Vivir en La Campanera

Hay quien cree que los asesinados sienten. El alma, dicen, se aferra al cuerpo hasta que lo entierran, y en esas horas hasta la sepultura, la presencia cercana de amigos y familiares sirve para que Lucifer no se lleve el espíritu. Solo funciona si no ha transcurrido mucho tiempo. Si el cadáver estuvo pudriéndose varios días en una zanja o un cafetal, el demonio ya hizo lo suyo, y en el velorio no hay nada que resguardar. Pero esos casos son los menos. Lo habitual es que alma y cuerpo estén juntos dentro del ataúd. Por eso a veces los sobresaltos. Dicen que el asesinado siente cuando el asesino está en el velorio, y su cuerpo sangra por algún orificio –nariz, orejas, boca– un líquido a veces rojo, a veces amarillento.

La joven Marta es de las que cree. Lo escuchó desde siempre en su hogar, y lo vivió cuando le asesinaron a un pretendiente llamado Édgar. Lo mataron un día después de haberle negado un beso. Marta no fue al velorio, pero sí al entierro. Antes de sepultarlo, abrieron la caja, y cuando se asomó, vio cómo Édgar le agradeció su presencia relajando su ceño fruncido y esbozando una leve sonrisa. Ese asesinato transformó en verdad inamovible lo que hasta entonces era nomás creencia. Hubo antes y después más muerte en la vida Marta, pero fue aquella tarde cuando se convenció de que los asesinados sienten.

Y triste pero convencida regresó a su pequeña casa, en el reparto La Campanera.

***
Aquí se rodó La vida loca, el documental sobre pandilleros que le costó la vida a su director: Christian Poveda. Es cierto que el reparto La Campanera tenía mala prensa desde antes y que su elección no fue casual, pero el estreno de la película –y el efecto amplificador del asesinato– resultó como echar sal sobre una llaga. La Campanera está hoy asociada a las maras como Roswell a los ovnis o Cannes al cine. En el imaginario colectivo decir La Campanera es decir violencia. Sin matices. Y esto ocurre en El Salvador, un país del que el Departamento de Estado gringo dice que tiene una de las tasas de homicidios más elevadas del mundo, un país sobre el que el Gobierno español aconseja no subirse a los buses. Seguramente haya ciudades finlandesas, australianas o argentinas que tengan barrios con aura de conflictivos, siempre las hay, pero La Campanera tiene esa etiqueta en El Salvador. No pocos salvadoreños cuestionaron mi cordura al saber de mis visitas para escribir este relato.

Con unos 250.000 habitantes, Soyapango es la tercera ciudad más poblada del país. Está anexada a la capital, San Salvador, al punto que cuesta saber cuándo se sale de una y se ingresa en la otra. En la zona norte del municipio está el cantón El Limón, y dentro de ese cantón, La Campanera. Es una colonia joven, que aún no cumple los 20 años, y que casi desde su fundación tuvo presencia de la pandilla Barrio 18. En La Campanera vivió Ernesto Mojica Lechuga, “el Viejo Lin”, al que la Policía llegó a considerar como el dieciochero que llevaba la palabra para todo el país.





Extorsión, asesinato, miedo, granadas o desmembramientos son palabras que han acompañado la cobertura mediática sobre esta colonia durante la última década. Pero cuando uno cierra los ojos, en La Campanera se escuchan los mismos sonidos que en cualquier otro lugar: la campanilla del paletero, el crujido metálico de los tambos de gas al chocar, autobuses en ralentí, el chirrido de un columpio sin engrasar…

La Campanera son más de 2.100 casas, y su población ronda los 10.000 habitantes. La mitad de los alcaldes del país gobiernan municipios con menos gente. La estructura de la colonia es simple: una carretera de 600 metros de longitud recta y amplia, y decenas de pasajes peatonales largos y estrechos que salen a un lado y otro desde la calle principal hasta los confines. Vista desde el aire parece una gigantesca espina de pescado sin cola ni cabeza. Al fondo están la escuela y el punto de buses de las rutas 49 y 41-D. Más al fondo, la cancha de fútbol. Después, cerros, la nada.

