Aquella mañana Monseñor Romero y sus dos
acompañantes llegaron con tiempo a la plaza de San Pedro y se mezclaron entre
la multitud. Era 25
de junio de 1978, su último domingo en Roma antes de que
los tres emprendieran viaje de regreso a El Salvador. No se habría perdonado
dejar de rezar el Ángelus junto al papa Pablo VI, que cuatro días antes lo
había recibido en una cálida audiencia privada. El Papa se asomó al balcón cuando
aún faltaban unos minutos para mediodía y sorprendió a todos con unas sentidas
palabras sobre Mauro Carassale, un niño de 11 años secuestrado dos meses atrás.
—Querido Mauro –dijo Pablo VI en italiano–, tú
eres el símbolo, pequeño cordero, de la bondad inocente, y tu gesto se eleva
como ejemplo para todos, invitando al heroísmo del sacrificio de sí en favor
del hermano que sufre.
El caso de Mauro, un niño de un pequeño pueblo
llamado Olbia, en la
isla italiana de Cerdeña, había
conmocionado al país entero. Cuando a finales de abril los secuestradores
llegaron a la casa, se quisieron llevar al hermano mayor, Enrico, pero Mauro
les hizo saber que él estaba enfermo y se ofreció a cambio.
—Nosotros invocamos a la Virgen –agregó el Papa–, la
compasiva por sublime excelencia, para que venga desde el cielo en tu socorro y
en el nuestro.
Monseñor Romero escuchó con atención las
palabras de Pablo VI, las rumió en silencio, y concluyó que el mensaje iba de
alguna manera dirigido a él. Fiel a su parquedad, no comentó nada a sus
acompañantes: el
obispo de Santiago de María, Arturo Rivera Damas; y Ricardo Urioste, el vicario
general de la arquidiócesis.
—Era
muy perspicaz, se fijaba en todo –responde Urioste cuando le pregunto por esta
anécdota tres décadas después.
Cuando
estuvo a solas, Monseñor Romero se desahogó ante la grabadora en la que
registraba su diario. Narró con detalle lo ocurrido aquella mañana, y finalizó
con un paralelismo entre su admirado Pablo VI –quien fallecería seis semanas
después– y su labor como arzobispo de San Salvador: “Me llenó de satisfacción
esta denuncia del Papa, porque mi modo de predicar coincide con este gesto de
comprensión con el sufrimiento humano. Le doy gracias a Dios de encontrar aquí
una nueva motivación para seguir adelante en mi trabajo pastoral”.
Y
Monseñor Romero siguió adelante.
***
Ricardo
Urioste Bustamante nació el 18 de septiembre de 1925 en San Salvador, en una
casa situada sobre la avenida Independencia, que entonces era una elegante
calle que servía como puerta de entrada a la capital. Hijo de Adrián y de
Amada, y hermano menor de sus dos hermanas, la familia Urioste no nadaba en la
abundancia, pero tampoco pasaba apuros, ni siquiera cuando en 1928 falleció
Adrián, un aplicado contador que trabajaba para la International Railways
of Central America, la empresa que operaba el ferrocarril.
Amada
era muy religiosa, fue terciaria franciscana, y Urioste desde niño se vio
tentado por la idea de convertirse en sacerdote. La posibilidad se presentó
casi por casualidad cuando tenía 11 años, en un día de clases cualquiera en el
colegio marista donde estudiaba.
—Entró
el hermano Manuel –recuerda–, que era el director, y llamó a cuatro: a Salvador
López, un muchacho que era muy bueno con el acordeón, a Matialena, a Mario Eloy
Guerrero y a mí. Afuera estaba un viejito vestido de sotana que resultó ser
monseñor Belloso, el arzobispo. El hermano Manuel le dijo: monseñor, estos son
los que quieren ir al seminario. Pero ninguno de nosotros había nunca hablado
de eso.
