan pero tan lejano…
—Y aquí, en el Dimitrov, ¿los pandilleros no cobran renta a los negocios, o a los taxistas? –pregunto.
El agente Espinales sonríe de tal manera que me hace sentir como si hubiera preguntado una estupidez.
—No, acá no tenemos de eso. No se dejaría la comunidad. También porque nosotros inyectamos en nuestra juventud que esa cultura no es la nuestra, que es algo extranjero.
En El Salvador, el país que le apostó a la Mano Dura, los homicidios por cada 100 mil habitantes subieron de 36 a 65 entre los años 2003 y 2010. En Nicaragua, con la mitad de policías y con una inversión pública en seguridad que en 2010 fue cuatro veces inferior, la tasa en el mismo período apenas pasó de 11 a 13.
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Viernes, 9:30 de una mañana gris tropical.
Alrededor de una botella de vidrio de Coca-Cola –destapada, vacía– hay 14 personas en pie, un círculo deforme. Todos tienen las manos en la espalda. Una persona está uniformada y armada: el subinspector Pedro Díaz, la máxima autoridad policial en el Dimitrov. El resto son un joven ex pandillero llamado Fidencio, representantes de oenegés como el Ceprev, la Fundecom y la propia Cantera, está José Daniel, está una guapa vocal de las Juventudes Sandinistas, alguna psicóloga, dosquetres vecinos y vecinas, un periodista metido… hasta 14. Todos tienen una pita de lana amarrada a la cintura, y los otros 14 extremos convergen en un lapicero Bic suspendido en el aire sobre la botella, pura tembladera. Desde lo alto se ve como un gigantesco e irregular asterisco.
El reto es meter el Bic dentro de la botella sin usar las manos siquiera para halar las pitas.
Pegate un poquito. Halala, halala. Acercate, vos. Ganas de meterlo con la mano dan. Acercate. Ahora vos, ahora vos… El lapicero entra al fin, y se generaliza la satisfacción. La facilitadora pide luego evaluar la experiencia. La importancia de trabajar en equipo, dice una. Es bueno que haya un líder pero siempre necesitará apoyo, dice otro. Unidos podemos salir adelante, abona alguien.
—Si no trabajamos en equipo, no lograremos nada –concluye el subinspector Díaz, uno de los más entusiastas para mover el lapicero a golpe de cintura.
Han sido varios los encuentros de este tipo y alguno falta todavía. El de hoy terminará en comilona de baho, un plato típico de Nicaragua. La idea es crear una comisión intersectorial –intersectorial– de desarrollo y progreso del barrio Jorge Dimitrov, así la bautizarían, pero se quiere que arranque con bases sólidas, que el grupo inicial –jóvenes, Policía, oenegés, vecinos…– se conozca y se respete. A largo plazo, la idea es bastante más compleja que introducir un Bic entre 14 en una botella vacía de Coca-Cola. Se busca que esto sea el germen para reducir la violencia en el Dimitrov, una idea suena demasiado ambiciosa, ingenua, utópica.
Quizá en verdad lo sea.
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