La primera vez que entré fue el 13 de septiembre de 2009, apenas cuatro días después de haber despedido a Poveda en su misa-funeral. Aún no estaba militarizada. Cuando la atravesé, lo hice con la grabadora encendida, para registrar primeras impresiones: “Bueno, ya estamos en La Campanera. Hay iglesias evangélicas. Tienditas. Gente sentada en bancas rojas, todo se ve rojo, parece que el Frente está fuerte. Tiendas. La bajada es pronunciada. Un camión de agua Cristal. Imágenes del Che y de Martí. Casitas de bloque. Grandes túmulos. Otra pintada, esta vez del Che Guevara con Monseñor Romero. Otra iglesia evangélica. Tiendas con rejas. Grandes pintadas del Barrio18. Pares de tenis colgados”.

La verdad es que no se ve tan fea, resumí en mi libreta. Apenas ha cambiado nada desde entonces.

La mayoría de las casas son de bloque y tejas, con agua potable, luz y teléfono. Dignas si se tiene en cuenta la situación del país. Hay servicio de recolección de basura, e incluso cuenta con una planta de tratamiento de aguas negras. Y quien se lo puede permitir dispone de televisión por cable o internet. La colonia, sin embargo, aparece citada en el Mapa de Pobreza Urbana que este año presentó el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo. En La Campanera en efecto hay pobres y muy pobres, pero lo que la singulariza es el estigma, la exclusión. Siempre ha estado en boca de todos, y casi nunca por razones positivas.

—Ni siquiera los salvadoreños quieren entrar en esta colonia –me dirá un día de estos Alba Dinora Flores, una maestra de la escuela.

***

Tarde del 19 de mayo, miércoles. 
Pregunto a Alba Dinora por los robos en la escuela, se toma unos segundos para escarbar en su memoria, pero nada. Nunca nadie ha entrado a robar en los siete años que lleva asignada al centro, a pesar de que nadie cuida en la noche, y adentro hay abundante comida –frijol, leche en polvo, arroz, bebidas fortificadas– y hasta un lote de computadoras donadas que no se utilizan porque no hay dónde.

—Los muchachos no es que sean santos –otro día me dará su versión de la paradoja la madre de un pandillero–, pero ellos cuidan, cuidan su gente, su casa, su colonia, todo eso. Acuérdese que todos somos humanos. Si uno se mete con una persona, sabe que se lo van a sonar, pero si uno no se mete con nadie, nadie se mete con uno.

La falta de espacio es pues el mayor problema en el Centro Escolar La Campanera. El edificio es una galera larga y estrecha, con techo de lámina, pintado de azul y blanco, y situado junto a un diminuto patio sin asfalto. En la entrada ondea tímida una bandera de El Salvador, y en los muros hay letreros que dicen Deporte sí, violencia no, o Por una sociedad diferente, pero nadie los mira. Al fondo están los baños, compartidos por alumnos, alumnas y docentes, con sus paredes llenas de recordatorios entre los turnos de la mañana y de la tarde. Solo se enseña hasta octavo grado porque no hay más aulas. Después toca elegir entre dejar los estudios o jugarse la vida.

—Los matan si salen fuera de La Campanera –me dice Alba Dinora como quien da la hora. Me suena exagerado, pero otro día lo entenderé.

Alba Dinora es la profesora de séptimo y octavo, los grados que cursan la mayoría de los pandilleros.

—¿Usted no preferiría enseñar en otro lugar?
—Pues… no. Violencia hay en todas las escuelas, y aquí los pandilleros al menos respetan nuestra autoridad. A no ser que se tenga un problema con ellos, para los que vivimos o trabajamos aquí es tranquilo.
Esta noche asesinarán a la propietaria de una tienda en el pasaje J por no pagar la renta. Por lo visto, tenía un problema.

Casi una decena de los alumnos que iniciaron curso con Alba Dinora están detenidos o han huido. Entre los que quedan sigue habiendo pandilleros, pero son más los jóvenes cuya única relación con la pandilla es haber crecido junto a ellos, en las mismas aulas, en los mismos pasajes. Sin embargo, todos ellos, pandilleros y no pandilleros, pagan un caro peaje por ser jóvenes en La Campanera: adentro de la colonia, represión; y afuera, los que se atreven a salir se exponen a que otras maras los asesinen por el simple hecho de vivir en La Campa.