Urioste
ingresó en el Seminario San José de la Montaña el año en que se inauguró: 1938. Siete años
después, con 20, marchó hacia España a estudiar Teología. Para ser ordenado
sacerdote tuvo que pedir dispensa ya que el Derecho Canónico lo impide antes de
los 24. La ordenación fue el 18 de julio de 1948, con 22 años y 10 meses. Un
día después viajó a Nueva York, ciudad en la que ofició su primera misa. De
allí a California, donde residían madre y hermanas, y a las pocas semanas voló
de nuevo desde Estados Unidos a Europa para en septiembre iniciar sus estudios
en Derecho Canónico en la Universidad
Gregoriana de Roma.
Estando
en Roma, un día de 1950 recibió una carta con matasellos de El Salvador. La
firmaba el padre Óscar Arnulfo Romero, director del semanario Chaparrastique. El 1 de noviembre de ese
año el papa Pío XII haría público el dogma de la Asunción de la Virgen María , y cuando el padre
Romero se enteró de que en Roma había un sacerdote salvadoreño, se le ocurrió
pedirle un artículo. Urioste lo escribió y se lo envió.
—Aún recuerdo
que terminaba diciendo: “El obelisco de granito de la plaza de San Pedro
parecía cantar con nosotros ¡Cristo vence! ¡Cristo reina! ¡Cristo impera!”.
La
relación ahí quedó. Urioste ni siquiera recibió algún tipo de comunicación de
agradecimiento o para confirmar que el artículo había llegado a San Miguel. De
hecho, nunca ha sabido si se publicó o no.
Urioste
regresó a El Salvador cuando concluyó sus estudios a finales de 1951. El
arzobispo, monseñor Chávez y González, lo acogió con los brazos abiertos y de
inmediato lo puso a trabajar con él. En 1957 le asignó su primera parroquia: la
de San Francisco, en el centro de San Salvador, donde permanecería hasta que en
octubre de 1977 Monseñor Romero lo llamó para convertirlo en vicario general.
Pero
antes de eso, en 1968, acaeció el primer encuentro personal con el padre
Romero. Ocurrió en San Miguel, y más que encuentro fue encontronazo. Urioste
llegó a la Perla
de Oriente invitado por el obispo, Lorenzo Graziano, a dar una charla a los
sacerdotes. Al final de la conferencia buscó al padre Romero, cuyo nombre ya
sonaba en todo el país por su laboriosidad y dedicación, pero también por su
tradicionalismo y por sus conflictos de personalidad con otros sacerdotes. Lo halló
recostado en una hamaca, y se acercó para comentarle uno de los discursos sobre
la doctrina social de la
Iglesia del papa Pablo VI. Con las palabras justas, ni una
más, y no sin cierto grado de altanería, el padre Romero se incorporó para
hacerle varias correcciones. Cuando regresó a San Salvador, Urioste releyó sus
revistas y confrontó su interpretación original con la que había hecho el padre
Romero, y terminó dándole la razón.
—Fue el
hombre –reflexiona Urioste– que más conoció el magisterio de la Iglesia en este país, y
nadie después ha podido conocerlo tan bien.
Entre
1967 y 1974 Monseñor Romero vivió en San Salvador, pero los contactos entre
ambos fueron mínimos, por no decir nulos. “Él vivía como aislado, no se
mezclaba mucho con el clero”, recuerda Urioste ese período.
***
“¿Quieres
café o no?”, me pregunta Urioste. Es esta una mañana de agosto de 2010, y
estamos sentados en el jardín de su casa, en la colonia Roma de San Salvador,
alrededor de una vieja mesa forjada. La espesura que nos rodea la preside un
vigoroso palo de aguacate. Por el tronco, salpicado de musgo, ayer descendieron
dos ardillas, miraron con descaro a los intrusos y se subieron. “Son muy
trabajadoras, hasta los cocos de esas palmeras han aprendido a abrir”, comentó Urioste
al percatarse de mi asombro.