Alejandro Gutman lo sabe. Él es argentino y vive en Estados Unidos, pero conoce de pandillas más que la mayoría de los tomadores de decisión. Gutman preside la ong Fútbol Forever, una de las pocas que se ha atrevido a trabajar en La Campanera. La escuela es su base. Hace exactamente una semana me llamó por teléfono para, sin pretenderlo, radiografiarme la colonia: “Son comunidades que tienen en sus entrañas pandilleros, que son en muchos casos hijos, primos, conocidos o amigos de la gente que vive allá. Y esto no significa que estén apañados o que se lucren de las fechorías, sino es lo que es, es lo que tenemos, y con lo que hay que aprender a trabajar”.

La escuela sintetiza la complejidad del fenómeno de las pandillas. Es un punto de encuentro que a veces también funciona como casa comunal y hasta ha servido para acoger velorios. Lo que ahí ocurre bota por tierra la recurrente y mediática teoría que dibuja La Campanera como un lugar en el que 10.000 personas viven sometidas por 20, 50 o 100 pandilleros; y que extirpado este grupo, se resolverá el problema.

***

Mañana del 5 de junio, sábado. 

—¡¡¡Huevonazos!!! –grita el cabo.

Hoy hay más movimiento del habitual en La Campanera. Los militares están en campaña de fumigación, y las bombas termonebulizadoras zumban. Los policías no fumigan, pero un grupo de ellos lleva un buen rato calle arriba, calle abajo en el pick up Mazda de la corporación. Ahí suben otra vez y, al pasar sobre el primer túmulo, suenan la sirena una fracción de segundo, pero suficiente para irritar al cabo fornido que está parado sobre la acera.

—¡¡¡Huevonazos!!!

Es evidente que quería que lo escuchara. Ve que le sonrío la gracia y se anima.

—Ya quisiera ver a uno con nosotros…
—¿Un pick up? –pregunto, un tanto desconcertado.
—No, a una de esas niñas. ¡Pa’que sepan lo que es trabajar!

La Fuerza Armada y la Policía Nacional Civil conviven en La Campanera desde noviembre, pero rara vez patrullan juntos. Los que más se mueven son los soldados; chacuatetes, los llaman. Se les ve pasar a cada rato en grupos de tres o cuatro y armados con fusiles de asalto M-16 o Galil. En su afán por diferenciarse de las niñas, se aplican con mayor dureza. “Los soldados pegan más a lo loco”, me dirá otro día Whisper, un pandillero. Irónicamente, en la pandilla hombría y violencia también son valores asociados.

Delmy Chávez es una madre que ronda los 40, de carácter fuerte, y que pertenece a la directiva comunal. Es muy crítica con la labor desarrollada por la Fuerza Armada y la Policía.

—Nosotros no queremos, y ahí quiero que lo ponga usted, no queremos represión. Lo que queremos son oportunidades, talleres de formación para los jóvenes. Venga de donde venga la violencia hay que erradicarla.

En mis días en La Campanera se sucedieron los testimonios de golpizas, tratos vejatorios, registros bajo lluvia intensa, manoseo a jovencitas y sobornos protagonizados por policías y soldados. En la colonia se aplica de facto la presunción de culpabilidad, sobre todo con varones de entre 14 y 18 años. La presión es tal que algunas iglesias han tenido que extender documentos sellados para que sus jóvenes puedan salir de sus casas, algo así como un salvoconducto.





Y si esto ocurre con cualquier joven, con los pandilleros tatuados la presión es mucho mayor. Hace cuatro días, el 1 de junio, hubo operativo. Una docena de pandilleros se habían reunido en una casa, alguien dio el soplo, y las autoridades cayeron con todo en torno a las 9 y media de la mañana. Hubo macanazos, gases, puntapiés, culatazos. “Las patadas en la espinilla con las botas militares duelen”, me dirá uno de los detenidos. Rompieron vidrios, puertas, un televisor y la PlayStation en la que jugaban fútbol. Los descamisaron, los tumbaron, más patadas, llegaron vecinas, madres, hermanas a hacer bulla, un bebé de 11 meses cargado por su abuela recibió en la frente un culatazo con un Galil, los cargaron en pick up y se los llevaron a la delegación de Ilopango. Los retuvieron tres días. Más patadas. A Whisper lo golpearon con unas esposas, y todavía hoy tiene la marca sanguinolenta en su omoplato derecho. Después de tres días retenidos, todos recuperaron la libertad sin cargos.