Además del
recipiente con café y de las tazas, sobre la mesa forjada hay un cenicero con
cabuyas –a sus 84 años conserva el vicio del cigarro– y un montón de revistas y
libros apilados. Dos llaman mi atención: uno es Don Quijote de la
Mancha ; el otro, una edición en inglés de El precio de la gracia, de Dietrich Bonhoeffer, un teólogo
alemán que también fue asesinado por la intransigencia; en su caso, encarnada
por el nazismo. Bonhoeffer y Monseñor Romero tienen en común algo más que la
admiración de Urioste. A los dos les erigieron una estatua en la Galería de los Mártires
del Siglo XX que decora unos de los pórticos de la abadía de Westminster, en
Inglaterra. Están el uno junto al otro, como si alguien hubiera querido que se
contaran sus intimidades para toda la eternidad.
—Y usted
–pregunto a Urioste–, ¿cree que Monseñor Romero es santo?
—Yo no
tengo la más mínima duda, pero ni la más mínima. Incluso tengo la certeza de
que está en el cielo desde el primer momento, con Dios, y creo también que,
ante tantas acusaciones que se hicieron y aún se hacen en su contra, me imagino
que el Señor le estará diciendo: no te aflijás, Oscarito, tú aquí estás
conmigo. No hagás caso de lo que dicen allá abajo.
***
Urioste
está convencido de que Dios inspiró a Monseñor Romero en todas y cada una de
las decisiones tomadas. Esa es la razón, dice, por la que se comprometió a
seguirlo.
—Muchos
lo admiran por su defensa de los derechos humanos, y yo también. Por su defensa
de la vida, por su cercanía con los pobres, por su amor por ellos, y todo eso
es muy correcto, pero yo –y enfatiza el yo– lo admiraba más por su búsqueda de
Dios y su afán de comunicarse con él, porque de ahí arrancaba todo lo
demás.
Admiración
que suena muy sincera, a pesar de que en esta larga entrevista por momentos me
dará la impresión de que la relación entre ambos nunca abandonó el ámbito de lo
estrictamente profesional.
—¿Alguna
vez llegó a considerarlo su amigo? –pregunto.
—Pues
depende de cómo entendamos la palabra amigo. Si se trata de decir amigo en el
sentido de: mire, Monseñor, ¿no quiere que vayamos a comer hoy? O vamos hoy al
cine, Monseñor, ¿le parece? Pues no. Yo creo que en ese sentido él solo tenía
un único amigo: Salvador Barraza.
***
Como le
ocurrió a la gran mayoría de los religiosos y religiosas de la arquidiócesis,
Urioste no se alegró cuando la
Santa Sede designó a Monseñor Romero. Y el descontento no era
porque en la capital se desconociera quién era este migueleño. Entre 1970 y
1974 se había desempeñado como obispo auxiliar en San Salvador, en una atípica
y mal avenida terna de mando integrada por monseñor Chávez y González como
arzobispo y por monseñor Rivera Damas también como auxiliar. Ambos simpatizaban
con las ideas progresistas surgidas del Concilio Vaticano II y de la conferencia
de obispos latinoamericanos de 1968 en Medellín, Colombia.
—Recuerdo
–me dice– algo que monseñor Rivera Damas me confió antes de morir: poco tiempo antes
de que en Roma decidieran quién sería el arzobispo, a él le dijeron que
necesitaban a alguien menos crítico con el Gobierno, y por eso escogieron a Romero.
Yo siempre digo que cuando la
Iglesia se deja llevar por motivaciones humanas, el Espíritu
Santo hace otra cosa, ¿verdad?
Urioste
lo admite: hay un antes y un después en su relación con Monseñor Romero. En los
primeros días de febrero de 1977, cuando ya se rumoraba quién sería el sucesor
de monseñor Chávez y González, no ocultaba su disconformidad. Pocas semanas
después, a finales de marzo, fue el único que lo acompañó en el primer viaje a
Roma. Algo ocurrió en ese intervalo de tiempo. Al teólogo jesuita Jon Sobrino
le gusta usar la palabra conversión para definir la transformación, y señala
como detonante el asesinato del padre Rutilio Grande. Urioste prefiere hablar
de un proceso; para ilustrarlo, recurre al evangelio de San Marcos.
—Monseñor
fue alguien que siempre, desde joven, fue viendo qué es lo que Dios pedía de
él, y poco a poco Dios lo fue llevando por los caminos que lo llevó. Yo siempre
comparo esto con lo que ocurre con Jesús y el ciego de nacimiento al que cura
en Betsaida. El Señor le toca los ojos –y Urioste gesticula como si fuera él
quien está sanando–, y le pregunta que si ve, y el ciego le dice: veo a los
hombres como árboles que caminan; o sea, que no estaba viendo bien. Entonces,
el Señor le vuelve a tocar los ojos y le pregunta de nuevo que si ve. Y el
ciego le dice: ahora veo perfectamente. Algo así ocurre en la vida de Monseñor.
Él fue siempre muy cercano a los pobres y con una gran sensibilidad, pero los
veía como personas a las que había que tratar paternalmente. Pero el Señor le
va tocando los ojos para que vaya viendo por qué son pobres, por qué están en
esa condición, cómo hay que escucharlos y verlos.
—¿Y
cuándo le tocó los ojos al punto de cambiarle de forma tan radical?
—Yo
creo que se los va tocando desde San Miguel, y sobre todo cuando es obispo de
Santiago de María. Considero que esos años en Santiago de María le sirvieron
muchísimo para ir viendo de otra manera a los pobres, a tal grado que cuando
regresa a San Salvador nosotros ignorábamos la apertura que había tenido.
***
Enviado
por la Santa Sede ,
el cardenal brasileño Aloísio Lorscheider aterrizó el último día del año 1979 en
el aeropuerto de Ilopango en calidad de visitador apostólico. Monseñor Romero y
Urioste fueron a recibirlo. Lorscheider llegaba con la misión expresa de investigar
quién era el causante de la tensa relación que se vivía al interior de la Iglesia. Para ello
se marcó una apretada agenda de entrevistas con distintos personajes, tanto
defensores como detractores de Monseñor Romero. “Eran muchos los que no lo
soportaban, entre ellos también hombres de Iglesia”, escribiría
años después Lorscheider.
El 1 de
enero se celebró en el Hospital Divina Providencia un encuentro entre Monseñor
Romero, Lorscheider y uno de los integrantes de la primera Junta Revolucionaria
de Gobierno.
—Yo
estaba también en la reunión –dice Urioste–. Empezaron a hablar, hablar y
hablar, y de repente, Monseñor se excusó y salió.
Ese
encuentro era realmente importante. Monseñor Romero había tenido en mayo su
primera audiencia con Juan Pablo II, en la que el nuevo Papa no se mostró con
él tan comprensivo como su predecesor. En cuanto a la presencia del funcionario,
basta decir que la reunión fue apenas dos días antes de la renuncia masiva que
puso fin a la primera Junta de Gobierno, en la que Monseñor Romero había
depositado sus esperanzas para evitar la guerra civil.
—Pasaban
los minutos, y Monseñor no volvía. Ellos dos se pusieron a platicar, pero yo
dije: bueno, estos señores no han venido a verme a mí, voy a buscarlo.
Urioste
se dirigió a la casa pero no lo halló. Después fue a la sala de las visitas, y
tampoco. Probó en el jardín y hasta en el cafetín, pero nada. Ya se regresaba a
la sala en la que se encontraban los invitados cuando se le ocurrió entrar en
la capilla.
—Y ahí
estaba él, solo, hincado en la tercera banca del lado izquierdo. Yo me acerqué
y le dije: Monseñor, los señores le están esperando. Sí, ya voy, me dijo. Pienso
que fue a consultar con Dios qué contestarles.