Es mediodía y la campaña de fumigación ha terminado. “Nosotros estamos aquí para apoyar”, me dice satisfecho el coronel Carlos Benning Rivas, el responsable de los 400 elementos con los que el Gobierno militarizó el área.

Nada es blanco o negro en La Campanera. La labor del Ejército aquí es aplaudida por muchos y censurada por otros. En medio, una paleta de matices en función de la cercanía hacia los pandilleros o del respeto que uno sienta por los derechos humanos. La mayor presencia del Estado aquí ha servido, en el mejor de los casos, para sustituir una violencia por otra y para imponer la idea de que todo joven es culpable hasta que demuestre lo contrario.

Entrada la tarde, cuando ya me retiro, una pareja de policías me ordena detener el carro. Un agente joven, chele y rapado al que los pandilleros apodan Metralleta se acerca y me pide que salga del auto.

—Salga del auto, las manos a la vista.

Obedezco y entrego mis documentos.

—¿Dónde vive usted?
—En San Salvador.
—¿No vive en la Santísima Trinidad?

La tarjeta de circulación del carro conserva mi vieja dirección. Es obvio que han estado averiguando. Les explico. Metralleta me ordena abrir el maletero, revuelve todo, desmonta y saca la llanta de repuesto. Como el asunto se torna serio, termino por entregar la credencial de prensa al otro agente, que ha permanecido callado y con la mano sobre la pistola. Se retiran, me hacen esperar 12 minutos más y luego me dejan ir.

Presunción de culpabilidad, pienso.

***

Mañana del 23 de mayo, domingo. 
Johana al fin apareció. Me cuentan que la enterraron hace dos días.

Supe de ella el miércoles, pero entonces ni sabía siquiera que se llamaba Johana. Entonces era solo una fotografía en la parte de atrás del autobús de la ruta 41-D que me subió hasta La Campanera. Una imagen en blanco y negro de una jovencita de pelo largo y liso, y con una mirada poderosa y alegre. Había desaparecido en la tarde del 7 de mayo al salir del Liceo Cristiano Reverendo Juan Bueno La Coruña, siempre en Soyapango. Me acaban de decir que su cuerpo apareció el jueves en un cafetal situado no muy lejos del colegio.

Otro día sabré que su nombre completo era Stefany Johana León Vides. Tenía 16 años y estudiaba primer año de bachillerato. Quería ser doctora. La familia era cristiana, se congregaban en la Iglesia de Cristo Elim. Desde hacía más de una década vivían en el pasaje J de La Campanera. No debían nada a nadie, la suya era una vida apegada a principios cristianos, alejada de cualquier vinculación siquiera afectiva con las pandillas. Creyeron que eso era suficiente para enviar a estudiar a su hija a un colegio del que tenían buenas referencias. Pero el reparto La Coruña es territorio de la Mara Salvatrucha. Se la llevaron y, antes de asesinarla, la interrogaron para que les dijera algo que no sabía: quién era en La Campanera el palabrero del Barrio 18. Dicen que le cosieron la boca y le desfiguraron el rostro.

A Johana la asesinaron solo por ser de La Campanera.

Como ocurre casi siempre en estos casos, la familia de Johana –padre, madre y dos hermanos pequeños– se fue la colonia.

***

Noche del 25 de mayo, martes. 

Cae la noche, hora de cultos. También en el Tabernáculo Bíblico Bautista Amigos de Israel La Campanera. Óscar Mauricio Escobar, el pastor, camina sobre la tarima de relucientes baldosas, un oasis de pulcritud en un edificio que más parece diseñado para albergar un taller. Enfrente, cabizbajos, una veintena de mujeres y niños cantan –susurran– una canción que habla de manos limpias y corazones puros. Cuando termina, el fondo musical se mantiene, y el pastor Escobar se acerca el micrófono. Llueve recio, como si hubiera una carrera de caballos en el tejado, pero los parlantes son más poderosos.

—Queremos ocupar un momento, Señor, para orar por nuestro país. Queremos orar, Señor, también por el sector donde tú nos has permitido vivir...