No fue
un caso anecdótico o aislado. Urioste está convencido de que nunca tomó una
decisión importante sin consultarla antes con Dios.
***
Finalmente,
un llamamiento a la oligarquía. Les repito lo que dije la otra vez: no me
consideren juez ni enemigo. Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de
este pueblo que sabe de sus sufrimientos, de sus hambres, de sus angustias, y,
en nombre de esas voces, yo levanto mi voz para decir: no idolatren sus
riquezas, no las salven de manera que dejen morir de hambre a los demás. Hay
que compartir para ser felices. El cardenal Lorscheider me dijo una comparación
muy pintoresca: hay que saber quitarse los anillos para que no le quiten los
dedos. Creo que es una expresión bien inteligente. El que no quiere soltar los
anillos se expone a que le corten la mano, y al que no quiere dar por amor y
por justicia social se expone a que se lo arrebaten por la violencia.
(Monseñor Romero, homilía del 6 de enero de
1980)
***
El 24
de marzo de 1980 Urioste lo pasó recluido en su casa de la colonia Roma. Se
sentía mal. Unas úlceras en sus piernas que lo han acompañado media vida le
exigían reposo con frecuencia, y aquel fue un lunes de dolores. Si no había
podido salir de casa durante el día, mucho menos estaba entre sus planes
hacerlo de noche. Pero una llamada de teléfono de la secretaria del arzobispado
en torno a las 6:35 lo cambió todo. Habían atentado contra Monseñor Romero. Escuchó
noticia, colgó el teléfono y al poco lo volvió a descolgar para llamar al nuncio
apostólico, Emanuele Gerada, que ese día se encontraba en Guatemala.
—Le
dije lo que había ocurrido y punto.
Decir
que la relación entre Monseñor Romero y el nuncio Gerada era tensa es decir
poco. Se tensó desde el inicio del arzobispado, cuando el recién nombrado
arzobispo celebró la misa única para condenar el asesinato del padre Grande, y
el distanciamiento no hizo sino acrecentarse con el paso de los años. Monseñor
Romero, un hombre respetuoso como pocos de la jerarquía eclesiástica, llegó a escribir
sobre el nuncio Gerada lo siguiente: “La figura del nuncio representa al Papa,
pero no siempre lo representa nítidamente”.
Tras la
llamada, Urioste se dirigió en carro al Hospitalito. Alcanzó a ver la sangre en
el suelo, pero el cadáver ya se lo habían llevado a la Policlínica Salvadoreña.
No había mucha gente. Unos periodistas se le acercaron y le pidieron unas
palabras. Accedió, pero apenas sabía nada de lo ocurrido. Después marchó hacia la Policlínica , donde al fin
pudo ver el cuerpo inerte, y ahí mismo se tomó la decisión de embalsamarlo.
Urioste
pasó a ser el vicario capitular, algo así como el administrador apostólico, y a
él le tocó organizar la misa-funeral del 30 de marzo.
—¿Le
afectó su muerte? –pregunto.
—Si me
preguntas que si lloré cuando lo vi muerto, la respuesta es no, no lloré. Lo
sentí mucho, me impactó enormemente, estaba tristísimo, pero en cierto sentido,
como yo estaba seguro de que su sucesor iba a ser monseñor Rivera, eso me
alentó mucho.
—¿Cómo estaba
tan seguro si la decisión dependía de Roma?
—No
quiero entrar en detalles de las gestiones que hice como vicario capitular,
pero en ese momento pensé que el país necesitaba con urgencia un obispo con
todos los poderes. Entonces, fui con el nuncio y le dije: mire, monseñor, yo
estoy dispuesto a dejar de ser el vicario capitular y sugiero a monseñor Rivera
como obispo encargado mientras la
Santa Sede nombra a alguien. Y accedió, escribió a Roma para
proponerlo, y se aprobó.