El pastor Escobar es joven, 30 años, y lleva más de dos aquí, tiempo en el que ha podido comprobar que la mayoría de los pandilleros son, dice, jóvenes que han crecido en el evangelio, hijos de hermanos en Cristo.

—…queremos orar por la juventud, queremos orar, Señor, por la niñez. Queremos pedirte que seas tú, Señor, quien guarde a nuestros niños y a nuestros jóvenes, Señor, de la delincuencia, de las pandillas, Señor. Padre, ayúdanos. Nuestros hijos constantemente, Señor, están en riesgo, Señor, tienen dificultades. Bendice las escuelas, Señor, bendice a los maestros, bendice cada centro de estudios, Señor. Bendice a nuestros gobernantes. Y bendice nuestra iglesia, Señor. Ayúdanos a ser agentes de cambio propositivos, a dar algo mejor a este mundo, cuanto más sabiendo que tu venida está cerca, Señor.





Pero parece como si el Señor no escuchara el torrente de plegarias que salen de esta colonia: la violencia no cesa y las consecuencias del estigma no se atenúan. Hablé con dos pastores distintos, y ninguno sabía la cifra exacta, pero calcularon que hay alrededor de diez iglesias en La Campanera, sin contar la práctica habitual de los cultos en viviendas. En realidad, todo Soyapango es un hervidero de fe. Hay más iglesias que centros escolares o campos para jugar fútbol. Algunas se anuncian con pintadas en paredes y en pasos a desnivel, como si fueran un taller o un detergente.

—¿Por qué tantas iglesias? –le pregunto al pastor Escobar cuando termina el culto.
—Por la necesidad que hay las iglesias ven oportunidades, creo yo. No estamos hablando de oportunidades económicas, usted ve las condiciones aquí, pero sí quizá en el tema de ganar personas para Cristo. La gente, en general, vive bajo un cierto temor, vive bajo incertidumbre, y a eso súmele los problemas laborales, los problemas económicos.
—¿Cree que una iglesia es más necesaria aquí que en la Escalón?
—Sí, definitivamente.

La sede central del Tabernáculo está en la exclusiva colonia Escalón, en San Salvador. El pastor Escobar ha sentido el estigma de La Campanera allí también. Cuando llegan como comunidad y los anuncian por megafonía, siente el peso de las miradas, el escrutinio, el temor mal disimulado de los acomodadores y del resto de los hermanos. Y luego están las bromas de otros pastores.

—A mí me han dicho el de La vida loca, me han dicho Poveda junior. Cuando llevaba rapado el pelo me decían el Viejo Lin.

El estigma es como una mancha de óxido en una camisa blanca; una vez que se tiene resulta casi imposible que desaparezca. Hay ciudades y países que tienen fama de tacaños o de haraganes o de altaneros, pero los residentes en La Campanera se quedaron con el estigma de ser violentos. Por eso se ven obligados a escribir otra dirección en los currículum vitae. Y quizá por eso también son tan pocos los apoyos en materia de prevención.

—Una de las cosas que a mí me han llamado la atención –me dice el pastor Escobar– es que todo mundo habla de La Campanera, pero casi nadie hace nada por ayudar acá. Veamos la empresa privada o las fundaciones, todas dicen que ayudan, pero aquí, donde más se necesita, uno no ve nada.

***

Tarde del 13 de junio, domingo. 

A esta hora la selección de Alemania se enfrenta a Australia en Sudáfrica, pero en La Campanera hay quien prefiere ver el Colo-colo contra el Sureños. El partido se juega sobre una cancha que es más cuadrada que rectangular, que solo tiene grama en las esquinas, y que está delimitada por líneas negras y no blancas, hechas con el aceite quemado de los buses. Sin embargo, en los últimos 12 meses pasaron por aquí tres mundialistas: el francés Christian Karembeu, el argentino Marcelo Bielsa y el colombiano Carlos Valderrama. Los trajo la ong Fútbol Forever.

Bielsa estuvo en diciembre y dijo algo que también hoy aplica.

—Tengo una crítica a todo lo que vi aquí: que no están los viejos. Los viejos son los que cuentan la historia, los que dan sentido de pertenencia. Está bien que uno quiera crecer, pero este es el origen, esta es la esencia, y nunca hay que olvidarlo.