Arturo
Rivera Damas, obispo de Santiago de María, el único entre los seis que
integraban la Conferencia Episcopal
que no se había opuesto a Monseñor Romero, tomó las riendas de la arquidiócesis
a las pocas semanas, con la venia del nuncio Gerada. En febrero de 1983, pocos
días antes de la visita del papa Juan Pablo II, fue nombrado arzobispo de San
Salvador, con lo que se cerró el plan diseñado por Urioste.
***
—¿Sabes
de qué me arrepiento? –me pregunta–. Pues me arrepiento de no haber llevado
nunca un diario, de no haber sido tan diligente como Monseñor.
—Nunca
es tarde, padre.
Me responde con una mirada y una risotada
sorda, y saca su agenda, una del tamaño de una cajetilla de cigarrillos, para
ver qué otro día podemos continuar la entrevista. Pero antes le pido que por
favor me aclare algo importante.
—¿Cuándo siente que Monseñor Romero lo cambia
a usted?
—En vida yo le admiraba su proceder, su
altura espiritual, su disponibilidad, su trabajo, su entrega. Me llamaban la
atención su actitud ante Dios, su respeto…
—¿Pero cuándo fue consciente de que estaba
ante una persona excepcional?
—A partir de las primeras semanas de
arzobispo empecé a notar algo en su vida personal, en su predicación. Para mí
era algo nuevo escuchar a alguien como Monseñor, porque normalmente, cuando uno
oye a un sacerdote que empieza a contar cosas, uno piensa: va a seguir por tal
otra, luego por tal otra y va a terminar de tal modo. Pero con Monseñor no era
así, siempre era algo nuevo.
***
—¿Que
si lo manipularon? Sí, ¡claro que Monseñor fue manipulado! Lo manipuló Dios,
que hizo con él lo que le dio la gana. Yo de eso estoy convencido, pero
convencidísimo, como dogma de fe.
Su
vicario general fue uno de los más firmes soportes dentro de la curia
arzobispal durante el agitado trienio al frente de la arquidiócesis. No era
amistad lo que los unía, pero sí una relación basada en el respeto y en la
confianza. Urioste cree tener identificado el momento que simboliza su cambio
de talante hacia Monseñor Romero. Fue durante el viaje a la
Santa Sede que emprendieron los dos solos a
finales de marzo de 1977 para explicar la polémica decisión de la misa única.
Recién llegados a Roma, se hospedaron, y al poco Monseñor Romero golpeó la
puerta de su habitación para invitarlo a dar un paseo. Ni el cansancio
acumulado le impidió negarse. Llegaron a la basílica de San Pedro y, frente al
altar de la confesión, el arzobispo se arrodilló, y Urioste hizo lo mismo.
—A los
cinco minutos, más o menos, me levanté. Lo miré, y lo vi en una tan profunda
oración, con sus ojos cerrados, empapado de Dios, que en ese momento me dije: a
este hombre hay que seguirlo, porque él está siguiendo a Dios.
Después
del asesinato, la relación curiosamente se estrechó aún más. Repasó sus
homilías, leyó su diario y sus apuntes espirituales, y Urioste se convenció de
lo que ya estaba convencido. En el año 2000, siguiendo el ejemplo de una
asociación similar que unos conocidos habían formado en Estados Unidos,
promovió el nacimiento de la Fundación
Monseñor Romero, que preside desde entonces. Los objetivos
que se propusieron eran recordar su obra, dar a conocer su pensamiento y conmemorar
los aniversarios del asesinato y del natalicio.
—Pero,
monseñor Urioste, ¿esa labor no debería de haberla hecho la Iglesia católica como
institución?
—Pues
pienso que sí, pero de hecho no se hacía ni se hace. En algún momento incluso tuvimos
alguna fricción con el arzobispo Sáenz Lacalle. Así que nos tocó a nosotros
llevarlo adelante.
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