Domingos como el de hoy, con jóvenes y no tan jóvenes, pero sin viejos, se repiten desde hace un mes. Son resultado de un esfuerzo de la directiva comunal y del involucramiento de los motoristas de la ruta 49. Hay dos ligas –una de jóvenes y otra de papi-fútbol–, con seis equipos cada una, que canalizan el entusiasmo futbolero de la colonia. Los jugadores pagan por jugar, para reunir el dinero para el árbitro, pero esto no es obstáculo.

Se trata de uno de los escasos esfuerzos de integración surgidos en los últimos meses, y se gestó dentro de la colonia. El Sureños, que ahora juega de rojo, acoge a un buen número de pandilleros. Para disputar los partidos, la directiva tuvo que pedir a la Policía y al Ejército que relajaran su presión.

—Poco saldrás tú de La Campanera, ¿no? –pregunto a Whisper, el pandillero. Tiene 16 años y juega en este equipo.
—¿Salir yo? Solo cuando me llevan preso.

El partido termina 10 a 2, derrota de Sureños. Y todos tan contentos.





Son casi imperceptibles ante los rugidos que creen que las pandillas solo se deben combatir con mano dura o militarización, pero hay voces que cuestionan los modelos represivos y creen en soluciones más incluyentes. El alcalde de Soyapango, Carlos Ruiz, un día vino acá a decir sin matices que hay que trabajar con los pandilleros, y el discurso de la ong Fútbol Forever va en la misma línea. Todo pasa, dicen, por saber que hay pandilleros y pandilleros. Están los irrecuperables, pero también hay otros que tienen inquietudes y aspiraciones más allá de la pandilla.

—Y si los militares molestan a los cipotes –me dice la madre de uno en la plática después del partido–, ¿en qué vienen a terminar? En hacerse mejor de la calle.
—¿Y sabe por qué? Porque no tienen otra salida –agrega Delmy Chávez–. Si el muchacho no está en nada, lo friegan; y si está, también.
—Entonces, mejor estar, ¿no? –se pregunta en voz alta la madre, a la espera quizá de una respuesta que la convenza.

***

La idea inicial que vendí a mi editor era vivir en La Campanera, alquilar casa y pasar una semana para registrar la cotidianidad. Fue paradójicamente Gutman, el argentino que desde Fútbol Forever más trabaja por rehacer el nombre de la colonia, quien me sugirió que no, que subiera los días que fuera necesario, pero que evitara las noches.

—No es tu ámbito, vos sabés. Sos ajeno, y en la noche hay muchos que se pasan de rosca, ¿y para qué? –me dijo.

La Campanera aún es una colonia en la que hay que pedir permiso a los pandilleros para que llegue un periodista, donde la autoridad golpea y ultraja con impunidad, en la que calzar unas Nike Cortez es buscarse problemas con los unos y con los otros, en la que hay gente que critica los golpes de los soldados y calla ante los disparos de los pandilleros, en la que los reportajes deben terminar con una advertencia de que se han modificado nombres de fuentes.

—El estigma –me dijo Gutman– lo hacen más el periodismo y la sociedad entera cuando presenta a toda una comunidad como si fuera Vietnam, y la realidad es que el 99% de las personas es gente maravillosa.

Quizá exagera el porcentaje, pero Gutman acierta en que el grueso de las historias de vida en La Campanera son, a pesar de la convivencia tan estrecha con la muerte, historias de dignidad. Como la de Sherman, un pastor que desde la religión trata de despertar conciencias entre los jóvenes; o la de Grecia, una guapa joven que quiere convertirse en modelo; o la de José, motorista de la ruta 49 y motor de la liga de papi-fútbol que cada domingo insufla vida a la colonia; o la de Kenia, que con prudencia e ingenio está logrando estudiar computación en un sector de Soyapango controlado por otra mara. Todos ellos fueron y son víctimas de la violencia y del consecuente estigma. Ellos cargan la cruz que supone vivir en La Campanera.

—¿Pero dónde hay más dignidad? –se pregunta Gutman– ¿En los que vivimos fuera con comodidades o en aquellos que están acá y se las arreglan todos los días para salir a trabajar y mantener a su gente?

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(Los nombres de algunos personajes y lugares de este relato se han modificado por razones de seguridad.)
Esta crónica fue publicada el 21 de junio de 2010 en el periódico digital El Faro.

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